Moreno, pelo largo y con gafas - Rufino García Álvarez


                                                             

La pastelería en la que trabajaba había cerrado, estaba en el paro y desesperado. El subsidio no me llegaba para pagar el alquiler y las posibilidades de encontrar un nuevo trabajo a corto plazo eran más bien escasas. Decidí mudarme a un piso con habitaciones compartidas como en la época de estudiante. Los recordaba pequeños, destartalados, con muebles viejos e inservibles y en general, malolientes. Sentí un estremecimiento, 51 años, sin un euro ni trabajo y volviendo a un piso de estudiantes.

Buscando por Internet, una oferta llamó poderosamente mi atención; un piso de alquiler como el que tenía por tan solo 150 euros al mes. Pero aún me sorprendieron más las condiciones que se le pedían al inquilino: “Varón, de 50 a 55 años, moreno, pelo largo y con gafas” Parecía el típico anuncio gancho de alguna campaña publicitaria. Yo cumplía todos los requisitos y estaba tan al límite que decidí llamar. Me atendió muy amablemente un chico joven que me citó para el día siguiente a las 11:00. Me dijo que preguntara por Ana.

Llegué cinco minutos antes. Era un tercero sin ascensor. Subí y llamé al timbre. Oí un pesado arrastrar de pies tras la puerta. “¿Quién es?, dijo una débil voz. “Ana, buenos días, vengo por lo del alquiler” contesté. Abrió lentamente la puerta y pude ver a una mujer de unos 50 años, ligeramente encorvada, de aspecto frágil y unas gafas de gruesos cristales. Cuando levantó la vista, me miró sorprendida y gritó “¡Tú!”, y echando mano al paragüero cogió un paraguas y me lo estrelló en la cabeza. “Largo de aquí, sinvergüenza” decía mientras intentaba seguir golpeándome. Bajé saltando los escalones de tres en tres, asustado, mientras ella gritaba por el hueco de la escalera: “Serás cabrón, vuelve con tu putita”. Y cerró dando un portazo.

Descompuesto y visiblemente alterado entré en la confitería de la esquina. El dueño aguantó como pudo la risa y preguntó en tono burlón, ¿te alquiló Ana el piso? Le miré desconcertado. Luego, ya más en serio, me contó la triste historia de Ana. Su marido, a quien yo era clavadito, había sido dado por desaparecido cuando se hundió su barco. Ana estaba bastante enferma y su hijo prefirió ocultárselo diciéndole que se había ido con otra. Podía soportar la infidelidad pero no su muerte. Cuando el médico le dijo que las subidas de adrenalina eran beneficiosas para su enfermedad, a su hijo se le ocurrió esta idea tan peregrina de la que todos los vecinos eran un poco cómplices.

Le volví a mirar, sonreí, y ya más calmado le dije: "Soy pastelero y estoy en paro, ¿No necesitará un ayudante, verdad?"

Y aquí estoy, de dependiente de la confitería, con el pelo corto y unas lentillas. Ana es buena clienta aunque a veces siento que me mira con cara de sospecha. Tal vez sea porque cuando noto que está peor, me pongo las gafas, una peluca y llamo a su timbre. Ya soy un maestro esquivando paraguazos.


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