No
sabemos a ciencia cierta cuál va a ser nuestro futuro, pero sí está
en nuestra mano encaminarlo a un buen lugar, aunque los despistes nos
hagan desviarnos del punto al que queríamos llegar.
Eso
fue lo ocurrido aquel día saliendo de casa, iba tan alegremente que
no me percaté del charco de agua que había en aquel maldito
escalón, el cual hizo precipitarme escaleras abajo rodando tal cual
peonza, despertándome posteriormente en una cama del servicio de
urgencias del hospital. Tras unos días en observación, la avería
sólo fue una pierna rota y politraumatismos, que no sé muy bien que
es, pero seguro “cuerpo muy dolorido”. Más gorda aún fue la
riña que me echaron mis hijos por salir a un recado
sin gafas
y no ver por donde piso. ¡Pero si la culpa no fue mía!, yo quería
demandar al médico de cabecera, fue él quien me recomendó hacer
ejercicio y me dijo “suba usted en ascensor pero baje por las
escaleras”.
Mi
rutina cambió al estar en casa de mi hija con una pierna escayolada,
no podía hacer nada y tanto las muletas como el yeso no iban
conmigo, era horrible. La televisión enseguida me cansó, un libro
está bien para un rato y lo de hacer punto tuvo su utilidad al
aliviar el picor de la pierna con la aguja en vez de con el
bolígrafo.
Así que me dediqué a mirar por la ventana, ver como pasaban los
coches, las personas, pronto me aburrí también, casi todos son
iguales, hacen lo mismo y no hay nada divertido en ello, así que me
puse a fisgar los edificios de enfrente, las ventanas en concreto.
Algunas tenían bonitos adornos de plantas, otras las cortinas más
horrorosas que haya visto. Me imaginaba las vidas que habría tras
ellas y estando en esa ensoñación
fue cuando llamó mi atención el movimiento sutil de la cortina en
una ventana del tercer piso.
No
veía a nadie asomándose y la abertura era pequeña, pero suficiente
para notarla y ver como cada cierto tiempo se abría y cerraba. Toda
mi atención estaba fijada en ella, continuamente la observaba y mi
imaginación veía a una persona en peligro que atada a una silla
conseguía mover la cortina como señal de auxilio. Intrigada y
asustada por lo que pudiera ser a punto estuve de llamar a la
policía, más lo pensé mejor y se lo conté a mi hija para recabar
su opinión. Craso error y mi arrepentimiento
fue mayor cuando al oírme me espetó que lo que tenía era un
empacho
de series policiacas y que probablemente el viento fuera el causante
de mi tormento.
No
estaba de acuerdo con ella y seguí vigilando aquella ventana, hasta
que un día el origen se desveló. Apareció entre aquellos visillos
un hocico, el de un can que atisbaba la acera, casi me caigo de la
silla por la satisfacción de comprobar que había otra alma
encerrada aliviando su soledad al fisgar la calle. Miraba las
gaviotas en el cielo, los coches y autobuses y todo el trajín que
afuera había. Pronto se asomó por entero y vi que se trataba de
una perrita color canela, pues tenía un collar rosa. Intenté
varias veces llamar su atención agitando los brazos para sentirme
algo más acompañada, y en una de esas casi tiro el perchero
que tenía al lado. Ignoraba su nombre pero la llamé “Curricha”
(cotilla en gallego) porque las dos lo éramos, unas expertas
fisgonas de los trajines callejeros.
No
le conté nada a mi hija y conseguí guardar el secreto de mi amiga
canina. Gracias a ella pude superar cuerda el encierro involuntario
de aquellos días y cuando ya estuve recuperada y volví a mi casa,
me hice el propósito de hacerme su amiga en la calle, en aquella que
tan ávidamente mirábamos juntas, regalándole un trozo de pan en
agradecimiento a su grata compañía.
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