El joven médico - Cristina Muñiz Martín





El joven aferró la aldaba con la mano derecha y golpeó con fuerza la puerta. No tardó en aparecer una mujer de ochenta años, con el pelo blanco y mirada afable, limpiándose las manos al delantal.
--¿Qué sucede? ¿A qué viene tanto alboroto?
--Disculpe, vengo a presentarme. Soy el nuevo doctor.
Casilda miró al joven de arriba abajo sin ningún disimulo. Le pareció un petimetre, con su ropa cara, su maletín de buen cuero sin estrenar y sus ademanes altivos. Supuso, y no estaba equivocada, que aquel era su primer trabajo como médico y quería parecer importante a los ojos de sus pacientes.
--Pase, pase—dijo haciéndose a un lado. Aunque debería usted haber tocado el timbre ¿no ve que la aldaba es solo un adorno?
--Usted disculpe—dijo el joven tratando de disimular su sonrojo-- Mire, estoy recorriendo la zona para conocer a mis pacientes. Usted es Casilda ¿verdad? Yo soy el doctor Armíndez, para servirla—dijo el joven ofreciéndole la mano, sin poder ocultar su orgullo.
Casilda esbozó una ligera sonrisa. No había estado equivocada en su primera apreciación. Aquel joven tenía todavía mucho que aprender de la vida y de la gente del pueblo si quería ser respetado, algo que no iba a resultarle nada fácil, pues la mayoría de los vecinos eran bastante mayores, estaban acostumbrados a tratar con don Remigio, recientemente jubilado, y seguro que ese joven arrogante no les iba a inspirar ninguna confianza.
--Pero pase, pase, no quede usted a la puerta. Le prepararé un chocolate caliente o quizás prefiera café o un licor, no sé, usted dirá.
--Agradezco su ofrecimiento pero no es necesario. Llevo todo el día de visitas y estoy cansado, con ganas de volver al hotel. Espero que no le moleste.
--Oh, claro que no. Me ha encantado conocerle, aunque espero no verle muy a menudo, ya me entiende—dijo Casilda con una sonrisa pícara, guinándole un ojo.
--Claro, claro—contestó el joven, haciendo una mueca de desagrado. Por cierto ¿Vive usted sola?
--Sí, mi difunto esposo me abandonó hace tres años, y en cuanto a mi hijo hace mucho que hace su vida. Así que sí, vivo sola.
--Aquí tiene mi tarjeta. En caso necesario estaré disponible a cualquier hora del día o de la noche.
--Oh, no es necesario, joven, no tengo teléfono.
--¿No tiene teléfono viviendo tan alejada del pueblo?
--No lo necesito.
--Pero puede pasarle algo y aquí usted sola, sin vecinos, sin teléfono...
--No se preocupe, joven, tengo una salud de hierro. Y también una emisora.
--¿Una emisora?
--Sí, soy la encargada de dar a conocer las noticias locales, de poner en contacto a unos vecinos con otros, de poner música, de contarles los últimos cotilleos...ya puede suponer.
El joven quedó callado. Había estado escuchando la emisora local la tarde anterior, poco después de su llegada, y no podía creer que la voz jovial que había dado los datos del tiempo, así como varias críticas de libros y películas, fuera la de aquella mujer. Su voz le había parecido la de una mujer madura, pero mucho más joven. Además, de los temas que hablaba...la mujer que había oído tenía chispa, ingenio, inteligencia, un gran cacumen, como diría su padre. No podía creerlo. Se despidió de ella y se dirigió hacia el coche. Estaba cansado tras pasar el día de casa en casa comiendo y bebiendo cuanto le habían ofrecido. Solo le apetecía descansar. El pueblo estaba a unos siete quilómetros, así que en un momento se daría una ducha y después de una frugal cena se metería en la cama. Ya podía sentir el tacto suave de las sábanas y el silencio acogedor de la habitación.
Casilda lo vio alejarse, subir al coche, arrancar en dirección contraria al pueblo e internarse en la carretera abandonada que terminaba diez kilómetros al norte. Le hizo señas, pero el joven no la vio. Bueno, pensó, cuando se dé cuenta de su error ya dará la vuelta. Volvió a la cocina, donde tenía esparcidas sobre la mesa de mármol las hierbas y plantas que había recogido esa misma mañana. Se sentó y siguió catalogándolas, mientras tatareaba una canción. De pronto, el cielo rugió como si se hubiera enfadado con el mundo y las nubes comenzaron a soltar el llanto retenido durante más de dos meses. Se produjo un corte de luz y Casilda fue tanteando la mesa, después dio dos pasos, abrió un armario y sacó una vela. La encendió y se asomó a la ventana. El paisaje había cambiado en apenas unos minutos. Se acercó hasta la emisora que, como siempre que había tormenta, no funcionaba. Encendió varias velas más y las distribuyó por la cocina, el pasillo y el amplio salón. Había terminado de cenar, cuando sintió llamar a la puerta con la aldaba. Cogió una vela, preguntándose quién andaría por ahí a esas horas y con ese tiempo. Al abrir se encontró frente a ella al joven médico.
--Perdone que la moleste, señora—dijo el médico—pero es que me he equivocado de camino, después el coche se ha parado y se me ha agotado la batería del teléfono. Llevo caminando varios quilómetros, he caído y tengo una herida...--siguió hablando el joven atropelladamente.
--Vamos, vamos, no se quede a la puerta. Pase usted—dijo Casilda.
--Es que lo voy a dejar todo perdido. Solo quería pedirle que usara su emisora para que alguien viniera a buscarme a mi y a mi coche.
--Vamos, hágame caso y pase, porque sino va a coger usted una pulmonía. Va a tener que tener un poco de paciencia, porque se ha ido la luz y la emisora no funciona, quizás debido a una bajada de tensión.
El joven entró en la casa y en ese momento volvió la luz. Casilda lo miró de arriba abajo. Ya no parecía el petimetre de media hora antes. Ahora no era más que un pollo joven y mojado.
--Pero, madre de Dios, qué mojadura tiene usted. Lo mejor será que se dé un buen baño caliente y se ponga ropa seca. Venga, le enseñaré dónde está el baño y buscaré algo de ropa de mi hijo. Es más o menos de su talla-- dijo mirándolo de arriba abajo.
--Prefiero que mire a ver si ya funciona la emisora. Me haría un gran favor.
--Oh, no conoce usted bien a mi emisora. Es muy vieja, tanto como yo, y cuando falla tarda un tiempo en ponerse otra vez en funcionamiento. Quizás mañana, si hay suerte.
--Pero yo no puedo quedarme aquí hasta mañana—dijo el joven alertado.
--No sé si puede esperar a mañana, pero lo que si sé es que no puede estar más tiempo con esa ropa mojada. Cogerá una pulmonía. Hágame caso, además usted es médico y sabe que tengo razón.
El joven la siguió hasta el cuarto de baño, donde le dio unas toallas limpias y le indicó dónde estaban los utiles de aseo. Después, la mujer bajó a la cocina a preparar algo de cena para el médico. Éste quedó un rato de pie, sin saber qué hacer, preso de una extraña desazón. A su mente llegaban imágenes de la película en la que que una loca encuentra herido a un escritor, lo cura y lo secuestra para que escriba lo que ella quiere leer. Esa mujer, aunque con unos cuantos años más, le recordaba a la actriz que hacía el papel de secuestradora, con su cuerpo rechoncho y la mirada...no sabía qué decir de esa miraba, parecía bonachona, pero quién sabía.
Por la mente del chico paśo la idea de escapar de aquella casa y salir a la intemperie para intentar encontrar un lugar donde hubiera un teléfono. Pero la mujer había dicho que no había otra casa en cinco quilómetros a la redonda ¿sería verdad o querría retenerlo allí? ¿Y si salía y era cierto? No le apetecía nada seguir caminando bajo la tormenta. Se sentía cansado y la humedad ya estaba penetrando en su cuerpo. Por otra parte, la idea del baño y de ropa seca era muy tentadora. Unos golpes en la puerta lo despertaron de su letargo, produciéndole un sobresalto.
--Le traigo algo de ropa de mi hijo. Se lo dejo en una silla delante de la puerta.
--Gracias, muchas gracias.
El joven escuchó alejarse los pasos escaleras abajo. Abrió el grifo y llenó la bañera de una apetitosa agua caliente. Se introdujo en ella largo rato, hasta que la voz de Casilda, una vez más, lo hizo reaccionar.
--Joven, salga ya de la bañera que va a quedar usted entumecido. Le he preparado algo de cena.
El joven salió de la bañera, se secó y puso las ropas que le había dado Casilda. Curiosamente eran de su talla, aunque no de su gusto. Un pantalón vaquero, una camiseta de manga larga y un jersey de lana, además de calcetines, zapatillas y unos boxer con una cabeza de tigre. Se preguntó qué tipo de hombre compraría unos calzoncillos así. Cuando terminó de vestirse bajó al salón, donde lo esperaba Casilda con la mesa puesta. A un gesto suyo se sentó frente a ella, y sorbió con placer un caldo de gallina sabroso y caliente. Después, la mujer le sirvió un plato de carne guisada con guarnición de verduras que apenas probó.
--Bien, veo que además de no tener apetito es poco hablador. Le voy a dar una copita de un licor que hago yo misma para hacer bien la digestión, a ver si se anima un poco.
El joven no dijo nada, se limitó a asentir con la cabeza. Quiería iniciar una conversación con la mujer, pero no sabía qué decir. Lo lógico, pensaba él, era alabar la cena, darle las gracias por su acogida, pero no sabía por qué no era capaz de articular palabra. La mirada de la mujer estaba clavada en él como si quisiera entrar en sus pensamientos más íntimos y eso lo intimidaba. Además, no se encontraba nada bien. Tenía que pedirle que le dejara su botiquín para curar la herida y mirar a ver si tenía algún analgésico para aliviar su malestar. Un ataque repentino de tos cortó sus pensamientos. Casilda le puso la mano en la frente, diagnosticando que tenía fiebre. El termómetro certificó 39 grados. El joven doctor cada vez se sentía peor, con la mente embotada, preguntándose si se estaría poniendo enfermo, o si bien, esa mujer lo habría envenenado.
Al día siguiente despertó sin saber dónde estaba. La fiebre había subido a cuarenta grados y le dolía todo el cuerpo. No recordaba haberse encontrado tan mal en toda su vida ¿lo habría envenenado esa loca? Al verla acercarse a la cama, intentó levantarse para escapar de ella. No lo consiguió. Su cuerpo no respondía. Sentía la garganta como si la tuviera en carne viva, le dolían el pecho y la pierna y no paraba de toser. Casilda, armada con una bandeja a modo de botiquín, lo obligó a permanecer acostado mientras le hacía tragar pócimas, le colocaba cataplasmas en el pecho y le curaba la pierna herida. El médico quería decirle que lo dejara en paz, que le diera algún analgésico o antiinflamatorio y, sobre todo, que llamara para que fueran a recogerlo. Pero no lograba articular palabra. Era como si fuera el protagonista de una película de miedo, al que el terror le impide hablar o moverse. El joven alternaba el sueño con escasos períodos de vigilia en los que siempre intentaba escapar de la cama. Pero Casilda siempre estaba allí, a su lado, dispuesta a mantenerlo acostado, hasta que al atardecer, cansada de luchar con su enfermo, le ató las manos a la cama. El se resistió cuanto pudo, sintiéndo la fuerza de la mujer muy superior a la suya. Después, lloró como un niño asustado hasta quedar sumido en un sueño repleto de pesadillas.
Durante tres días la fiebre no remitió. Tres días infernales en los que el joven médico se estremecía cada vez que veía a la mujer sentada a su lado o entrar en la habitación. Lo obligaba a tragar pócimas asquerosas y manipulaba su cuerpo con descaro, llegando a desnudarlo para limpiarlo con toallas húmedas, como si fuera un bebé. Lo peor era cuando le cogía la pierna. Entonces sentía un gran dolor que no se calmaba hasta pasado un buen rato ¿qué estaría haciendo con ella? Temía el momento en que la mujer entrara por la puerta con el hacha dispuesta a cortarle la pierna, como en la película. A cada momento aumentaba su miedo, convencido de estar en manos de una loca.
Afuera, la primavera se comportaba como una joven rebelde que no sabe cuáles son sus deberes. Una lluvia intensa y persistente bailaba al compás de una sinfonía de rayos y truenos. La emisora ya funcionaba y la mujer se afanaba por curar a su enfermo. Sabía que no tenía nada grave, solo una gripe fuerte, así que se mantenía tranquila. Echaba un puñado de madreselva en agua hirviendo y después lo dejaba cocer lentamente durante quince minutos. Una vez fría la infusión, lavaba con ella la herida y después le ponía una compresa que cambiaba cada poco tiempo. En la garganta le ponía compresas de barrro que cambiaba una vez quedaba seco. Y para el pecho, machacaba albahaca en el almirez hasta extraer su jugo, para después mezclarla con pimienta negra, obteniendo así una infusión que daba al enfermo cada seis horas.
Al cuarto día, el joven despertó sin fiebre y consciente de dónde estaba.
--Tiene usted hoy mucho mejor aspecto, joven. Creo que la fiebre ha remitido por completo-- dijo Casilda con una amplia sonrisa.
--¿Cuánto tiempo llevo aquí? --preguntó él confuso.
--Tres días.
--¿Tres días? No, no es posible ¿qué me ha hecho?
--¿Cómo que qué le he hecho? Le he curado joven, así que no sea usted desagradecido.
--Ha intentado matarme. Ahora mismo me voy de aquí.
--Puede marchar cuando quiera...otra cosa es que pueda –dijo ella con una sonrisa que al joven le pareció malévola.
--¿Qué ha hecho? ¿Ha tapiado la puerta de la casa o qué? Nadie me había dicho que usted estaba loca.
Casilda no salía de su asombro. Aquel joven además de ser un petrimete y un grosero era bastante tonto.
--Ahi tiene su ropa limpia y seca. Puede vestirse y marcharse cuando quiera. Y cuanto primero, mejor.
--Eso mismo haré –dijo él altanero.
Casilda salió de la habitación sonriendo. Ese jovenzuelo iba a llevar una buena lección.
Diez minutos más tarde, el joven descendía las escaleras con paso vacilante. Al llegar al rellano encontró a la anciana esperándolo ante la puerta.
--Le agradecería que abandonara mi casa cuanto antes—dijo Casilda, aunque en su voz el joven no percibió enfado, sino más bien un retintín burlesco.
--Eso haré, no le quepa duda—respondió él con un deje de desprecio en la voz.
El joven abrió la puerta, igual que abrió desorbitadamente los ojos y la boca al ver la casa rodeada de agua.
--Pero, pero qué ha pasado—tartamudeó.
--Graves inundaciones en toda al comarca. Pero no se preocupe, si quiere le dejo un bañador para que vuelva al pueblo nadando.
--Yo, bueno, yo....
--Ande, no diga nada y entre, que necesita un buen desayuno.
--¿Por qué no ha venido nadie en nuestra ayuda? ¿No ha arreglado la emisora?
--Oh, sí, ya funciona, pero era complicado llegar hasta aquí. Además, usted estaba enfermo, con mucha fiebre, y no era recomendable sacarlo de la cama.
--¿Qué he tenido? ¡Me he sentido muy mal!
--Una gripe fuerte, con faringitis, y una herida en la pierna.
--¿Me ha curado usted? --preguntó balbuceante.
--Sí, yo lo he curado. Con ayuda de mi emisora, claro está. He estado hablando con don Remigio y entre los dos hemos hecho el diagnóstico. Después, los de Protección Civil , han venido en una lancha a traerme los medicamentos que precisaba. Por cierto, que en su maletín solo he encontrado papeles...no sé yo que médico será usted, la verdad.
--Bueno, yo no iba de visita médica, solo iba a presentarme a los vecinos –dijo él a modo de disculpa. Además—continuó en tono ofendido--¿Cómo se ha atrevido usrted a husmear en mi maletín?
--Solo buscaba medicamentos. Supuse que siendo usted médico, eso sería lo que llevaría. Y mire, si hubiera sido así nos hubiéramos ahorrado molestar a nadie y usted se hubiera curado un día antes.
--¿Por qué no ha venido un helicóptero para sacarme de aquí?--preguntó el joven ya visiblemente enojado.
--¿Un helicóptero? ¿Usted sabe cuánto cuesta eso? Sepa joven, que los helicópteros están para prestar ayuda en caso de extrema necesidad, y no siendo ese su caso, hemos optado por dejarlo aquí, en mi casa, donde ha estado cuidado día y noche.
--¿Y cuál ha sido mi tratamiento si puede saberse?--preguntó con un cierto aire faltón.
--Le he dado antibióticos y antiinflamatorios, algunos en forma de inyecciones, y también he ayudado con mis remedios naturales, que no sé yo si solo con esos medicamenteos acabaría usted con la buena pinta que tiene ahora.
--¿Usted sabe dar inyecciones?
--En mis años mozos se las ponía a los animales de la granja, así que práctica si tenía, si señor.
El joven médico se sentía mareado ¿A dónde lo habían destinado? ¿A un pueblo de chiflados?
--¡No lo puedo creer! ¡No lo puedo creer! Cómo se ha atrevido a darme inyecciones sin ser enfermera titulada, y el médico, don Remigio, diagnosticando a distancia, pero ¿en qué mundo viven ustedes? --dijo alzando la voz.
--En uno algo distinto al suyo, me temo. En un mundo en el que estamos acostumbrados a sobrevivir sin tener al lado médicos ni centros comerciales. En un mundo en el que los vecinos nos ayudamos unos a otros y compartimos nuestras penas y nuestras alegrías. En un mundo en el que usted ha sido cuidado día y noche sin correr ningún peligro, porque tengo que decirle joven, que tan solo ha tenido una gripe, una gripe fuerte eso sí, pero gripe al fin y al cabo. En cuanto a don Remigio, le diré que haría bien en contar con sus consejos, pues es un médico experimentado que nunca ha tenido un fallo importante en sus diagnósticos. Tiene mucho que aprender joven, y si quiere quedarse en el pueblo, deberá usted doblegar un poco su carácter y serenar su espítritu.
El joven, ante las palabras de la anciana, bajó la vista avergonzado, cerró tras de si la puerta y volvió a entrar en la casa con el perdón bailándole en los labios. Casilda lo cogió cariñosamente por los hombros y lo llevó a la cocina, donde le preparó un buen desayuno. Dos días más tarde, las aguas se habían retirado y el joven médico pudo volver al pueblo, donde acabó formando una familia y donde ejerció la medicina hasta el día de su jubilación. Desde su muerte, doce años más tarde, en la tumba de Casilda, todas las semanas, una mano amiga depositaba un ramillete de flores frescas.



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