Redmouse - Marian Muñoz


                                             


Era evidente que su familia estaba pasando apuros económicos, no le compraban vestidos, ni lápices de colores, y sólo utilizaba los libros de la escuela, la comida escaseaba y muchas noches se acostaba tras haber masticado muy lentamente un mendrugo de pan, más parecía que todo iba a cambiar.
Le habían encontrado trabajo en una Clínica de Salud, no sabía muy bien cuál sería su cometido, pero estaba deseando arrimar el hombro para que todo comenzara a irles mejor.
Esa mañana madrugó más que nunca, quería llegar a tiempo a su lugar de destino y causar buena impresión desde el primer día. Tenía que tomar el autobús 37, el que tenía el recorrido más largo en la ciudad, ya que la Clínica se encontraba muy a las afueras y caminando hubiera tardado tres o cuatro horas, llegando cansada para trabajar y eso no le interesaba, quería rendir todo lo que fuera posible, tal y como hacía en la escuela y en su casa, teniéndola siempre limpia y recogida, algo que a sus hermanastras parecía no importar.
En la siguiente parada a la suya se subió un personaje muy peculiar, iba bien trajeado, en el bolsillo de su chaleco guardaba un reloj, atado a una cadena, que continuamente miraba, y no paraba de decir ¡Uy que prisa tengo! ¡Uy que prisa tengo!
Era de lo más gracioso, apenas levantaba un palmo del suelo, incluso ella era de más estatura, pero emanaba una imagen de autoridad y seriedad que la encandiló. En la parte trasera de su traje emergía una colita blanca y redonda, y sobre sus largas orejas sostenía una chistera. Sus pies eran grandotes en comparación con su pequeño cuerpo, pero eso sí, no callaba en todo el rato diciendo siempre lo mismo ¡Uy que prisa tengo! ¡Uy que prisa tengo!
Por fin llegó a la parada de la Clínica y se bajó, hizo lo propio aquel personaje, que con rapidez y granes zancadas le tomó la delantera, en la misma dirección. Pensó que tal vez sería un doctor del Centro, y llegaba tarde a su consulta. Traspasó la verja de entrada al edificio y ella detrás, pero en vez de dirigirse a la amplia puerta de entrada se desvió por un lateral hacia un gran roble, giró por un lado y desapareció. La curiosidad le picaba, así que le siguió y comprobó que en aquel árbol había una pequeña puerta por donde el señor Conejo Blanco había desaparecido.
No tenía mucho más tiempo y se dirigió hacia la puerta de la clínica, en otra ocasión comprobaría a donde daba aquella entrada, tal vez fuese un atajo para acudir a su trabajo.
Tras el sonido de una gran campana la puerta se abrió, y apareció una vieja señora huesuda, con un abrigo de pieles blanco con manchitas negras, el pelo negro y canoso, chupando una boquilla fina y muy larga que soportaba un cigarrillo consumido.
Con voz estridente y altanera la ordenó pasar, le enseño muy por encima las estancias de abajo y la llevó directamente a un gran armario, donde se guardaban los elementos de limpieza, y una bata gris, que ella debía ponerse, su primera tarea era pasar la aspiradora por esa planta y luego ir subiendo por las escaleras al piso de arriba, donde ya le iría diciendo lo que tenía que hacer. -- Por cierto mi nombre es Cruella y debes tratarme de usted, le dijo.
Le llevó su tiempo limpiar todo aquello, pero como no había un alma le resultó fácil hacerlo. Al llegar a las escaleras comprobó que en cada rellano había un enchufe, era muy raro, pero le vino bien para subir por ellas y seguir limpiando.
Cuando ya casi estaba llegando al primer piso empezó a toser, alguien más arriba estaba tirando polvo hacia abajo, y lo estaba tragando. Dejó la aspiradora y subió unos escalones para avisar que estaba allí, y al asomarse vio como una ratita con su escoba barría la escalera. La oía cantar -- “Limpio mi casita, lalaralalita”.
--Oiga por favor, señora ratita, no me tire el polvo a mí que estoy trabajando aquí, le dijo la niña.
--¡Uy perdón! Es que no suele haber nadie por la escalera.
Se tapaba sus ropas con un delantal de colores, y en el rabito llevaba un lacito rosa brillante, igual que otro que lucía en su cabeza.
--Ratita, ratita, ¿quieres limpiar conmigo?
--Y por las noches ¿Qué harás?
--Dormir y…… roncar.
--¡Uy, entonces no!
Y se marchó, desapareciendo por un pasillo.
Siguió su tarea y llegó a la planta de arriba, se paró un momento por si aparecía Doña Cruella, pero fue entonces cuando oyó llorar muy desconsoladamente. Dudaba si dirigirse hacia el lloro o si esperar a la vieja señora. Tanto se le encogía el corazón con aquel llanto que hacia él se dirigió. Entro en una habitación pequeña y con escasos muebles, y cerca de una cama había un pequeño charco, no veía a nadie, sin embargo seguía oyendo llorar.
El llanto provenía del charco, acercándose pudo comprobar con dificultad quien estaba llorando. En la cómoda había unas gafas, que se le ocurrió ponerse y fue entonces cuando le vio, un hombrecillo verde bien trajeado como todos los que había visto hasta ahora en aquel lugar, incluso llevaba un sombrero chistera muy simpático, pero no era momento de risas, así que le preguntó.
--¿Por qué llora señor?
--Es que no soy capaz de encontrar a mi amigo.
--¿Quiere que le ayude a buscarlo?
--No si tú tampoco podrás.
--¿Pero no está en la Clínica?
--No, aquí estoy yo porque ando muy deprimido por no poder encontrarle.
Por un momento paró de llorar, y pudo contarle que antes podía saber fácilmente donde se hallaba su amigo, porque en cuanto mentía le crecía la nariz, y como era de madera, lo localizaba fácilmente. Pero el Hada Madrina le había hecho la faena de convertirlo en humano, y aunque de sobra notaba cuando mentía, eran tantos los humanos que lo hacían, que le entorpecían en su búsqueda, y ya no conseguía encontrar a su amigo, con la de aventuras que habían pasado juntos.
--¡Ay creo que ya se quien es su amigo! Se llama Pinocho ¿verdad?
--Sí, así es.
--Y usted es……
--Pepito Grillo, sí.
--Pues mire, no se preocupe que yo le ayudaré, diré a mis hermanastras que envíen un mensaje por Twitter o por Facebook, es que yo soy pequeña y esas cosas no las sé hacer.
--Claro tú eres una preadolescente.
--Pollita, me gusta más pollita.
--Bueno y ¿cuál es tu nombre?
--Cinderella, aunque en casa me llaman Cenicienta, porque me encargo de limpiar la ceniza de la cocina y la chimenea.
Casi había anochecido cuando acabó su turno de trabajo, toda la Clínica estaba reluciente y se encontraba muy orgullosa por ello. Tomó el autobús de vuelta y no se tropezó con el conejo apresurado. En el viaje no paraba de dar vueltas en su cabeza como pediría a sus hermanastras que ayudaran a Pepito Grillo, ellas sólo se ocupaban de estar guapas y elegantes para poder casarse, algo que todavía le faltaba mucho.
Nada más llegar a casa tuvo que dirigirse a la cocina para preparar la cena, mientras lo hacía aparecieron Gus y Jaq, sus amigos ratones, y entre corta, pela y cuece les contó el problema de Pepito Grillo. Sus amigos le desaconsejaron que dijese nada a sus hermanastras, porque se reirían de ella y no harían nada. Pero se les ocurrió que ellos tenían muchos amigos, que a su vez tenían amigos, que a su vez tenían amigos por todo el mundo, y que si hablaban con ellos, entre todos podrían dar con el paradero de Pinocho.
Le pareció buena idea, y tras una escasa cena, se acostó.
A la mañana siguiente tuvo grandes noticias, a través de la red ratonil habían localizado a Pinocho y le pusieron en contacto con Pepito Grillo, por lo que ya podrían verse y curar la depresión de éste último.
Pero lo más asombroso es que a la puerta de su casa apareció Mark Zuckerberg, buscando a Cinderella, la quería contratar para su empresa, porque decía que era una niña muy avispada, y había logrado crear una red ratonil fabulosa, tanto como su Facebook, y vislumbraba que tendría un gran futuro en la informática. Ofreciéndole un gran puesto de trabajo y todo aquello que quisiera pedirle.
Ni que decir que Cinderella/Cenicienta se largó, dejó colgadas a sus hermanastras y su madre, se llevó consigo a sus amigos Gus y Jaq y como ya os imaginareis. ¡Colorín, colorado, este cuento se ha acab





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