Ver las orejas al lobo - Cristina Muñiz Martín

                                                 



Había una vez tres cerditos, Mayor, Mediano y Pequeño, que vivían con su madre en medio del bosque. Los tres habían abandonado los estudios y pasaban los días delante del ordenador o intercambiando wasaps con los amigos, menos el fin de semana, que salían de fiesta desde la tarde del viernes hasta bien entrado el domingo. La madre cuando llegaba a casa, agotada tras jornadas de diez horas de trabajo, la encontraba hecha un desastre: las camas sin hacer, los suelos sucios, la ropa tirada por todas partes, las toallas por el suelo del baño, la cocina con restos de comida, la mesa sin recoger...La madre los reñía pero a los tres cerditos sus palabras les entraba por un oído y les salía por el otro.
Un viernes por la mañana, la madre, que había pensado y sopesado mucho su decisión, los mandó sentarse en el sofá donde escucharon atónitos que ya eran suficientemente mayores como para abandonar la casa y buscarse la vida. Los cerditos no lo podían creer. Cómo iba mamá a echarlos de casa, de su casa. Se miraron unos a otros, incrédulos y asustados. No, no podía ser, pensaban los tres, solo nos quiere dar un susto. Pero la madre estaba seria, mucho más de lo acostumbrado, y en su mirada vieron una determinación desconocida. Les dijo que esperaran un momento, que no se movieran del sofá, mientras ella les iba a buscar una sorpresa. Los cerditos relajaron sus nervios. Mamá les había gastado una broma. Iba a darles una sorpresa. Qué será, se preguntaban los tres, sentados en el sofá como tres jóvenes educados y sensatos.
La cara les cambió cuando vieron aparecer a su madre con tres maletas. Una negra para Mayor, una azul para Mediano y una roja Pequeño. Los cerditos no lograban articular palabra. No solo era que mamá les diera una maleta, sino que, además, las maletas eran muy pequeñas.
--Aquí tenéis. Ya sois mayores de edad y creo que ha llegado el momento de que os busquéis la vida. No es tan difícil, tan solo hay que tener ganas de trabajar.
--Pero mamá –dijo Pequeño-- nosotros no tenemos ganas de trabajar.
--Pero yo si tengo ganas de que lo hagáis. Asi que no hay nada más que hablar. Haced lo que creáis conveniente para vivir por vuestros propios medios. No dudo que lo haréis en cuanto veáis las orejas al lobo.
--¿Las orejas a Lobo? --dijeron los tres al unísono. Pero si Lobo es amigo nuestro.
--No me refiero a Lobo, sino al lobo. Tranquilos, no tardaréis en entenderlo.
--Pero mamá ¿dónde vamos a dormir? --preguntó Pequeño, con cara de desolación.
--Siempre que os mando hacer algo me decís que no podéis. Sin embargo, siempre tenéis tiempo para echar una mano a vuestros amigos. Habéis ayudado a montar armarios y estanterias de Ikea, a pintar paredes, a colocar suelos o barras de cortinas. En cambio, en casa nunca arrimáis el hombro, más bien al contrario, no hacéis más que darme trabajo, así que se acabó. Ya sois mayores y yo ya he cumplido con mi función de madre. Pedid ayuda a vuestros amigos.
Los cerditos, desconcertados, salieron de casa con sus maletas. Mamá no los había dejado llevarse los ordenadores, ni las tablets, ni tan siquiera los móviles. Había dicho que todo eso lo había pagado ella, por lo tanto le pertenecía. ¿Qué iban a hacer sin esas cosas tan importantes? Bueno, como había dicho mamá, no tenían más que buscar a sus amigos y asunto solucionado.
Los tres cerditos emprendieron el camino a su nueva vida llena de interrogantes y de peligros. No hacía ni diez minutos que habían salido de casa cuando apareció Lobo.
--¿A dónde vais con esas maletas? --preguntó sorprendido.
--Mamá nos ha echado de casa y no tenemos a dónde ir ¿podemos quedar en la tuya? --preguntó Mediano.
--Uy, no , ni hablar. Ya sabéis que solo tengo un cuarto.
--Pero vives solo y nosotros podemos dormir en el suelo, no te preocupes.
--Ya, pero es que...bueno, el caso es que...
--Venga, desembucha y no nos hagas perder el tiempo –dijo Mayor un tanto enfurruñado.
–Que por fin me ha dicho que sí, tíos --dijo Lobo dando saltos de alegría-- que esta misma noche se escapa de casa y viene a vivir conmigo. Así que, como comprenderéis, en mi casa no podéis quedar. Lo siento amigos. ¡Cést la vie!
--¿Amigos? Un amigo no deja tirado a otro por una chica. A ver ¿quién te arregló el ordenador la semana pasada? ¿y quién te dejó un móvil prestado cuando se estropeó el tuyo? ¿Y quién te ayudó a pintar la casa? Mis hermano y yo, por si no lo recuerdas.Tú no eres amigo nuestro, eres un traidor. Adiós –dijo Mayor muy orgulloso, dejando a Lobo en medio del camino, viendo como los tres hermanos marchaban en fila india sin mirar atrás, con la cabeza muy alta.
Los hermanos continuaron su camino maldiciendo su mala suerte y deseándole mala suerte también a Lobo, al que ninguno de los tres pensaba volver a dirigir la palabra. De pronto, apareció ante ellos la casa de la abuelita de Caperucita , a la que se encaminaron felices y contentos, pensando que, de momento, tendrían un refugio para ellos y sus maletas. Pero según se iban acercando oyeron risas y música de rock an roll a todo volumen. Se miraron confusos y llamaron a la puerta. Abrió la abuelita, toda acalorada, vestida con ropa como si tuviera cuarenta años menos y hablando como si tuviera encima cuarenta copas de más. A través de la puerta entreabierta una voz melosa la reclamaba. Era el cazador, vestido, por decir algo, con un minúsculo delantal, mientras meneaba su cuerpo al ritmo de la música.
La siguiente puerta a la que llamaron fue a la de Cenicienta, pensando que por lo menos ella les echaría una mano, dejándoles dormir aunque fuera en la cuadra. Pero Cenicienta no estaba pues, según supieron por un criado, se había líado con un titirritero y había escapado de casa dejando solas a la madrastra y a sus hijas que, por supuesto, no los dejaron ni tan siquiera acercar los hocicos a la puerta de su mansión.
Blancanieves, además de su amiga, era muy buena, así que se dirigieron a la casita que compartía en el bosque con los enanitos. Pero Blancanieves, aunque con buenas palabras, les dijo que no, que no estaba dispuesta a ponerse a hacer más cenas ni más camas, que bastante tenía con los siete enanitos que, aunque pequeños, eran bastante desordenados y vagos. Además, los tenía con gripe, a los siete, y estaba cansada y estresada. En ese momento en lo único que pensaba era en tomar un cacao caliente y meterse en la cama.
Los cerditos ya estaban cansados de vagar todo el día buscando un sitio donde pasar la primera noche de su supuesta independencia cuando se encontraron con La Bella Durmiente, pero ésta, en cuanto empezaron a hablar los tres atropelladamente, los miró con fastidio, emitió un bostezo desmesurado, y al momento quedó dormida.
Su siguiente visita fue a Pinocho, seguro que él y su padre los dejaban quedarse en su casa. Pero Pinocho ni tan siquiera les abrió la puerta, porque ese día había dicho tantas mentiras que no le había quedado más remedio que meter la nariz por la chimenea pues chocaba contra todas las paredes. Además, tampoco le apetería que lo vieran así sus amigos, le daba vuergüenza.
Gato con Botas había salido en una de sus excursiones en busca de líos y Soldadito de Plomo estaba participando en una batalla muy importante por lo que les abrió la puerta, les dijo que no podía hacer nada por ellos, y se la cerró en las narices.
¿Y si hacemos una casita de paja? --preguntó Pequeño a sus hermanos--. No seas tonto --respondió Mayor-- una casita de paja no nos sirve ¿no ves que la puede derribar el viento aunque sea flojo? Y no te digo nada si le da por llover.
Pues una de madera estaría bien --dijo Mediano--. Sí, si --gritó Pequeño alborozado-- Las casas de madera son bonitas y resistentes. Podemos buscar unos troncos y hacerla nosotros mismos.
Mayor se dio cuenta en ese momento que sus hermanos y él debían madurar si querían salir adelante. Los troncos había que cortarlos y prepararlos para hacer una casa y eso llevaba tiempo y trabajo, además de contar con los permisos municipales, que esa era otra. Y como ninguno de los tres tenía dinero había que seguir buscando asilo en casa de algún amigo que, visto lo visto, dudaba les quedara alguno. Les dijo todo eso a sus hermanos, así como que no les quedaba más remedio que buscar trabajo. Quedaron en ir de fiesta hasta la tarde del domingo y empezar a buscar trabajo el lunes temprano, aunque de momento seguían necesitando un lugar donde dejar las maletas y una cama que acogiera sus cuerpos cansados cuando finalizara la fiesta.
En el otro extremo del bosque, Caperucita, esperaba nerviosa por sus amigas que ya se estaban retrasando, porque para salir de casa por la noche tenía que ir acompañada de las sosas de Blancanieves, Cenicienta y la Bella Durmiente, según su madre tres chicas muy sensatas. Tres muermos, diría ella. La una quejándose siempre de los siete enanitos, que si son unos guarros, que si no piensan más que en comer, que siempre les tengo que dar cuentas de a dónde voy y con quién. La otra soñando siempre con su príncipe azul. Y para rematar, la tercera, quedándose dormida como una tonta en cualquier sitio ¡Menuda pandilla le había tocado! Y esa cantinela todos los fines de semana. Esa noche, Caperucita había discutido con su madre y había callado ante el riesgo de que la castigara sin salir, aunque había quedado con las ganas de soltarle cuatro frescas. Mucho miedo que tenía cuando salía de noche pero no se preocupaba lo más mínimo cuando la mandaba todos los días a casa de la abuelita a través del bosque. Y total, para lo que le mandaba: un poco de pan, mortadela de la barata, y una botella de vino. ¡Menuda alimentación! No, si su madre con tal de no cocinar. Y de quitarla a ella de enmedio también. ¿Por qué si no la mandaba a ella a casa de la abuelita? Para ver tranquilamente la telenovela de turno, lo sabría ella, ni que fuera tonta. Sí, a su madre a vaga no la ganaba nadie. Además, aparte de ser mala madre y mala hija estaba emperrada en que llevara siempre esa capa roja con capucha que le había hecho la abuela. Que esta también, mejor le hubiera dado a ella los cincuenta euros que le costó la tela. Pero bueno, como no hay mal que por bien no venga, en esas idas y venidas le había dado tiempo a conocer al hombre de su vida, a Lobo. Al principio era demasiado tímido y la vigilaba escondiéndose tras los árboles pero luego ya fue cogiendo confianza, y ya se atrevía a decirle cosas que, hombre, bonitas bonitas no le parecieron al principio, aunque luego se fue acostumbrando. Lo de que le iba a dar unos mordisquitos fue lo más la inquietó porque no lo entendía muy bien, pero lo miró en un libro en la biblioteca y vio que eso era de lo más normal entre enamorados. Así que había decidido escaparse de casa para ir a vivir con él. Sólo le faltaba que llegaran esas pesadas para que su madre la dejara salir.
Un golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos. Caperucita abrió y se encontró con los tres cerditos. Entornó la puerta para que su madre no los viera y les preguntó de malas maneras qué hacían allí con aquellas maletas. Ellos le contaron su historia y le pidieron ayuda. Caperucita no estaba dispuesta a perder el tiempo ayudando a sus amigos porque Lobo la esperaba y ya se estaba haciendo tarde. Entonces Mayor le dijo que no contara esa noche con Blancanieves porque tenía malos a los enanitos, que Cenicienta se había escapado con un titiritero y que La Bella Durmiente ya estaba como un tronco.
--¿Qué pasa Caperucita, con quién hablas? --prenguntó la madre.
--Son los tres cerditos, mamá.
--¿Qué quieren?
--Pues –improvisó Caperucita.-- verás mamá, que por lo visto en el camino que lleva a la fiesta se ha ido la luz y para que no vinieran ellas caminando en la oscuridad los tres cerditos se han ofrecido a venir para acompañarme ¿verdad que son unos caballeros mamá? --preguntó ella mirando con candidez a su madre.
--Sí, claro, diles que pasen, quiero verlos.
Caperucita les hizo señas para que su madre no vieran las maletas y los tres cerditos entraron.
--Hola, chicos –dijo la madre. Me gusta mucho vuestro gesto ¿Os apetecen unas galletas?
Mayor recogió las galletas, mientras Mediano, a una indicación de Caperucita sacaba la cesta donde ella había metido sus cosas sin que su madre se enterara. Una vez fuera la acompañaron hasta la casa de Lobo con la ilusión de que los mandara pasar. Pero en cuanto abrió la puerta, Lobo cogió a Caperucita de la mano y los dos se perdieron en el interior de la casa. Los tres cerditos quedaron solos, hambrientos y agotados, en medio de la noche.
Los hermanos se sentaron sobre las maletas que llevaban arrastrando todo el día y comieron con ansia las galletas que, aunque rancias, calmaron un poco su hambre. Después, hablaron sobre qué podían hacer. De fiesta ya no les apetecía salir, estaban demasiado cansados. Además, no iría ninguno de sus amigos, o mejor dicho, no les quedaba ningún amigo con quien ir de fiesta ni a ningún sitio.
Sin decir palabra, como si pudiesen leer cada uno los pensamientos del otro, se levantaron y se encaminaron hacia su casa. Llamaron. Abrió mamá.
--Hola, chicos, realmente creía que ibáis a volver antes ¿Ya habéis visto las orejas al lobo?
--Sí, mamá –respondieron los tres al unísono.
Los tres cerditos, tras una apetitosa cena, fueron cada uno a su habitación, donde durmieron en una cama cómoda y confortable. El sábado lo emplearon en ayudar a mamá a limpiar la casa y a cortar el césped del jardín y el domingo a preparar sus currículums.
Tiempo después, ya con trabajo, los tres fueron abandonando la casa materna para vivir su vida. Mamá los fue despidiéndo con lágrimas en los ojos, orgullosa de sus tres hijos.





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