Verano de mis dieciocho años, voluntariado en un poblado perdido del África profunda, hambruna y enfermedades causadas por una pertinaz sequía. Una tarde todos se dirigen a una explanada cercana, rodean en círculo al chamán de la tribu sentado en cuclillas. Comienza un cántico repetitivo primero en susurros y luego más alto. Al levantarse y dar unos pasos de un baile ritual apreciamos que viste sombrero caribeño de paja y una capa de plumas, de la cual saca un sonajero que agita mientras danza y canta. Me entró tal ataque de risa que me alejé rápido para no pecar de irrespetuosa. Aquella noche cayó suficiente lluvia para cubrir la charca cercana donde bebían los animales, regar la pequeña huerta de la comunidad y llenar los aljibes.
Regresando al hogar el sol calentaba las aceras y el interior de las casas, provocaba incendios y escasez en los pantanos, había que arreglarlo. Sustraje un sonajero al bebé del segundo y con una boa de plumas y la pamela veraniega de mi madre fui al descampado detrás de casa, estuve cuatro días probando sin éxito, se ve que mi swahili no es tan bueno. Ahora estoy intentando explicárselo al médico de guardia en el ala de psiquiatría del hospital.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario