Currichas - Marian Muñoz




No sabemos a ciencia cierta cuál va a ser nuestro futuro, pero sí está en nuestra mano encaminarlo a un buen lugar, aunque los despistes nos hagan desviarnos del punto al que queríamos llegar.
Eso fue lo ocurrido aquel día saliendo de casa, iba tan alegremente que no me percaté del charco de agua que había en aquel maldito escalón, el cual hizo precipitarme escaleras abajo rodando tal cual peonza, despertándome posteriormente en una cama del servicio de urgencias del hospital. Tras unos días en observación, la avería sólo fue una pierna rota y politraumatismos, que no sé muy bien que es, pero seguro “cuerpo muy dolorido”. Más gorda aún fue la riña que me echaron mis hijos por salir a un recado sin gafas y no ver por donde piso. ¡Pero si la culpa no fue mía!, yo quería demandar al médico de cabecera, fue él quien me recomendó hacer ejercicio y me dijo “suba usted en ascensor pero baje por las escaleras”.
Mi rutina cambió al estar en casa de mi hija con una pierna escayolada, no podía hacer nada y tanto las muletas como el yeso no iban conmigo, era horrible. La televisión enseguida me cansó, un libro está bien para un rato y lo de hacer punto tuvo su utilidad al aliviar el picor de la pierna con la aguja en vez de con el bolígrafo. Así que me dediqué a mirar por la ventana, ver como pasaban los coches, las personas, pronto me aburrí también, casi todos son iguales, hacen lo mismo y no hay nada divertido en ello, así que me puse a fisgar los edificios de enfrente, las ventanas en concreto. Algunas tenían bonitos adornos de plantas, otras las cortinas más horrorosas que haya visto. Me imaginaba las vidas que habría tras ellas y estando en esa ensoñación fue cuando llamó mi atención el movimiento sutil de la cortina en una ventana del tercer piso.
No veía a nadie asomándose y la abertura era pequeña, pero suficiente para notarla y ver como cada cierto tiempo se abría y cerraba. Toda mi atención estaba fijada en ella, continuamente la observaba y mi imaginación veía a una persona en peligro que atada a una silla conseguía mover la cortina como señal de auxilio. Intrigada y asustada por lo que pudiera ser a punto estuve de llamar a la policía, más lo pensé mejor y se lo conté a mi hija para recabar su opinión. Craso error y mi arrepentimiento fue mayor cuando al oírme me espetó que lo que tenía era un empacho de series policiacas y que probablemente el viento fuera el causante de mi tormento.
No estaba de acuerdo con ella y seguí vigilando aquella ventana, hasta que un día el origen se desveló. Apareció entre aquellos visillos un hocico, el de un can que atisbaba la acera, casi me caigo de la silla por la satisfacción de comprobar que había otra alma encerrada aliviando su soledad al fisgar la calle. Miraba las gaviotas en el cielo, los coches y autobuses y todo el trajín que afuera había. Pronto se asomó por entero y vi que se trataba de una perrita color canela, pues tenía un collar rosa. Intenté varias veces llamar su atención agitando los brazos para sentirme algo más acompañada, y en una de esas casi tiro el perchero que tenía al lado. Ignoraba su nombre pero la llamé “Curricha” (cotilla en gallego) porque las dos lo éramos, unas expertas fisgonas de los trajines callejeros.
No le conté nada a mi hija y conseguí guardar el secreto de mi amiga canina. Gracias a ella pude superar cuerda el encierro involuntario de aquellos días y cuando ya estuve recuperada y volví a mi casa, me hice el propósito de hacerme su amiga en la calle, en aquella que tan ávidamente mirábamos juntas, regalándole un trozo de pan en agradecimiento a su grata compañía.


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