Esta tarde llegué a casa más cansado que nunca. Hacía unos
días que el trabajo era un trasiego continuo de gente que venía a
arreglar sus papeles, supongo que aprovechando sus días de asueto
durante estas odiosas Navidades, y me pasaba la mañana en una
tensión malsana que me ponía enfermo. Pero por fin tenía por
delante una semana para mí, por fin era yo el que podía descansar y
lo iba a hacer, vaya que sí.
Colgué mi abrigo en el perchero de la entrada y me tiré en
el sofá como si fuera un saco de patatas. Me quité los zapatos
ayudado de las puntas de mis pies y cerré los ojos. Ni siquiera
sentía apetito. Todavía me duraba el empacho de aquellos
días de comidas opíparas en casa de mis padres cuyo testimonio
todavía perduraba metido en algún tuper de mi nevera.
Me saqué las gafas, las coloqué cuidadosamente sobre la
mesita baja y cerré los ojos. Sólo quería evadirme de la realidad,
aunque no fuera cruel, y quizá introducirme en un mundo de
ensoñación al lado de la vecina del quinto que estaba
buenísima pero no me hacía ni puto caso. No fue posible. Cuando
casi me estaba quedando dormido sonó el timbre. No esperaba a nadie
y al principio pensé no abrir, pero dada la insistencia del que
estaba al otro lado de la puerta finalmente me levanté y abrí. Allí
estaba la vecina del quinto, buenísima como siempre, pero con una
cara de mala leche impresionante. Traía unos calzoncillos largos en
la mano y los agarraba con asco entre sus dos dedos pulgar e índice.
La verdad es que no presentaban un blanco inmaculado.
-Estoy harta de que su ropa venga siempre a parar a mi tendal,
señor Ramiro, la próxima vez no se la traeré, la tiraré a la
basura directamente. - me dijo.
-Perdone pero se está equivocando, ni yo soy el señor Ramiro ni
uso ese tipo de calzoncillos. Además usted vive en el quinto y yo en
el segundo, un poco difícil veo yo que mi ropa vaya a parar a su
tendal – contesté con toda la educación de que fui capaz,
intentando disimular mi cabreo.
-Ya, ya, la respuesta de siempre, señor Ramiro. Ahí se los dejo
y siga mi consejo, llame a su hijo que mire por usted, que por lo que
veo yo ya no está el horno para bollos.
Me quedé completamente alucinado. No entendía nada, pero
tampoco quería entender, mi mente no estaba para pensar en asuntos
profundos y delicados, así que tiré los calzoncillos a la basura y
volví a echarme en el sofá. Pero no bien había cerrado los ojos
cuando volvió a sonar el timbre. De nuevo abrí la puerta y esta vez
me encontré al otro lado a un guardia urbano que bolígrafo
en mano, garabateaba no sé que en lo que parecía un bloc de multas.
-Esta vez ya se ha pasado usted señor Romualdez, ahora ya no se
conforma con aparcar en carga y descarga, ahora deja el coche en
triple fila y se larga. Y hala, se queda tan ancho, sin el menor
signo de arrepentimiento, por lo que veo. Pues son doscientos
euros del ala. Ahí le dejo la multa, ya sabe que por pronto pago el
importe se puede reducir a la mitad.
Me pellizqué con disimulo por si acaso estaba soñando. No podía
ser que estuviera viviendo tanta situación irreal.
-Disculpe señor guardia, pero se está usted equivocando, yo me
llamo Fidel, Fidel Suárez González, y no tengo coche. Nunca lo he
tenido ni lo pienso tener, así que esta multa no es para
mí.-respondí negándome a coger el papel que me tendía.
-Señor Romualdez, déjese de zarandajas; le advierto que tiene
ya siete multas pendientes en jefatura y que ascienden a un pico. O
pasa a la mayor brevedad posible a hacerlas efectivas o llegará el
asunto al juzgado y le será retirada la licencia de conducción,
cosa que ya deberían haber hecho hace tiempo, dada su falta completa
de civismo.
Me quedé ante la puerta con la multa en la mano y mirando como
un pasmarote como el guardia urbano bajaba las escaleras. No entendía
nada y una vez más no quise entender. Entré en casa y me volví a
tirar en el sofá, aunque ya se me había quitado el sueño. ¿Sería
posible que estuviera viviendo vidas paralelas? Era una tontería,
seguro que sí, pero que dos personas me confundieran con otras dos
(que no con la misma) en tan poco espacio de tiempo.... Claro que si
pensaba que aquello no tenía ni pies ni cabeza todavía faltaba el
remate. El timbre volvió a sonar y ya abrí por curiosidad, a ver
con quién me confundían esta vez. Un mujer entrada en años y
enjuta, vestida de enfermera, se coló en mi casa sin mi permiso y
comenzó a echarme el sermón.
-¿Dónde ha dejado usted el aparato para avisarnos, señor
Matute? Le dije que tenía que andar con él siempre colgado al
cuello y que cuando se sintiera mal apretara el botoncito y
estaríamos aquí en un pis pas, pero no, usted ni caso. Si no fuera
por su sobrino que mandó recado de que estaba usted desvariando....
seguro que no se toma las pastillas para el riego. ¿No ve que a su
edad ya no puede uno andar con esos descuidos?
La mujer abrió el maletín y sacó un jeringuilla ya preparada,
dispuesta a atacarme con ella.
-Pero vamos a ver – grité yo totalmente fuera de mis casillas –
Yo no soy el señor Matute, no estoy enfermo del riego, no soy un
viejo, tengo treinta y dos años. ¿Alguien me puede explicar que
ocurre aquí?
No me dio tiempo a más. Sentí el pinchazo en mi brazo, me desmayé
y cuando me desperté todo parecía normal. Estuve pensando en lo
ocurrido y no consigo encontrarle explicación. Voy a salir a dar una
vuelta y airearme, que falta me hace.
*
La salida de Fidel de su casa fue observada desde la mirilla del
piso que estaba al otro lado del rellano. Allí estaban el guardia
urbano, la enfermera, le vecina del quinto y unas cuantas personas
más, arropando a Jacinto, un pobre hombre al que su familia quería
internar en una residencia de ancianos.
-Tú no te preocupes, Jacinto. Cada tarde una sesión como la de
hoy y acabará tarumba, en cuanto lo lleven al psiquiátrico te
quedarás con su casa, de ocupa. Ya lo hicimos más veces y suele
salir bien. No te preocupes, que para eso están los amigos.
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