Me
pesaban las gafas,
o se me caían los ojos, o era el cerebro que me jugaba malas
pasadas, latiendo incesante, intentado escaparse de mi cabeza. Estaba
agotado intentando pensar con coherencia.
Después
de la última discusión cada uno nos encerramos en una habitación y
dentro de nosotros mismos para intentar serenarnos. Pero el eco de
nuestras voces aún resonaba después de varias horas por el pasillo,
persiguiéndonos como un fantasma del pasado que siempre viajaba a
nuestro presente y amenazaba nuestro endeble futuro.
Que
no le dedicaba el tiempo suficiente. Eso era lo que siempre accionaba
el clic de inicio en todas nuestras discusiones. Luego venían las
demás quejas, todas seguidas, como si su voz fuera una ametralladora
disparando sin ton ni son; sin ocasión de réplica ni defensa
posible por mi parte.
Que
quería más a mis libracos
y a mis papelajos que a ella. Que era un egoísta, un egocéntrico,
más preocupado en las críticas de mis obras que en su felicidad.
Que ya nunca le decía ‘te quiero’ o ‘qué guapa estás’. Que
apenas nos besábamos, ni la acariciaba, ni le regalaba cosas
bonitas, solo libros, libros y más libros. Que cuando hacíamos el
amor, lo poco que lo hacíamos, yo parecía un robot, frío y
distante, y qué sé yo qué cosas más.
Que
no soportaba que mis eruditos amigos, literatos de tres al cuarto, la
vieran como una pija insignificante y que estaba harta de ser el
segundo, o tercer, casi el último mono, en nuestra relación. Si es
que a eso que teníamos se le podía llamar ya relación.
Harto
de darle vueltas a lo mismo y de sentirme enjaulado en mi propia
habitación, como una fiera en el zoo, me puse los playeros, cogí el
MP3 y salí a dar una vuelta. Quizá el aire fresco limpiaría mi
mente y mis neuronas volverían a funcionar en condiciones.
Por
si acaso, además de las llaves, el móvil y unos chicles, me metí
en los bolsillos una libreta y un bolígrafo.
Mi inspiración era caprichosa y podría aparecer en cualquier
momento. Más de una historia me había salido tras mantener
acaloradas discusiones. Con ella o con algún colega literato, de
esos a los que ella tanto detestaba.
Mientras
yo paseaba, alejado de gritos y del mundanal ruido, perdido de
ensoñación en ensoñación
al ritmo de la música, ella también había salido a hacer algún
recado,
según me dijo el portero del edificio cuando regresé. No le creí.
Ese hombre siempre mintió muy mal.
Sin
mostrar ningún tipo de arrepentimiento
por sus venenosas palabras, había metido en una maleta todo lo que
pudo, -los huecos en las estanterías y en los armarios a mi regreso
eran evidentes- y había dejado una nota, imagino que en el perchero
de la entrada, que después encontré pegada al paragüero. En ella
me decía que se iba y que no la buscara ni la llamara. Que no me
perdonaba que la hubiera escogido como musa para tirarla después al
cubo de la basura de las ideas descartadas. Que empezaba de nuevo,
mejor sola que mal acompañada.
Y,
sin ningún empacho
y
con mucha mala idea, como despedida final en letras mayúsculas, me
decía que escribiera sobre rupturas amorosas ficticias, que parecía
dárseme mejor que mantener relaciones reales.
Quizá
esta vez le haría caso.
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