Rocié toda mi ropa con
gasolina
cuando vi derrumbarse el tejado
de mi casa. Era ya más de lo que podía soportar. Había perdido el
empleo, a mi mujer y a mis hijos en apenas tres meses. Y ahora, mi
casa se venía abajo como un reflejo de mi propia vida. ¿Qué más
podía perder? La vida. Eso era cuanto me quedaba. Arrastré el
fuerte olor del combustible por las calles, ante la mirada atónita
de viandantes y conductores, dispuesto a sacrificar mi vida, aunque
no pensaba hacerlo sin llevarlo a él conmigo. Me planté en el
edificio de oficinas donde había trabajado más de veinte años y
enseguida avanzaron hacia mí dos guardias de seguridad con cara de
dogos. Los miré
fijamente. Encendí el mechero. Retrocedieron asustados.
Aproveché para entrar
en el ascensor, mientras los
vigilantes se ponían
en contacto con sus jefes. Me conocían bien y sabían a dónde me
dirigía. Entré en la oficina con el mechero prendido y nadie osó
interponerse en mi camino, seguramente porque sabían que la cosa no
iba con ellos. Entre en el despacho del director, que como siempre
estaba reunido. Los dos “lameculos” que le reían las gracias
huyeron despavoridos, dejándolo solo, haciendo caso omiso de sus
gritos de auxilio. Le exigí las llaves. Cerré la puerta. Él
comenzó a balbucear mil disculpas seguidas de promesas ya inútiles.
Mi mirada debía de ser malévola a tenor del terror que le
inspiraba. Le mandé salir de detrás de la mesa. Le ordené quitarse
toda la ropa, hasta dejarlo como un niño recién salido del vientre
de su madre. Ya no parecía tan poderoso sin su traje hecho
a medida, su corbata de
seda y sus zapatos de
marca de lujo.
Le até las manos a la espalda con la corbata, mientras él lloraba
como un bebé
y yo disfrutaba viéndolo
tan desvalido. Fue tanta mi satisfacción al tenerlo así delante de
mí, desnudo, impotente, suplicando, que cambié de idea. Mirándolo
bien ese idiota no merecía que sacrificara mi vida. Me desnudé. Me
limpié con las toallitas húmedas que el todopoderoso tenía siempre
en su mesa. Con calma, fui poniendo su ropa y sus zapatos, mientras
golpeaban la puerta ordenándome salir y yo contestaba que si
entraban me prendería y conmigo prendería al jefe. No entró nadie.
Esperarían la llegada de la policía, y eso me dejaba un tiempo
disponible. Cuando estuve acicalado, le ordené que se colocara con
la espalda contra la pared, mientras me iba diciendo la combinación
de la caja fuerte. Cogí el disco duro y las carpetas donde sabía
que guardaba documentos importantes, de esos que se mantienen bien
ocultos a las
miradas ajenas. Después apilé los papeles de su mesa, su agenda, y
varias carpetas que saqué de los armarios, y sobre ellos coloqué mi
ropa. Prendí fuego, mientras el superhombre moqueaba como un pequeño
de cinco años. Al momento se alzó una gran llamarada y supe que por
muchos extintores que gastasen la pérdida era irreparable.
Cuando llegó la policía grité que se apartara todo el mundo de la
puerta, que íbamos a salir. Abrí y él corrió despavorido a lo
largo de toda la oficina. A mí me sujetaron los guardias, no opuse
resistencia, pero antes les entregué el contenido de la caja fuerte.
Estaba satisfecho con mi venganza. Me
llevaron ante el juez,
y luego a la cárcel,
donde tuve un techo y comida gratis el tiempo necesario para
reordenar mis ideas y que los operarios arreglaran el techo de mi
casa. Él vivirá siempre con la vergüenza de su desnudez y su
cobardía, aunque lo más importante es que pasará en la cárcel
mucho más tiempo del que yo he pasado, acusado de falsedad
documental, tráfico de influencias y blanqueo de capitales.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario