Se guareció del aguacero en una iglesia, el portón abierto invitaba a entrar. Carecía de paraguas y gabardina, se lo habían robado nada más llegar a la ciudad. Estaba en precario sin ser capaz de asumir la situación, lo daba todo por perdido, el viaje había sido en balde y su espíritu quebradizo estaba a punto de romperse. Desamparado y triste el silencio del templo le procuró un instante de relax que su mente aprovechó para recordar imágenes de niñez. Su madre dándole una moneda para acercarse al altar y encender una vela, algo que siempre le había intrigado ¿cómo se enterarían en el cielo cual era la rogativa al santo?
Mirando a su alrededor no vio a nadie, se acercó tímidamente hasta el soporta velas, carecía de dinero, pero quería encender una por si le ayudaba a encontrar solución a su desgracia. En ese instante oyó un ruido, lo asoció a un trueno, aunque sonaba más cerca, parecía provenir del coro. La curiosidad le incitó a subir las escaleras viendo a un hombre caído en el suelo, se acercó para auxiliarle pues respiraba con dificultad. Enseguida comprendió que no tenía conocimientos suficientes para ayudarle, llamó rápidamente al 112 quienes enviaron una ambulancia además de indicarle cómo actuar mientras llegaba. Aquella llamada salvó la vida del hombre, diacono de la parroquia, quien apelando a la generosidad de la policía solicitó le localizaran para dar las gracias personalmente a su salvador.
Aquel encuentro promovió un cambio de rumbo, fue el diacono quien le auxilió primero al acogerle en su casa y después al encontrarle trabajo y alojamiento. Semanas más tarde el hombre desesperado, que ya no lo era, entró en el templo, se acercó al porta velas e introdujo en el cajetín unas cuantas monedas ganadas limpiamente con su esfuerzo, convencido que los de arriba sí se enteraban de las rogativas de los de abajo.
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