Me debatía entre comprar el caballo de madera del escaparate o ir a la espicha con mis amigos. Era fin de mes y no me llegaba el dinero para las dos cosas. Mis dudas me hacían sentirme un mal padre, por mucho que me dijera a mi mismo que el niño tenía demasiados juguetes y que yo apenas salía con mis amigos. Sin embargo, acabé pensando que el niño no se enteraría si no le compraba el caballo porque no lo había visto, no sabía que existía, así que no sufriría por ello. Iré a la espicha, decidí, ya tranquilizada mi conciencia. A la hora de la cena mi mujer me dijo: ¿Sabes qué? Hoy pasamos delante de la juguetería y no era capaz de despegar al niño del escaparate por culpa de un precioso caballo de madera. Cogió un berrinche terrrible y lo tuve que traer en volandas, así que cuando vayas mañana a recogerlo procura no pasar por allí. No dije nada. Al día siguiente, entré con mi niño en la juguetería y compré el caballo de madera. Su sonrisa recompensó con creces mi renuncia
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