Mi primera vez - Cristina Muñiz Martín


Mi abuela me invitó a ir a París. No era una de mis máximas ilusiones visitar la ciudad de la luz acompañada de la abuela, pero ella corría con todos los gastos y eso me ayudo a aceptar su invitación, aunque en el aeropuerto ya empecé a arrepentirme. Yo sabía que ella viajaba a menudo con sus amigas y amigos, pero suponía que sería algo así como lo que ves en la tele de los viajes del Inserso, en plan abuelete con un poco de baile para romper las caderas. Nada más lejos. En cuanto llegamos al aeropuerto descubrí a una desconocida que no se parecía en nada a la abuela de las reuniones familiares. Por poco me muero del susto cuando, al salir del taxi, veo venir a un chico llevando una silla de ruedas para recogerla. Fingía ser una viejecita achacosa que no podía con su cuerpo. No tuvimos que esperar cola ni para pasar el control ni para entrar en el avión, donde, una azafata nos ofreció ocupar dos plazas que habían quedado vacantes en preferente. La abuela aceptó encantada, agradeciéndoselo en tono quejumbroso. Yo no salía de mi asombro y no me atrevía a decir nada. Durante el viaje no cruzamos más que algunos monosílabos, pues ella quedó dormida en cuanto se sentó, no sin antes lanzarme una mirada cargada de picardía. Al llegar a París, estaban esperándola con otra silla de ruedas para llevarla hasta la salida del aeropuerto, donde la encontré después de recoger las maletas. “¡Ay hija”, me dijo sin poder contener la risa nada más verme. “No cuentes nada de esto en casa, es que tenía que reservarme para París. Además, me divierte hacer estas cosas, lo paso muy bien”. Me siguió contando que, cuando va con los amigos, unos hacen de viejecitos medio inválidos y otros de cuidadores, por lo que los tratan de maravilla y nunca tienen que hacer cola. Y lo curioso es que nadie duda de que sea verdad. Salimos del aeropuerto, cogimos un taxi y nos dirigimos al hotel, situado en el Barrio Latino. No puedo describir lo que sentí al verme allí, en pleno París, en el barrio del que había visto tantas fotografías y al que, sin ninguna duda, nos hubiéramos dirigido mis amigos y yo de tener dinero para el viaje. Me extrañó que lo hubiera elegido la abuela, pero por lo visto ya había estado allí en otras ocasiones por lo que deduje de su conversación con la dueña. Hablaban en francés, idioma que no domino y me perdí algunas cosas, pero me parecieron un par de locas.
Esa noche apenas pude dormir, por la emoción, por los ruidos de la calle y por los ronquidos de la abuela. Me despertó a las siete de la mañana, toda acelerada, diciéndome que me levantara, que se acababa el día. Abrí los ojos con esfuerzo y vi a mi abuela de siempre: maquillada, jovial, guapa y moderna. Dijo que me fuera arreglando mientras ella hablaba con Cecile. Cuando entré en el comedor, allí estaban las dos, sentadas frente a un opíparo desayuno, riéndose como un par de quinceañeras. Ese día y todos los demás, los pasé corriendo tras la abuela. Parcía haber tomado algo, no sé qué, pero algo. ¿Y si la tal Cecile le hubiera dado alguna droga? No me extrañaría, porque yo no era capaz de seguirle el ritmo. Empecé a preocuparme y la interrogué. Acabó confesando que estaba tomando unas pastillas, recetadas por el médico, al que le había dicho que se sentía agotada, sin ganas de hacer nada. Estuve por pedirle una para mí, pero me contuve. Ese primer día visitamos El Louvre, comimos en la sillas metálicas verdes que se encuentran diseminadas por los jardines de las Tullerías y subimos por los Campos Eliseos hasta el Arco del Triunfo. Yo iba pendiente de la abuela, diciéndole que parara un poco, que descansara, más que nada porque yo estaba agotada. No hubo manera. Al llegar al hotel, sobre las ocho de la tarde, nos duchamos, nos cambiamos de ropa y salimos a cenar. Acabamos sentadas en uno de los puentes, con las piernas colgando sobre el Sena. Para sentarse y levantarse no dudó en pedir ayuda a un par de chicos que estaban de escándalo, de esos que parecen modelos de la tele. En mi vida pasé tanta vergüenza. Yo me tuve que sentar a su lado. Y allí estábamos, mi abuela y yo, rodeados de un montón de gente joven que, como nosotras, disfrutaba de una agradable noche parisina. Ella comenzó a hablar con unos y con otros y en poco tiempo se convirtió en la reina de la fiesta. Si mi padre la viera se moriría del susto. Nos acostamos a la una de la madrugada y al día siguiente otra vez mi abuela hizo de despertador a las ocho de la mañana. Creo que en esos cinco días recorrimos todo París: La Torre Eiffel, Montmatre, Los Inválidos, Nòtre-Dame, El Pantheón, Los jardines de Luxemburgo, e incluso Versalles. El viaje de vuelta volvió a ser una actriz consumada y no tuvimos que aguardar ninguna cola. Nos fue a esperar mi padre al aeropuerto. La miró con gesto preocupado ¿Mamá, estás bien? “Un poco cansada, hijo, solo eso. Además, Sofi me ha cuidado mucho, no te preocupes”. Yo asentí, porque no tenía fuerzas ni para hablar. Llegué a casa, corrí a mi habitación, me metí en la cama y estuve durmiendo veinticuatro horas seguidas. Estaba destrozada. Por supuesto que no conté nada y me limité a enseñarles las fotografías explicando que habíamos visto tanto sitios porque habíamos ido en el autobús turístico que tiene un montón de paradas. Me creyeron, aunque mi padre, según supe más tarde, mientras yo dormía, había ido varias veces a casa de la abuela suponiendo que si yo estaba derrotada ella tenía que estar muerta por lo menos. Sin embargo, no la encontró, pues había quedado con unos amigos para contarles el viaje.
Guardo muy buen recuerdo de aquellos días y reconozco que lo pasé muy bien. Mi abuela es estupenda, simpática, dicharachera y divertida. Yo ya lo sabía, pero nunca hubiera imaginado esa especie de doble personalidad, porque cuando está con nosotros es bastante más comedida, quizás porque mi padre y mi tía, sus dos hijos, son bastante serios, y siempre están pendientes de ella como si fuera una vieja y necesitara ayuda. Pero de momento mi abuela no necesita más que esas inmensas ganas de vivir que la acompañan en su día a día. La próxima semana salimos hacia Amsterdam y ya estoy ansiosa por pasar unos días con la abuela más maravillosa del mundo. Aunque esta vez he sido previsora y yo también he ido al médico para que me recete unas pastillas. Y bueno, yendo con ella, y a Amsterdam, igual acabamos encontrando algún otro estimulante.




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