Doña
Carolina apartó ligeramente el pesado cortinaje para mirar a través
del gran ventanal. El guarda de seguridad de la entrada estaba
abriendo la verja al Ferrari de su hija Esther. Sonrió. Había sido
una excelente idea celebrar la Nochebuena en la mansión de la Sierra
todos juntos. Desde la muerte de su marido se veían demasiado poco.
Era el precio que tenían que pagar para mantener su grupo de
empresas como uno de los más rentables del país. El mayordomo abrió
la puerta, recogió el abrigo de marta cibelina de Esther y lo puso
en el perchero de caoba del hall.
-
Hola mamá, un beso. ¡Qué elegante y guapísima estás! ¿Soy la
última?
-
Hola, hija. ¡Qué alegría! No, aún falta Aída. ¿Le diste el
recado, verdad?
-
Sí, sí, no te preocupes, ayer la llamé para decirle que le
mandábamos el jet al aeropuerto.
-
Tus hermanos están en el salón de arriba, sube a darles un abrazo,
yo me quedo aquí esperando a tu hermana.
El
teléfono interior comenzó a sonar. Era el guarda de la puerta.
-Señora,
vienen de Seur con una caja para usted.
-Que
pase, dijo malhumorada.
Se
acercó hasta la puerta de la casa a recogerla. ¿Me firma, por
favor, el recibo? dijo el repartidor ofreciéndole un bolígrafo.
Firmó de mala gana y el chico se marchó gritando un sonoro, ¡Feliz
Navidad! El mayordomo abrió la caja. Dentro había un paquete
envuelto en papel de regalo y un sobre. Era de Aida. Dejó el regalo
a un lado, abrió el sobre y sacó la carta. Fue al despacho por sus
gafas y comenzó a leer:
“Hola
mamá, te envío tu regalo de Navidad. Gracias por lo del jet, pero
no voy a ir a la cena. Ya sabes que estas fiestas me producen cierto
empacho, y no me refiero precisamente a la comida. He cogido tu yate.
Cuando leas esto, estaré en aguas del Mediterráneo. Ya ves, sigo
con mi ensoñación, esta noche, no puedo soportar cenar con tanto
lujo, mientras hay personas que se ahogan tratando de alcanzar
nuestra costa en patera. Intentaré ayudar a todas las que pueda.
Dale un beso a mis hermanos. Te quiero.”
Dobló
la carta con lágrimas en los ojos. Seguro que volvería a detenerla
alguna patrullera y pasaría la Navidad en la cárcel. Le invadió un
profundo sentimiento de culpabilidad y sobre todo un enorme
arrepentimiento de haberle dado siempre tanta libertad. Desde que se
había apuntado a aquella maldita organización humanitaria, era
otra. ¡Cría cuervos!
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