La
pastelería en la que trabajaba había cerrado, estaba en el paro y
desesperado. El subsidio no me llegaba para pagar el alquiler y las
posibilidades de encontrar un nuevo trabajo a corto plazo eran más
bien escasas. Decidí mudarme a un piso con habitaciones compartidas
como en la época de estudiante. Los recordaba pequeños,
destartalados, con muebles viejos e inservibles y en general,
malolientes. Sentí un estremecimiento, 51 años, sin un euro ni
trabajo y volviendo a un piso de estudiantes.
Buscando
por Internet, una oferta llamó poderosamente mi atención; un piso
de alquiler como el que tenía por tan solo 150 euros al mes. Pero
aún me sorprendieron más las condiciones que se le pedían al
inquilino: “Varón, de 50 a 55 años, moreno, pelo largo y con
gafas” Parecía el típico anuncio gancho de alguna campaña
publicitaria. Yo cumplía todos los requisitos y estaba tan al límite
que decidí llamar. Me atendió muy amablemente un chico joven que me
citó para el día siguiente a las 11:00. Me dijo que preguntara por
Ana.
Llegué
cinco minutos antes. Era un tercero sin ascensor. Subí y llamé al
timbre. Oí un pesado arrastrar de pies tras la puerta. “¿Quién
es?, dijo una débil voz. “Ana, buenos días, vengo por lo del
alquiler” contesté. Abrió lentamente la puerta y pude ver a una
mujer de unos 50 años, ligeramente encorvada, de aspecto frágil y
unas gafas de gruesos cristales. Cuando levantó la vista, me miró
sorprendida y gritó “¡Tú!”, y echando mano al paragüero cogió
un paraguas y me lo estrelló en la cabeza. “Largo de aquí,
sinvergüenza” decía mientras intentaba seguir golpeándome. Bajé
saltando los escalones de tres en tres, asustado, mientras ella
gritaba por el hueco de la escalera: “Serás cabrón, vuelve con tu
putita”. Y cerró dando un portazo.
Descompuesto
y visiblemente alterado entré en la confitería de la esquina. El
dueño aguantó como pudo la risa y preguntó en tono burlón, ¿te
alquiló Ana el piso? Le miré desconcertado. Luego, ya más en
serio, me contó la triste historia de Ana. Su marido, a quien yo era
clavadito, había sido dado por desaparecido cuando se hundió su
barco. Ana estaba bastante enferma y su hijo prefirió ocultárselo
diciéndole que se había ido con otra. Podía soportar la
infidelidad pero no su muerte. Cuando el médico le dijo que las
subidas de adrenalina eran beneficiosas para su enfermedad, a su hijo
se le ocurrió esta idea tan peregrina de la que todos los vecinos
eran un poco cómplices.
Le
volví a mirar, sonreí, y ya más calmado le dije: "Soy
pastelero y estoy en paro, ¿No necesitará un ayudante, verdad?"
Y
aquí estoy, de dependiente de la confitería, con el pelo corto y
unas lentillas. Ana es buena clienta aunque a veces siento que me
mira con cara de sospecha. Tal vez sea porque cuando noto que está
peor, me pongo las gafas, una peluca y llamo a su timbre. Ya soy un
maestro esquivando paraguazos.
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Me encantó . Enhorabuena!
ResponderEliminarMe encantó . Enhorabuena!
ResponderEliminarMuchas gracias Elvira. Me alegra mucho.
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