Esperando a Aida - Rufino García Álvarez




Doña Carolina apartó ligeramente el pesado cortinaje para mirar a través del gran ventanal. El guarda de seguridad de la entrada estaba abriendo la verja al Ferrari de su hija Esther. Sonrió. Había sido una excelente idea celebrar la Nochebuena en la mansión de la Sierra todos juntos. Desde la muerte de su marido se veían demasiado poco. Era el precio que tenían que pagar para mantener su grupo de empresas como uno de los más rentables del país. El mayordomo abrió la puerta, recogió el abrigo de marta cibelina de Esther y lo puso en el perchero de caoba del hall.

- Hola mamá, un beso. ¡Qué elegante y guapísima estás! ¿Soy la última?
- Hola, hija. ¡Qué alegría! No, aún falta Aída. ¿Le diste el recado, verdad?
- Sí, sí, no te preocupes, ayer la llamé para decirle que le mandábamos el jet al aeropuerto.
- Tus hermanos están en el salón de arriba, sube a darles un abrazo, yo me quedo aquí esperando a tu hermana.

El teléfono interior comenzó a sonar. Era el guarda de la puerta.
-Señora, vienen de Seur con una caja para usted.
-Que pase, dijo malhumorada.

Se acercó hasta la puerta de la casa a recogerla. ¿Me firma, por favor, el recibo? dijo el repartidor ofreciéndole un bolígrafo. Firmó de mala gana y el chico se marchó gritando un sonoro, ¡Feliz Navidad! El mayordomo abrió la caja. Dentro había un paquete envuelto en papel de regalo y un sobre. Era de Aida. Dejó el regalo a un lado, abrió el sobre y sacó la carta. Fue al despacho por sus gafas y comenzó a leer:
Hola mamá, te envío tu regalo de Navidad. Gracias por lo del jet, pero no voy a ir a la cena. Ya sabes que estas fiestas me producen cierto empacho, y no me refiero precisamente a la comida. He cogido tu yate. Cuando leas esto, estaré en aguas del Mediterráneo. Ya ves, sigo con mi ensoñación, esta noche, no puedo soportar cenar con tanto lujo, mientras hay personas que se ahogan tratando de alcanzar nuestra costa en patera. Intentaré ayudar a todas las que pueda. Dale un beso a mis hermanos. Te quiero.”

Dobló la carta con lágrimas en los ojos. Seguro que volvería a detenerla alguna patrullera y pasaría la Navidad en la cárcel. Le invadió un profundo sentimiento de culpabilidad y sobre todo un enorme arrepentimiento de haberle dado siempre tanta libertad. Desde que se había apuntado a aquella maldita organización humanitaria, era otra. ¡Cría cuervos!







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