La
primera vez que salí a navegar con mi padre estaba loco de contento,
recuerdo que tan sólo tenía seis años. Mamá quedó en el puerto y
nos decía adiós con un pañuelo blanco. Al perderla de vista me
acerqué a mi padre que estaba junto al timón y él me puso su gorra
de capitán. Las olas nos mecían acompasadamente, pero no me sentí
mal, era como si hubiese nacido en alta mar. Mi padre iba orgulloso
de mí, de ver que ni me mareaba, ni vomitaba. Al cabo de un rato
papá paró la embarcación y colocando mi caña y luego la suya,
comenzó a enseñarme como se lanzaba el anzuelo y se recogía. Nos
sentamos a esperar mientras me contaba historias de cuando él era un
crio e iba a pescar con mi abuelo. Me contó también chistes con los
que me reí un montón. Después sentimos hambre y sacamos los
bocadillos que mamá nos había preparado. Al primer mordisco uno de
mis dientes comenzó a moverse y yo vi las estrellas, (como se suele
decir cuando sufres un dolor). Se lo dije a mi padre y éste preparó
sedal fino, me lo ató alrededor del diente y de un tirón me lo
arrancó. Sacó algodón del botiquín y me lo puso allí donde
sangraba. Papá me dio el diente para cuando llegase a casa lo
metiese bajo la almohada. Me dijo que el ratoncito se portaría bien
conmigo porque había sido muy valiente.
Mi
progenitor y yo volvimos al puerto, mi madre nos esperaba, como si no
se hubiese movido de allí en todo el día. Se agacho a abrazarme y
le conté como había pescado tres sardinas y cómo había sido de
valiente con lo de mi diente.
Mi
padre me llevó a pescar con seis años, ¿quizás es tarde para
llevarnos bien tú y yo? Ya eres casi un hombre a tus catorce. ¿No
me contestas? Sabes que trabajo demasiado, apenas te he dedicado
tiempo, pero hoy sí. ¿ves? Hoy te he traído al puerto. Mira, ése
es el viejo barco de tu abuelo. Bueno, hijo, si no quieres venir a
pescar, lo entiendo, pero una vuelta en barca la vamos a dar y así
charlaremos un rato, ¡vamos!
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