Hoy
no tenía ganas de nada, algo que últimamente le pasaba mucho, la
galbana podía con él, sólo quedaba esperar que se le pasara, su
vida no tenía mayor aliciente que sobrevivir día a día, minuto a
minuto comprobando que nada cambiaba.
Pronto
haría ya año y medio metido en aquella habitación a la que se
había mudado después de dos años en el Hospital de tetrapléjicos,
donde había ido a parar tras el accidente. No había querido
recordar nada, ni siquiera si había viajado sólo o en compañía
en aquel avión, ni qué había sido del resto del pasaje. Había
tomado la decisión de no pensar en el pasado y vivir segundo a
segundo de esa nueva vida a la que se enfrentaba.
Tuvo
que mudarse al caserón que su tío abuelo les había dejado al
morir. Una casa grande y vieja que no habían podido vender, pero que
habían habilitado para que él viviera con las comodidades que su
nuevo estado le exigía.
Lo
que era la antigua biblioteca y despacho de su tío Ginés había
sido adaptado para ubicar su cama articulada y poder moverse
ampliamente con su silla de ruedas. Todo lo demás estaba igual, las
paredes atestadas de libros en las estanterías, los cortinones
opacos y ajados por el tiempo, los cuadros que tanto había admirado
de niño y que ahora eran mudos compañeros de sus penurias.
Gracias
al personal que le atendió en el hospital había conseguido algo de
movilidad en las manos y los brazos, día a día hacía progresos que
le permitían tener más fuerza y coordinación en sus movimientos,
eso al menos le facilitaba acercarse a las estanterías para coger
algún libro con el que entretenerse, que no fuera pesado ni
voluminoso. El poder usar el mando de la televisión o el teclado
del ordenador era un logro que le ayudaba a matar los momentos en que
se encontraba sólo, para su gusto demasiados, pero ya se había
acostumbrado.
Gracias
a la indemnización que el abogado de su madre había conseguido
sacar a la compañía aérea, tendría suficiente dinero para vivir
así lo que le quedaba de vida, en aquella casa con otras dos
personas, la cocinera-ama de llaves y Rosina quien le atendía en las
comidas y le limpiaba la habitación. Sus padres debido a su trabajo
se pasaban el año fuera del país y su hermana estaba interna fuera
de la ciudad, no sabía por cuanto tiempo pero esa iba a ser su vida
en adelante, sólo y atendido por estas mujeres.
Tenía
una rutina bien establecida: por las mañanas tras el desayuno a las
8,30 que le traía Rosina venía Pedro para asearle y ayudarle a
vestirse, después a las 10 era el turno del fisioterapeuta que
durante una hora, a veces de suplicio y con charla amena, conseguía
desentumecer sus contraídos músculos. Gracias a él consiguió
dominar la silla de ruedas y sus dedos ya iban acordes con su mente
para dirigir con acierto los mandos o el teclado sobre donde solía
posarlos. El resto del tiempo, salvo las comidas, estaba solo. Sus
amigos de infancia solo le mandaban mensajes por el Tuenti o el
Twitter, pero no le visitaban. Dejó de curiosear por internet las
fotos que ellos colgaban de sus fiestas o amoríos, porque sólo le
inspiraban envidia y sentía que eso no le ayudaba.
Pero
aquel día algo le pasaba, tal vez el cansancio de la sesión del
fisio de esa mañana o que hacía más de un mes que su hermana no se
escapaba del internado para ir a verlo. No tenía ganas de leer, ni
la tele le entretenía y el ordenador ¿para qué? Nada nuevo iba a
encontrar en él, así que dejó vagar la vista por aquellas paredes
y se fijó en los cuadros que colgaban de ellas. Enfrente estaba el
de su tío abuelo Ginés cuando era joven, al que siempre le contaba
sus cuitas y sus más profundos pensamientos y que por supuesto nunca
le replicaba, y en un lateral estaba el de aquella niña del
pizarrín, retrato de una colegiala de pelo castaño que vestida con
ropas sencillas llevaba colgado de un brazo un cesto de mimbre con
una labor de punto y en el otro un pizarrín con números escritos y
una libreta toda vieja y gastada. La placidez que su mirada le
inspiraba hizo que saliera de esa modorra y se fijara más en el
cuadro, aparentemente no tenía firma de su autor, pero en el marco
del pizarrín había dos letras que tal vez pudieran ser las siglas
del mismo. Intrigado se dirigió al ordenador para ver si conseguía
averiguar algo más del cuadro, buscó y rebuscó por internet por si
existiera alguno parecido o de estampa similar, y nada. Eso le hizo
afianzarse en la voluntad de encontrar algo que le permitiera
adivinar quién era aquella niña. Al final sus esfuerzos se vieron
premiados, no sólo encontró uno, sino hasta quince cuadros
similares, siendo niños o niñas quienes aparecían en ellos, y
todos tenían
un
pizarrín lleno de números escritos. Según podía leer entrelíneas
se trataba de cuadros que aparecían en casas de masones y que de
momento nadie había conseguido averiguar por qué o cuál era su
significado.
Disponía
de todo el tiempo del mundo para cavilar sobre lo que aquellos
números podían contar, los copió en un papel y se dispuso a
realizar operaciones aritméticas con ellos, pero el resultado de las
mismas nunca era el del pizarrín, o se trataba de un error del
pintor o estaba hecho adrede y eso le intrigaba aún más. Comprobó
que los números que había en el resto de cuadros coincidía con los
que había en el suyo, así que evidentemente no se trataba de un
error, era una clave y tarde o temprano iba a dar con ella.
Esa
noche malamente durmió pensando en aquellos dichosos números, soñó
que la niña le hablaba y le contaba lo que ansiaba tanto, que esos
números le llevarían a un tesoro escondido en aquella casa. Al
levantarse por la mañana y tras impacientemente librarse de todo el
personal que le atendía, volvió a quedarse solo, y comenzó a mirar
los números con otra perspectiva. Tal vez no fueran números, sino
letras. Uno por uno los fue trasladando al alfabeto y allí estaba el
mensaje completo “Busca
enfrente de mí……”.
Se
fijó en la pared de enfrente, donde
había
dos estanterías repletas de libros separadas por un espacio vacío
que tenía un pomo redondo del que colgaba un letrero antiguo que
ponía “SILENCIO”.
Descolgó el letrero y giró el pomo. Al instante las estanterías se
separaron dejando una abertura que daba a una estancia pequeña
alumbrada por un ventanuco en el techo, en medio de la misma y como
único ocupante, había una especie de peana que soportaba un
acuario. Intrigado por el hallazgo consiguió con mucho trabajo
adentrarse en aquel espacio y contemplar el agua, los peces, las
algas y una pequeña ostra situada exactamente en el centro de la
composición.
No
entendía nada. Había conseguido descifrar los números del
pizarrín, pero ahora tenía delante otro enigma, ¿Qué significaba
aquello? Salió de la estancia y se fijó de nuevo en el cuadro por
buscar alguna referencia al acuario, pero no encontraba nada. ¡Espera
un momento! Del cuello de la niña colgaba una cadena que sostenía
una perla beis, tal vez sí quería decir algo, puesto que en el agua
había una ostra. ¿Cómo iba a abrirla sin dar explicaciones a los
demás?
¡Qué
grande era el tío Ginés! En una de esas estanterías siempre había
un abrecartas, seguro que eso le ayudaba a abrir la ostra. Giró en
redondo para cogerlo y se introdujo de nuevo en la estancia, sacó la
ostra del agua y con gran dificultad por sus torpes manos, finalmente
pudo abrirla. Allí dentro estaba, la perla beis; dejó la ostra de
nuevo en el agua y tras meter la perla en la alforja que tenía en su
silla de ruedas, salió de allí, giró en sentido inverso el pomo y
las estanterías volvieron a su posición original. Colgó de nuevo
el letrero como siempre estaba, y empezó a reflexionar ¿Sólo es
una perla o es algo más?
Tiene
que haber alguna explicación sobre ella, pero la mañana había
transcurrido rápida y
ya
era la hora de comer. Rosina apareció con la bandeja de la comida:
– Pero señorito ¿Cómo esta tan mojado? ¡Venga que le cambio la
ropa en un momento antes de que coja un resfriado! - No había
notado que al sacar la ostra del agua se había empapado y ahora
estaba pasando la vergüenza de que Rosina creyera que se había
meado. La superó tras dar buena cuenta de la comida y quedarse de
nuevo solo con aquella intriga.
Continuaba
cavilando cuando se dio cuenta de
que
justo donde se posaba el abrecartas había un libro extraño. Lo
abrió. Parecía escrito en japonés del que no entendía nada, pero
fijándose en los dibujos al final del mismo encontró lo que
buscaba. Perlas de diferentes colores y debajo de cada una había un
texto. Como estaba en otro idioma no sabía lo que decía, pero tras
mucho esfuerzo, en un traductor de internet consiguió copiar el
texto de la perla beis “肯定的な攻撃によるセキュリティで保護された成功”
que
al traducirlo decía “Éxito asegurado en hazañas positivas”.
La verdad es que se quedó como estaba, seguía sin entender nada,
pero al menos, ya conocía el mensaje de la perla.
Esa
noche durmió de un tirón, no soñó con el cuadro ni con los
números, y quizás debido a ello al día siguiente se encontraba de
buen humor, y mucho mejor se le puso cuando al hacer los ejercicios
con el fisioterapeuta notó que sus piernas respondían con
movimientos reflejos, ni el fisio ni él sabían que pasaba pero
desde luego era alentador ver que empezaban a despertarse.
Cuando
llegaron las Navidades decidió celebrarlo en aquella casa invitando
a sus padres y a su hermana, pues tenía pensado darles una sorpresa.
Ya caminaba con andador y creía que un día no muy lejano volvería
a hacerlo solo. Lo que no pensaba contarles era que se recorría día
tras día las habitaciones de la casa fijándose en los cuadros que
colgaban de sus paredes, ya que estaba dispuesto a descubrir
pasadizos o estancias secretas que en ella hubiera, imaginando que su
tío tendría guardadas joyas y tesoros en aquel viejo caserón.
En
relación con los otros cuadros intentó ponerse en contacto con sus
dueños, sin éxito, pero él sabía que tarde o temprano acabaría
dando con ellos porque confiaba en
el mensaje secreto de su perla.
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