La venganza - Cristina Muñiz Martín

                                   




Rocié toda mi ropa con gasolina cuando vi derrumbarse el tejado de mi casa. Era ya más de lo que podía soportar. Había perdido el empleo, a mi mujer y a mis hijos en apenas tres meses. Y ahora, mi casa se venía abajo como un reflejo de mi propia vida. ¿Qué más podía perder? La vida. Eso era cuanto me quedaba. Arrastré el fuerte olor del combustible por las calles, ante la mirada atónita de viandantes y conductores, dispuesto a sacrificar mi vida, aunque no pensaba hacerlo sin llevarlo a él conmigo. Me planté en el edificio de oficinas donde había trabajado más de veinte años y enseguida avanzaron hacia mí dos guardias de seguridad con cara de dogos. Los miré fijamente. Encendí el mechero. Retrocedieron asustados. Aproveché para entrar en el ascensor, mientras los vigilantes se ponían en contacto con sus jefes. Me conocían bien y sabían a dónde me dirigía. Entré en la oficina con el mechero prendido y nadie osó interponerse en mi camino, seguramente porque sabían que la cosa no iba con ellos. Entre en el despacho del director, que como siempre estaba reunido. Los dos “lameculos” que le reían las gracias huyeron despavoridos, dejándolo solo, haciendo caso omiso de sus gritos de auxilio. Le exigí las llaves. Cerré la puerta. Él comenzó a balbucear mil disculpas seguidas de promesas ya inútiles. Mi mirada debía de ser malévola a tenor del terror que le inspiraba. Le mandé salir de detrás de la mesa. Le ordené quitarse toda la ropa, hasta dejarlo como un niño recién salido del vientre de su madre. Ya no parecía tan poderoso sin su traje hecho a medida, su corbata de seda y sus zapatos de marca de lujo. Le até las manos a la espalda con la corbata, mientras él lloraba como un bebé y yo disfrutaba viéndolo tan desvalido. Fue tanta mi satisfacción al tenerlo así delante de mí, desnudo, impotente, suplicando, que cambié de idea. Mirándolo bien ese idiota no merecía que sacrificara mi vida. Me desnudé. Me limpié con las toallitas húmedas que el todopoderoso tenía siempre en su mesa. Con calma, fui poniendo su ropa y sus zapatos, mientras golpeaban la puerta ordenándome salir y yo contestaba que si entraban me prendería y conmigo prendería al jefe. No entró nadie. Esperarían la llegada de la policía, y eso me dejaba un tiempo disponible. Cuando estuve acicalado, le ordené que se colocara con la espalda contra la pared, mientras me iba diciendo la combinación de la caja fuerte. Cogí el disco duro y las carpetas donde sabía que guardaba documentos importantes, de esos que se mantienen bien ocultos a las miradas ajenas. Después apilé los papeles de su mesa, su agenda, y varias carpetas que saqué de los armarios, y sobre ellos coloqué mi ropa. Prendí fuego, mientras el superhombre moqueaba como un pequeño de cinco años. Al momento se alzó una gran llamarada y supe que por muchos extintores que gastasen la pérdida era irreparable. Cuando llegó la policía grité que se apartara todo el mundo de la puerta, que íbamos a salir. Abrí y él corrió despavorido a lo largo de toda la oficina. A mí me sujetaron los guardias, no opuse resistencia, pero antes les entregué el contenido de la caja fuerte. Estaba satisfecho con mi venganza. Me llevaron ante el juez, y luego a la cárcel, donde tuve un techo y comida gratis el tiempo necesario para reordenar mis ideas y que los operarios arreglaran el techo de mi casa. Él vivirá siempre con la vergüenza de su desnudez y su cobardía, aunque lo más importante es que pasará en la cárcel mucho más tiempo del que yo he pasado, acusado de falsedad documental, tráfico de influencias y blanqueo de capitales.





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