El colmo - Cristina Muñiz Martín



                                     



Cada día me gusta menos viajar en avión. Odio pasar por el control, donde llego a sentirme como el más vil de los delincuentes bajo la mirada escrutadora y malévola de los guardias de seguridad. Se saben con potestad para fastidiar a los pasajeros, y vaya si la usan. Nos obligan a quitarnos la chaqueta, el cinturón, las pulseras, las gafas, la dentadura, la dignidad... Y después hay que volver a ponerlo todo, aunque la dignidad queda un poco tocada. Odio atravesar el aeropuerto, tratando de evitar a vendedores de tarjetas, seguros y demás productos disfrazados bajo la apariencia del beneficio al viajero. Odio esperar en esas sillas duras la hora del embarque. Odio hacer cola, arrastrando la maleta, para acceder a la cinta que lleva al avión. Odio tener que ir con el carnet en la boca desde el principio hasta el fin. Odio el soniquete de las azafatas “buenos días” “buenos días” “buenos días” y circular por el pasillo estrecho, tan estrecho que debo avanzar de lado camino de mi asiento. Odio tener que buscar sitio para mi minúscula maleta y odio tener que subirla porque soy pequeño y los brazos no me dan mucho de sí. Odio esos asientos hechos para niños en los que tenemos que viajar los adultos. Odio no poder abrir las hojas del periódico porque me lo impide el asiento de delante. Odio no poder apoyarme en el reposabrazos porque choco con el viajero de al lado. Odio el ambiente opresivo, el olor a humanidad, las voces. Así que cuando realicé mi último viaje y después de todo lo que cuento, me encontré encajado en el sillón del medio, con una mujer robusta a mi izquierda y un joven larguirucho invadiendo con su pierna izquierda mi espacio vital, comencé a ponerme nervioso pensando que debía permanecer en esa posición una hora y media. Respiré hondo, cerré los ojos y traté de relajarme. Pero cuando el larguirucho, obviando todas las leyes de la buena educación, puso la música a tanto volumen que sobresalía de sus cascos, no me puede contener. Me desabroché el cinturón, le quité los cascos y se los metí en la boca. Se armó un follón de mucho cuidado, porque el chico, al que pillé desprevenido por poco se ahoga, y mucha gente recriminó mi actitud. No tardó en aparecer el comandante y poco después la policía. Por suerte, pronto se aclaró todo y pudimos volar a nuestro destino. Al chico se lo llevó la policía; todos entendieron que ir escuchando durante el vuelo las canciones de los últimos 15 años de Eurovisión era ya el colmo de lo que cualquier pasajero podía soportar.


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