Cada día me gusta menos
viajar en avión. Odio pasar por el control, donde llego a sentirme
como el más vil de los delincuentes bajo la mirada escrutadora y
malévola de los guardias de seguridad. Se saben con potestad para
fastidiar a los pasajeros, y vaya si la usan. Nos obligan a quitarnos
la chaqueta, el cinturón, las pulseras, las gafas, la dentadura, la
dignidad... Y después hay que volver a ponerlo todo, aunque la
dignidad queda un poco tocada. Odio atravesar el aeropuerto,
tratando de evitar a vendedores de tarjetas, seguros y demás
productos disfrazados bajo la apariencia del beneficio al viajero.
Odio esperar en esas sillas duras la hora del embarque. Odio hacer
cola, arrastrando la maleta, para acceder a la cinta que lleva al
avión. Odio tener que ir con el carnet en la boca desde el principio
hasta el fin. Odio el soniquete de las azafatas “buenos días”
“buenos días” “buenos días” y circular por el pasillo
estrecho, tan estrecho que debo avanzar de lado camino de mi asiento.
Odio tener que buscar sitio para mi minúscula maleta y odio tener
que subirla porque soy pequeño y los brazos no me dan mucho de sí.
Odio esos asientos hechos para niños en los que tenemos que viajar
los adultos. Odio no poder abrir las hojas del periódico porque me
lo impide el asiento de delante. Odio no poder apoyarme en el
reposabrazos porque choco con el viajero de al lado. Odio el ambiente
opresivo, el olor a humanidad, las voces. Así que cuando realicé mi
último viaje y después de todo lo que cuento, me encontré encajado
en el sillón del medio, con una mujer robusta a mi izquierda y un
joven larguirucho invadiendo con su pierna izquierda mi espacio
vital, comencé a ponerme nervioso pensando que debía permanecer en
esa posición una hora y media. Respiré hondo, cerré los ojos y
traté de relajarme. Pero cuando el larguirucho, obviando todas las
leyes de la buena educación, puso la música a tanto volumen que
sobresalía de sus cascos, no me puede contener. Me desabroché el
cinturón, le quité los cascos y se los metí en la boca. Se armó
un follón de mucho cuidado, porque el chico, al que pillé
desprevenido por poco se ahoga, y mucha gente recriminó mi actitud.
No tardó en aparecer el comandante y poco después la policía. Por
suerte, pronto se aclaró todo y pudimos volar a nuestro destino. Al
chico se lo llevó la policía; todos entendieron que ir escuchando
durante el vuelo las canciones de los últimos 15 años de Eurovisión
era ya el colmo de lo que cualquier pasajero podía soportar.
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