Esa
noche apenas pude dormir, por la emoción, por los ruidos de la calle
y por los ronquidos de la abuela. Me despertó a las siete de la
mañana, toda acelerada, diciéndome que me levantara, que se acababa
el día. Abrí los ojos con esfuerzo y vi a mi abuela de siempre:
maquillada, jovial, guapa y moderna. Dijo que me fuera arreglando
mientras ella hablaba con Cecile. Cuando entré en el comedor, allí
estaban las dos, sentadas frente a un opíparo desayuno, riéndose
como un par de quinceañeras. Ese día y todos los demás, los pasé
corriendo tras la abuela. Parcía haber tomado algo, no sé qué,
pero algo. ¿Y si la tal Cecile le hubiera dado alguna droga? No me
extrañaría, porque yo no era capaz de seguirle el ritmo. Empecé a
preocuparme y la interrogué. Acabó confesando que estaba tomando
unas pastillas, recetadas por el médico, al que le había dicho que
se sentía agotada, sin ganas de hacer nada. Estuve por pedirle una
para mí, pero me contuve. Ese primer día visitamos El Louvre,
comimos en la sillas metálicas verdes que se encuentran diseminadas
por los jardines de las Tullerías y subimos por los Campos Eliseos
hasta el Arco del Triunfo. Yo iba pendiente de la abuela, diciéndole
que parara un poco, que descansara, más que nada porque yo estaba
agotada. No hubo manera. Al llegar al hotel, sobre las ocho de la
tarde, nos duchamos, nos cambiamos de ropa y salimos a cenar.
Acabamos sentadas en uno de los puentes, con las piernas colgando
sobre el Sena. Para sentarse y levantarse no dudó en pedir ayuda a
un par de chicos que estaban de escándalo, de esos que parecen
modelos de la tele. En mi vida pasé tanta vergüenza. Yo me tuve que
sentar a su lado. Y allí estábamos, mi abuela y yo, rodeados de un
montón de gente joven que, como nosotras, disfrutaba de una
agradable noche parisina. Ella comenzó a hablar con unos y con otros
y en poco tiempo se convirtió en la reina de la fiesta. Si mi padre
la viera se moriría del susto. Nos acostamos a la una de la
madrugada y al día siguiente otra vez mi abuela hizo de despertador
a las ocho de la mañana. Creo que en esos cinco días recorrimos
todo París: La Torre Eiffel, Montmatre, Los Inválidos, Nòtre-Dame,
El Pantheón, Los jardines de Luxemburgo, e incluso Versalles. El
viaje de vuelta volvió a ser una actriz consumada y no tuvimos que
aguardar ninguna cola. Nos fue a esperar mi padre al aeropuerto. La
miró con gesto preocupado ¿Mamá, estás bien? “Un poco cansada,
hijo, solo eso. Además, Sofi me ha cuidado mucho, no te preocupes”.
Yo asentí, porque no tenía fuerzas ni para hablar. Llegué a casa,
corrí a mi habitación, me metí en la cama y estuve durmiendo
veinticuatro horas seguidas. Estaba destrozada. Por supuesto que no
conté nada y me limité a enseñarles las fotografías explicando
que habíamos visto tanto sitios porque habíamos ido en el autobús
turístico que tiene un montón de paradas. Me creyeron, aunque mi
padre, según supe más tarde, mientras yo dormía, había ido varias
veces a casa de la abuela suponiendo que si yo estaba derrotada ella
tenía que estar muerta por lo menos. Sin embargo, no la encontró,
pues había quedado con unos amigos para contarles el viaje.
Guardo
muy buen recuerdo de aquellos días y reconozco que lo pasé muy
bien. Mi abuela es estupenda, simpática, dicharachera y divertida.
Yo ya lo sabía, pero nunca hubiera imaginado esa especie de doble
personalidad, porque cuando está con nosotros es bastante más
comedida, quizás porque mi padre y mi tía, sus dos hijos, son
bastante serios, y siempre están pendientes de ella como si fuera
una vieja y necesitara ayuda. Pero de momento mi abuela no necesita
más que esas inmensas ganas de vivir que la acompañan en su día a
día. La próxima semana salimos hacia Amsterdam y ya estoy ansiosa
por pasar unos días con la abuela más maravillosa del mundo. Aunque
esta vez he sido previsora y yo también he ido al médico para que
me recete unas pastillas. Y bueno, yendo con ella, y a Amsterdam,
igual acabamos encontrando algún otro estimulante.
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