Ya
nos lo habían dicho. Ibamos a tener una nueva profesora de
literatura. Nos imaginábamos una vieja gruñona con gafas de culo de
botella, porque en el colegio abundaban los profesores de edad. Así
que no teníamos demasiada expectación. Estábamos dando guerra en
la clase, como suelen hacer todos los chavales de trece años.
De
repente, escuchamos un ¡silencio! Era la directora del centro, junto
a una chica guapísima de unos 24 o 25 años.
-Os
voy a presentar a vuestra nueva profesora de literatura, la señorita
Julia.
Nos
quedamos todos impactados. Se escuchaban susurros: “¡qué buena
está!”, decían los que iban de machorros, y “¡qué guapa es!”,
decíamos los demás. En cuanto la vi, era como si se me pusieran dos
corazones en los ojos. Estaba embelesado.
La
señorita Julia colgó su abrigo en el perchero y nos dirigió una
hermosa sonrisa. Era morena, alta y con los ojos verdes, y llevaba
una minifalda que le sentaba estupendamente. Parecía una diosa
venida de otro mundo para cambiar nuestros aburridos días escolares
que luego tanto recordaríamos.
-Espero
que os portéis bien con ella y que la respetéis y hagáis todo lo
que os diga, nos advirtió la directora, y salió de la clase.
La
señorita Julia nos explicó que pretendía con sus clases que lo
pasásemos bien y cogiésemos gusto por la literatura. Así que
íbamos a empezar con Julio Verne y sus Veinte mil leguas de viaje
submarino. Nos habló del libro de una forma muy emocionante y nos
hizo leer en voz alta los primeros capítulos. Yo, que no era muy
amante de la lectura, me sentí embriagado por aquella aventura del
Nautilus y decidí que le pediría a mi madre que me lo comprase.
Volví
a casa más contento que unas pascuas y les comenté a mis padres que
teníamos nueva profesora de literatura y que parecía estupenda. Se
pusieron muy contentos y me dieron dinero para que comprase el libro.
Aquella noche me acosté muy feliz. No sabía si era por la nueva
profesora o por el libro, pero el caso es que la imagen de Julia con
su minifalda de color mostaza me daba vueltas en la cabeza.
Fueron
pasando los días y las clases de literatura eran lo que ella nos
había prometido. A muchos nos engancharon a la lectura. Cuentos
adaptados de Dickens, de Chejov, eran sencillos explicados por ella.
Aunque las palabras fueran complicadas para nosotros, no sé cómo se
las arreglaba para que lo entendiéramos todo. Siempre decía: “Más
importante que mirar palabra por palabra en el diccionario es
quedarse con el concepto general que nos quiere transmitir el autor”.
Llegó
un momento en que deseaba que llegasen las clases de literatura con
ardor y bolígrafo en ristre. Y no era sólo por las clases, sino por
aquella chica tan simpática que las impartía. Yo trataba de
acercarme a ella todo lo posible con cualquier excusa, con cualquier
duda, aunque me temblaban las manos y me ponía colorado rápidamente.
Luego,
en casa, además de leer sólo pensaba en ella. ¿Tendrá novio? Si
yo fuera algo más mayor, por qué no seré mayor? Y sufría
terriblemente. Me entraban unas ansiedades que calmaba comiendo
chocolate hasta coger más de un empacho.
Hubo una semana que la
señorita Julia no vino a clase. El bedel vino a darnos el recado de
que estaba enferma y que tendríamos un suplente. Para mí fue como
si se me cayera el mundo. Esa semana sin la señorita Julia se
convirtió en un infierno para mí y cuando regresó por fin era como
si el cielo se hubiera iluminado. Entonces no me cupo la menor duda
de que estaba más que enamorado.
Empecé
a suspender algunas asignaturas, obviamente nunca literatura, y mis
padres se preocuparon. ¿Te pasa algo, hijo? No, nada. Yo mostraba
arrepentimiento y les decía que la próxima vez lo iba a hacer
mejor, pero ellos me veían con la cabeza en las nubes y no sabían a
qué atenerse. Me pasaba todo el día pensando en ella, vigilándola
en el colegio, cuándo entraba y cuándo salía y con quién hablaba.
Si era algún chico mayor que yo, me moría de celos.
Muchas
noches no podía dormir bien, embargado por mis emociones y la
imposibilidad de poder expresárselas a ella, la dueña de mi
corazón.
Una
tarde, cuando la señorita Julia estaba hablándonos de Galdós y yo
tomando apuntes meticulosamente, empecé a ver borrosas las líneas
que escribía. Era el sueño que me estaba venciendo poco a poco,
hasta entrar en una especie de ensoñación. Soñé que ella me
correspondía, que me decía que me esperaría hasta que me hiciera
un poco mayor. ¡Y que me quería! De repente, sentí una mano que se
posaba en mi hombro, y una voz que me decía: Carlos, Carlos. Era la
voz de ella. Seguro que quería darme un beso, me dije entre sueños.
Así que la abracé fuerte con los ojos cerrados y le dije:
-Yo
también la quiero, señorita Julia.
Me
despertaron los cientos de carcajadas que se oyeron a mi alrededor.
Eran mis compañeros riéndose de mí. Julia me miraba algo turbada,
pero enseguida recuperó la compostura.
-Anda,
Carlos, que te habías dormido. Vamos a seguir con la clase.
No
es para explicar la vergüenza que sentí, y que aún siento al
recordar lo ocurrido. Sólo puedo contaros que mis compañeros me
hicieron bromas y mofas durante muchos días, y que la señorita
Julia me miraba compasivamente y entre unas actitudes y otras se me
pasó aquel enamoramiento desbocado. Volvía tan rabioso a casa
después de las burlas, que me planté frente al espejo y me dije:
-Carlos,
nunca volverás a enamorarte de una chica tan mayor para ti.
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