Carolina,
la lechera, pasaba todos los días con su carro tirado por un
caballo. La niña la miraba ensimismada, mientras con sus manos
nerviosas retorcía la falda del vestido. De mayor quería ser como
ella, desde que había oído decir a su padre --cuando una tarde de
domingo jugaba a las cartas con los amigos-- que era la mujer más
guapa, cariñosa y divertida de la comarca. Una mujer que alegraba la
vista de cualquier hombre. Y ella, la niña, soñaba con que su padre
la mirara algún día.
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