¡Oh cielos qué horror! Gritaba la abuela
Fernanda nada más entrar por la puerta de casa al regreso de Misa,
tornando pálido su rostro.
Con lo recatada que es ella, no comprendía
que había causado su estupor y perdiera la compostura.
El problema no era otro que la doncella
había posado el cubo de fregar los suelos, lleno de espuma y con
olor a lejía, encima de la mesa del comedor, la cual siempre lucía
el mantel de organza y lino que ella misma había bordado para su
ajuar.
Un mantel que fue la comidilla y la envidia
de todas las familias pudientes de la ciudad, y que ahora, por un
desliz de la torpe doncella, se veía degradado a un simple reposa
cubos.
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