Caminaba por el pasillo sin
rumbo, un pasillo blanco con puertas blancas y luces blancas, no había ningún
detalle en las paredes, caminaba sin saber adónde ir o donde acabar mi
paseo. El silencio era estremecedor, ni
un sonido o una voz humana, nada, pero allí estaba, caminando sin rumbo.
De repente me encontré frente a
la puerta de un ascensor, se abrió sin darle a ningún botón, accedí a su
interior y tal como se abrió se cerró.
No era consciente de si subía o bajaba, o simplemente permanecía en la
misma planta, inesperadamente se abrió su puerta y salí hacia un pasillo,
quizás el mismo o quizás uno igual que el anterior.
Vagaba sin rumbo, no estaba
segura si sentía u oía el arrastrar de mis pantuflas de papel, la suela era tan
fina que transmitía el frío de las losas que iba pisando. Temblaba, quizás por frío quizás por pánico,
por más que deambulaba el paisaje no cambiaba, pasillo y puertas blancas todas
iguales. Por fin alcancé una abierta, de
su interior emanaba una luz amarillenta transmitiendo calidez, entré por ella
buscando a alguien o algo que me hiciera compañía, que me ayudara a comprender
donde me encontraba y lo que allí hacía.
Sobresaltada desperté tumbada
en una cama, mis pies no sentían frío, mi cuerpo desprendía calor y una cara
sonriente se acercó para decirme: Bienvenida,
no temas estas en el hospital y te vas a poner bien. En ese momento comencé a oír pitidos de
diferentes tonos y a sentir dolor en mi cuerpo, al menos estaba acompañada y
eso me reconfortaba después del viaje por aquel pasillo anodino.
Me dolía la garganta, aun así,
haciendo un tremendo esfuerzo y emitiendo un sonido de ultratumba pregunté: ¿Dónde están todos?