El ángel de la guarda - Cristina Muñiz Martín


                                      


Caminaba por el parque sintiendo bajo sus pies el clamor de las hojas amarillas y macilentas. El viento del otoño danzaba agitado sobre los árboles, azotando sus ramas con furia ,y el sol se había refugiado en la soledad de las nubes de donde no había salido durante los últimos dias, tal parecía que estuviera enfadado con el mundo y no quisiera regalarle sus dones. Atardecía, y las pocas personas que se habían aventurado al paseo ya habían regresado a sus casas. Élno. Él no se iría de allí. Él no tenía casa.
Isidoro siempre había sido un hombre optimista, dicharachero y alegre, hasta que llegó el día del deshaucio. Ese día no solo había perdido su casa sino que, además, había quedado adeudando una buena cantidad al banco. La pérdida del trabajo y su falta de previsión, pues gastaba cuanto ganaba, había sido la causa de su desgracia y ya no se encontraba con fuerzas para seguir luchando.
Isidoro pasaría la noche en el banco que constituía su casa, pero debía esperar hasta que el guarda cerrara la verja del parque. Escondido tras unos arbustos, al cobijo de las nacientes sombras, permaneció inmóvil mientras los conocidos pasos hacían su ronda. Despúes, cuando la verja lanzó su chirrido acerado, ya seguro, abrió la mochila, sacó la manta, la extendió sobre el banco, se sentó y fue degustando con parsimonia un trozo de pan y un poco de leche agriada que le produjo naúseas. A continuación colocó la mochila de almohada, subió hasta arriba la cremallera del anorak y se enroscó en la manta. El sueño, bamboleándose a uno y otro lado, se hacía el remolón. La humedad penetraba a través de la seca piel, atravesaba la escasa carne y se instalaba en el interior de los huesos. El estómago rugía con rabia, insatisfecho, y la cabeza giraba como un tiovivo a través de sus recuerdos, llegando en algunos momentos a sentir arrepentimiento por su mala cabeza, aunque sabía que eso ya no servía de nada. Se levantó , cogió papel de periódico de una papelera y formando una espesa capa sobre su cuerpo, consiguió entrar en calor. Al rato estaba dormido.
Un ruido de pies arrastrando el mullido suelo lo despertó bruscamente. Abrió los ojos, asustado. Un hombre se estaba acercando. Sintió un escalofrío, temiendo que fuera el guarda, pero al aclarar la vista se dio cuenta de que era un ser extraño, más alto y más fuerte de lo normal y del que emanaba un olor a galletas recién horneadas. Su cercana presencia sosegó su ánimo y tuvo la sensación de que su vida iba a cambiar a partir de ese momento..
--Hola, Isidoro, vengo a ayudarte..
--¿Quién eres?.
--Soy tu ángel de la guarda.
Por un momento pensó en deshacerse de él, en decirle que lo dejara tranquilo, que solo era pobre y que no necesitaba su ayuda, pero si respeto y no esa clase de broma estúpida. Sin embarrgo, ahogó ese impulso y lo miró a los ojos. Entonces supo que el hombre que tenía enfrente, aquel ser alto, fuerte y oloroso, era en verdad su ángel de la guarda.
--Bien, ¿y qué puedes hacer por mí? –preguntó desorientado.
--Solo vengo a darte un recado. Mañana, exactamente a las once y diecisiete minutos, debes entrar aquí –el supuesto ángel de la guarda le entregó una nota-- Y sobre todo, y eso es lo más importante, nunca deberás contar a nadie que me has visto, porque de lo contrario volverás al punto de partida. Ahora duerme.
Isidoro se durmió al instante. Al despertar, cuando apenas había amanecido, pensó que toda había sido una ensoñación, pero un olor agradable lo hizo desviar la vista. Bajo su banco, en una bandeja, había un desayuno caliente, opíparo y delicioso. Miró hacia todos lados sin ver a nadie. Era extraño pero el estómago no le dejó mucho tiempo a la reflexión. Se ajustó la gafas, cogió la bandeja y comenzó a engullir, diciéndose a si mismo que debía tener cuidado, pues llevaba tiempo sin comer bien y podía sufrir un empacho. Pero el hambre fue superior a la precaución y en pocos minutos ya no quedaba nada. Con el estómago lleno, recogió los periódicos que le habían servido de abrigo, echándolos en la papelera. Dudó qué hacer con la bandeja, pero se dijo a sí mismo que quién la hubiera puesta allí iría a recogerla. Se encaminó al baño y se aseó un poco. Después, esperó pacientemente a que se abrieran las puertas del parque y encaminó sus pasos a la ciudad, la mano derecha tocando la nota y el bolígrafo de oro que constituía su única posesión, la euforia y el optimismo haciéndole compañía por primera vez en mucho tiempo. Tuvo que dar varias vueltas antes de que llegara la hora convenida. Por suerte, conservaba un reloj que, aunque barato, funcionaba con exactitud. Cuando las manecillas marcaron las once y diecisiete, el pie derecho de Isidoro hizo acto de presencia en la antigua barbería de la plaza mayor. En ese preciso instante, un enorme y viejo perchero de madera maciza se desprendió de la pared amenazando con destrozar la cabeza de un cliente. Isidoro se abalanzó sobre el hombre, salvándole la vida. Él, por su parte, sufrió la rotura de un brazo y dos costillas, además de un gran golpe en la espalda. Esa misma tarde, el hombre fue a visitarlo al hospital, dejando sobre su mesita una caja de bombones y dos décimos de lotería.
A la salida del hospital, Isidoro, ya repuesto, aunque con el brazo en cabestrillo, se dirigió al banco a cobrar sus billetes premiados y a cancelar su deuda. Se hospedó en un hostal a pensión completa y comenzó a trabajar en el proyecto de un pequeño negocio que, aunque nunca le reportó ganancias millonarias, le permitió vivir con holgura y formar una familia. Nunca contó su historia a nadie, pero a su único hijo, Gabriel, le enseñó a creer en los ángeles.






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