La niña del pizarrín - Marian Muñoz



                                     
                                                 



Hoy no tenía ganas de nada, algo que últimamente le pasaba mucho, la galbana podía con él, sólo quedaba esperar que se le pasara, su vida no tenía mayor aliciente que sobrevivir día a día, minuto a minuto comprobando que nada cambiaba.
Pronto haría ya año y medio metido en aquella habitación a la que se había mudado después de dos años en el Hospital de tetrapléjicos, donde había ido a parar tras el accidente. No había querido recordar nada, ni siquiera si había viajado sólo o en compañía en aquel avión, ni qué había sido del resto del pasaje. Había tomado la decisión de no pensar en el pasado y vivir segundo a segundo de esa nueva vida a la que se enfrentaba.
Tuvo que mudarse al caserón que su tío abuelo les había dejado al morir. Una casa grande y vieja que no habían podido vender, pero que habían habilitado para que él viviera con las comodidades que su nuevo estado le exigía.
Lo que era la antigua biblioteca y despacho de su tío Ginés había sido adaptado para ubicar su cama articulada y poder moverse ampliamente con su silla de ruedas. Todo lo demás estaba igual, las paredes atestadas de libros en las estanterías, los cortinones opacos y ajados por el tiempo, los cuadros que tanto había admirado de niño y que ahora eran mudos compañeros de sus penurias.
Gracias al personal que le atendió en el hospital había conseguido algo de movilidad en las manos y los brazos, día a día hacía progresos que le permitían tener más fuerza y coordinación en sus movimientos, eso al menos le facilitaba acercarse a las estanterías para coger algún libro con el que entretenerse, que no fuera pesado ni voluminoso. El poder usar el mando de la televisión o el teclado del ordenador era un logro que le ayudaba a matar los momentos en que se encontraba sólo, para su gusto demasiados, pero ya se había acostumbrado.
Gracias a la indemnización que el abogado de su madre había conseguido sacar a la compañía aérea, tendría suficiente dinero para vivir así lo que le quedaba de vida, en aquella casa con otras dos personas, la cocinera-ama de llaves y Rosina quien le atendía en las comidas y le limpiaba la habitación. Sus padres debido a su trabajo se pasaban el año fuera del país y su hermana estaba interna fuera de la ciudad, no sabía por cuanto tiempo pero esa iba a ser su vida en adelante, sólo y atendido por estas mujeres.
Tenía una rutina bien establecida: por las mañanas tras el desayuno a las 8,30 que le traía Rosina venía Pedro para asearle y ayudarle a vestirse, después a las 10 era el turno del fisioterapeuta que durante una hora, a veces de suplicio y con charla amena, conseguía desentumecer sus contraídos músculos. Gracias a él consiguió dominar la silla de ruedas y sus dedos ya iban acordes con su mente para dirigir con acierto los mandos o el teclado sobre donde solía posarlos. El resto del tiempo, salvo las comidas, estaba solo. Sus amigos de infancia solo le mandaban mensajes por el Tuenti o el Twitter, pero no le visitaban. Dejó de curiosear por internet las fotos que ellos colgaban de sus fiestas o amoríos, porque sólo le inspiraban envidia y sentía que eso no le ayudaba.
Pero aquel día algo le pasaba, tal vez el cansancio de la sesión del fisio de esa mañana o que hacía más de un mes que su hermana no se escapaba del internado para ir a verlo. No tenía ganas de leer, ni la tele le entretenía y el ordenador ¿para qué? Nada nuevo iba a encontrar en él, así que dejó vagar la vista por aquellas paredes y se fijó en los cuadros que colgaban de ellas. Enfrente estaba el de su tío abuelo Ginés cuando era joven, al que siempre le contaba sus cuitas y sus más profundos pensamientos y que por supuesto nunca le replicaba, y en un lateral estaba el de aquella niña del pizarrín, retrato de una colegiala de pelo castaño que vestida con ropas sencillas llevaba colgado de un brazo un cesto de mimbre con una labor de punto y en el otro un pizarrín con números escritos y una libreta toda vieja y gastada. La placidez que su mirada le inspiraba hizo que saliera de esa modorra y se fijara más en el cuadro, aparentemente no tenía firma de su autor, pero en el marco del pizarrín había dos letras que tal vez pudieran ser las siglas del mismo. Intrigado se dirigió al ordenador para ver si conseguía averiguar algo más del cuadro, buscó y rebuscó por internet por si existiera alguno parecido o de estampa similar, y nada. Eso le hizo afianzarse en la voluntad de encontrar algo que le permitiera adivinar quién era aquella niña. Al final sus esfuerzos se vieron premiados, no sólo encontró uno, sino hasta quince cuadros similares, siendo niños o niñas quienes aparecían en ellos, y todos tenían un pizarrín lleno de números escritos. Según podía leer entrelíneas se trataba de cuadros que aparecían en casas de masones y que de momento nadie había conseguido averiguar por qué o cuál era su significado.
Disponía de todo el tiempo del mundo para cavilar sobre lo que aquellos números podían contar, los copió en un papel y se dispuso a realizar operaciones aritméticas con ellos, pero el resultado de las mismas nunca era el del pizarrín, o se trataba de un error del pintor o estaba hecho adrede y eso le intrigaba aún más. Comprobó que los números que había en el resto de cuadros coincidía con los que había en el suyo, así que evidentemente no se trataba de un error, era una clave y tarde o temprano iba a dar con ella.
Esa noche malamente durmió pensando en aquellos dichosos números, soñó que la niña le hablaba y le contaba lo que ansiaba tanto, que esos números le llevarían a un tesoro escondido en aquella casa. Al levantarse por la mañana y tras impacientemente librarse de todo el personal que le atendía, volvió a quedarse solo, y comenzó a mirar los números con otra perspectiva. Tal vez no fueran números, sino letras. Uno por uno los fue trasladando al alfabeto y allí estaba el mensaje completo “Busca enfrente de mí……”.
Se fijó en la pared de enfrente, donde había dos estanterías repletas de libros separadas por un espacio vacío que tenía un pomo redondo del que colgaba un letrero antiguo que ponía “SILENCIO”. Descolgó el letrero y giró el pomo. Al instante las estanterías se separaron dejando una abertura que daba a una estancia pequeña alumbrada por un ventanuco en el techo, en medio de la misma y como único ocupante, había una especie de peana que soportaba un acuario. Intrigado por el hallazgo consiguió con mucho trabajo adentrarse en aquel espacio y contemplar el agua, los peces, las algas y una pequeña ostra situada exactamente en el centro de la composición.
No entendía nada. Había conseguido descifrar los números del pizarrín, pero ahora tenía delante otro enigma, ¿Qué significaba aquello? Salió de la estancia y se fijó de nuevo en el cuadro por buscar alguna referencia al acuario, pero no encontraba nada. ¡Espera un momento! Del cuello de la niña colgaba una cadena que sostenía una perla beis, tal vez sí quería decir algo, puesto que en el agua había una ostra. ¿Cómo iba a abrirla sin dar explicaciones a los demás?
¡Qué grande era el tío Ginés! En una de esas estanterías siempre había un abrecartas, seguro que eso le ayudaba a abrir la ostra. Giró en redondo para cogerlo y se introdujo de nuevo en la estancia, sacó la ostra del agua y con gran dificultad por sus torpes manos, finalmente pudo abrirla. Allí dentro estaba, la perla beis; dejó la ostra de nuevo en el agua y tras meter la perla en la alforja que tenía en su silla de ruedas, salió de allí, giró en sentido inverso el pomo y las estanterías volvieron a su posición original. Colgó de nuevo el letrero como siempre estaba, y empezó a reflexionar ¿Sólo es una perla o es algo más?
Tiene que haber alguna explicación sobre ella, pero la mañana había transcurrido rápida y ya era la hora de comer. Rosina apareció con la bandeja de la comida: – Pero señorito ¿Cómo esta tan mojado? ¡Venga que le cambio la ropa en un momento antes de que coja un resfriado! - No había notado que al sacar la ostra del agua se había empapado y ahora estaba pasando la vergüenza de que Rosina creyera que se había meado. La superó tras dar buena cuenta de la comida y quedarse de nuevo solo con aquella intriga.
Continuaba cavilando cuando se dio cuenta de que justo donde se posaba el abrecartas había un libro extraño. Lo abrió. Parecía escrito en japonés del que no entendía nada, pero fijándose en los dibujos al final del mismo encontró lo que buscaba. Perlas de diferentes colores y debajo de cada una había un texto. Como estaba en otro idioma no sabía lo que decía, pero tras mucho esfuerzo, en un traductor de internet consiguió copiar el texto de la perla beis “肯定的な攻撃によるセキュリティで保護された成功que al traducirlo decía “Éxito asegurado en hazañas positivas”. La verdad es que se quedó como estaba, seguía sin entender nada, pero al menos, ya conocía el mensaje de la perla.
Esa noche durmió de un tirón, no soñó con el cuadro ni con los números, y quizás debido a ello al día siguiente se encontraba de buen humor, y mucho mejor se le puso cuando al hacer los ejercicios con el fisioterapeuta notó que sus piernas respondían con movimientos reflejos, ni el fisio ni él sabían que pasaba pero desde luego era alentador ver que empezaban a despertarse.
Cuando llegaron las Navidades decidió celebrarlo en aquella casa invitando a sus padres y a su hermana, pues tenía pensado darles una sorpresa. Ya caminaba con andador y creía que un día no muy lejano volvería a hacerlo solo. Lo que no pensaba contarles era que se recorría día tras día las habitaciones de la casa fijándose en los cuadros que colgaban de sus paredes, ya que estaba dispuesto a descubrir pasadizos o estancias secretas que en ella hubiera, imaginando que su tío tendría guardadas joyas y tesoros en aquel viejo caserón.
En relación con los otros cuadros intentó ponerse en contacto con sus dueños, sin éxito, pero él sabía que tarde o temprano acabaría dando con ellos porque confiaba en el mensaje secreto de su perla.


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