Caminaba por el parque
sintiendo bajo sus pies el clamor de las hojas amarillas y
macilentas. El viento del otoño danzaba agitado sobre los árboles,
azotando sus ramas con furia ,y el sol se había refugiado en la
soledad de las nubes de donde no había salido durante los últimos
dias, tal parecía que estuviera enfadado con el mundo y no quisiera
regalarle sus dones. Atardecía, y las pocas personas que se habían
aventurado al paseo ya habían regresado a sus casas. Élno. Él no
se iría de allí. Él no tenía casa.
Isidoro siempre había sido un hombre optimista, dicharachero y
alegre, hasta que llegó el día del deshaucio. Ese día no solo
había perdido su casa sino que, además, había quedado adeudando
una buena cantidad al banco. La pérdida del trabajo y su falta de
previsión, pues gastaba cuanto ganaba, había sido la causa de su
desgracia y ya no se encontraba con fuerzas para seguir luchando.
Isidoro pasaría la noche en el banco que constituía su casa, pero
debía esperar hasta que el guarda cerrara la verja del parque.
Escondido tras unos arbustos, al cobijo de las nacientes sombras,
permaneció inmóvil mientras los conocidos pasos hacían su ronda.
Despúes, cuando la verja lanzó su chirrido acerado, ya seguro,
abrió la mochila, sacó la manta, la extendió sobre el banco, se
sentó y fue degustando con parsimonia un trozo de pan y un poco de
leche agriada que le produjo naúseas. A continuación colocó la
mochila de almohada, subió hasta arriba la cremallera del anorak y
se enroscó en la manta. El sueño, bamboleándose a uno y otro lado,
se hacía el remolón. La humedad penetraba
a través de la seca piel, atravesaba la escasa carne y se
instalaba en el interior de los huesos. El estómago rugía
con rabia, insatisfecho, y la cabeza giraba como un tiovivo a través
de sus recuerdos, llegando en algunos momentos a sentir
arrepentimiento por su mala cabeza, aunque sabía que eso ya no
servía de nada. Se levantó , cogió papel de periódico de una
papelera y formando una espesa capa sobre su cuerpo, consiguió
entrar en calor. Al rato estaba dormido.
Un
ruido de pies arrastrando el mullido suelo lo despertó bruscamente.
Abrió los ojos, asustado. Un hombre se estaba acercando. Sintió un
escalofrío, temiendo que fuera el guarda, pero al aclarar la vista
se dio cuenta de que era un ser extraño, más alto y más fuerte de
lo normal y del que emanaba un olor a galletas recién horneadas. Su
cercana presencia sosegó su ánimo y tuvo la sensación de que su
vida iba a cambiar a partir de ese momento..
--Hola, Isidoro, vengo a ayudarte..
--¿Quién eres?.
--Soy tu ángel de la guarda.
Por un
momento pensó en deshacerse de él, en decirle que lo dejara
tranquilo, que solo era pobre y que no necesitaba su ayuda, pero si
respeto y no esa clase de broma estúpida. Sin embarrgo, ahogó ese
impulso y lo miró a los ojos. Entonces supo que el hombre que tenía
enfrente, aquel ser alto, fuerte y oloroso, era en verdad su ángel
de la guarda.
--Bien, ¿y qué puedes hacer por mí? –preguntó desorientado.
--Solo vengo a darte un recado. Mañana, exactamente a las once y
diecisiete minutos, debes entrar aquí –el supuesto ángel de la
guarda le entregó una nota-- Y sobre todo, y eso es lo más
importante, nunca deberás contar a nadie que me has visto, porque de
lo contrario volverás al punto de partida. Ahora duerme.
Isidoro
se durmió al instante. Al despertar, cuando apenas había amanecido,
pensó que toda había sido una ensoñación, pero un olor agradable
lo hizo desviar la vista. Bajo su banco, en una bandeja, había un
desayuno caliente, opíparo y delicioso. Miró hacia todos lados sin
ver a nadie. Era extraño pero el estómago no le dejó mucho tiempo
a la reflexión. Se ajustó la gafas, cogió la bandeja y comenzó a
engullir, diciéndose a si mismo que debía tener cuidado, pues
llevaba tiempo sin comer bien y podía sufrir un empacho. Pero el
hambre fue superior a la precaución y en pocos minutos ya no quedaba
nada. Con el estómago lleno, recogió los periódicos que le habían
servido de abrigo, echándolos en la papelera. Dudó qué hacer con
la bandeja, pero se dijo a sí mismo que quién la hubiera puesta
allí iría a recogerla. Se encaminó al baño y se aseó un poco.
Después, esperó pacientemente a que se abrieran las puertas del
parque y encaminó sus pasos a la ciudad, la mano derecha tocando la
nota y el bolígrafo de oro que constituía su única posesión, la
euforia y el optimismo haciéndole compañía por primera vez en
mucho tiempo. Tuvo que dar varias vueltas antes de que llegara la
hora convenida. Por suerte, conservaba un reloj que, aunque barato,
funcionaba con exactitud. Cuando las manecillas marcaron las once y
diecisiete, el pie derecho de Isidoro hizo acto de presencia en la
antigua barbería de la plaza mayor. En ese preciso instante, un
enorme y viejo perchero de madera maciza se desprendió de la pared
amenazando con destrozar la cabeza de un cliente. Isidoro se
abalanzó sobre el hombre, salvándole la vida. Él, por su parte,
sufrió la rotura de un brazo y dos costillas, además de un gran
golpe en la espalda. Esa misma tarde, el hombre fue a visitarlo al
hospital, dejando sobre su mesita una caja de bombones y dos décimos
de lotería.
A la
salida del hospital, Isidoro, ya repuesto, aunque con el brazo en
cabestrillo, se dirigió al banco a cobrar sus billetes premiados y a
cancelar su deuda. Se hospedó en un hostal a pensión completa y
comenzó a trabajar en el proyecto de un pequeño negocio que, aunque
nunca le reportó ganancias millonarias, le permitió vivir con
holgura y formar una familia. Nunca contó su historia a nadie, pero
a su único hijo, Gabriel, le enseñó a creer en los ángeles.
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