Amigos - Gloria Losada

Éramos amigos. Lo fuimos desde siempre. Mi padre era minero y mi madre la criada de su casa. Su
padre era el Juez del pueblo y su madre la maestra. Pero nada de eso significaba un obstáculo para nuestra
amistad.
Nuestros caminos comenzaron a tomar rumbos distintos al llegar a la adolescencia. En casa había que
arrimar el hombro y yo comencé a trabajar en la mina. Luis, mi amigo, por el contrario, continuó sus
estudios y con el tiempo marchó a Salamanca a estudiar leyes. Cuando regresaba al pueblo
aprovechábamos para recordar sueños de infancia que yo presentía cada vez más lejanos y Luis se
empeñaba en pintarlos reales, como el futuro que según sus propias palabras estaba esperándonos a la
vuelta de la esquina.
-Cuando termine la carrera pondré mi propio despacho y tú trabajarás conmigo, serás mi ayudante y
podrás dejar el duro trabajo de la mina.
Yo asentía con una sonrisa, sabiendo que los sueños de mi amigo eran sólo eso, sueños que no
llegarían a cumplirse jamás.
Corrían los primeros meses del año 34 y las cosas estaban comenzando a ponerse feas. La República
no había colmado las aspiraciones de los trabajadores y los sindicatos incitaban a la huelga y a las
revueltas, hasta que en el mes de octubre estalló la revolución y los mineros tomamos la calle haciendo
de la violencia nuestra aliada.
Aquella tarde salimos como animales desbocados dispuestos a arrasar con todo lo que nos
encontráramos a nuestro paso. La voz potente y cargada de rabia de alguno dijo “Al juzgado” y allí nos
dirigimos con la intención de terminar con aquella parte del estado opresor. Luis estaba allí con su padre y
cuando nos vio llegar, con los bidones de gasolina preparados y el alma encendida, se acercó a mí y me
habló pausado.
-¿Qué vais a hacer? Esto no tiene sentido.
Por un segundo le miré a los ojos y pude ver en ellos una infinita tristeza. Mas no fui capaz de
sostenerle la mirada y lo aparté bruscamente.
-Vete a tu casa, esto no tiene nada que ver contigo.
-No me iré, nadie podrá moverme de aquí. No tenéis derecho.
Entró en el viejo edificio y yo me quedé mirándole con el alma encogida. Fue sólo un segundo de
duda. Cuando escuché la voz que azuzaba nuestra ira me dejé llevar y rocié con gasolina el viejo
inmueble. Yo fui también quien encendió la cerilla. Las llamas se extendieron como pólvora y acabaron
con todo. Luis y su padre no pudieron salir.
Era mi amigo y yo le maté. Y aquel día yo también comencé a morir.



























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1 comentario:

  1. Un relato tremendo y, por desgracia, demasiado realista, porque las personas pueden (podemos) llegar a hacer cosas terribles en épocas de desordenes o guerras. Me ha gustado mucho.

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