Mi alma gemela - Borja Pino




 Relato inspirado en la fotografía

Lo nuestro fue amor a primera vista. Uno de esos flechazos que sólo son posibles en las poesías de Byron, en los sonetos de Bécquer, en esas diarreicas películas románticas, ajenas a la existencia de champús anti-caspa, que suelen emitir en la sobremesa de los domingos. No nos conocíamos previamente. Nuestros caminos jamás se habían cruzado. Pero en cuanto la vi allí, tendida en la playa, desnuda sobre la arena, completamente sola, supe que me abriría las puertas de un mundo nuevo, exótico y lejano, fascinante más allá de toda sospecha.
Estaba allí por mí, para mí, decidida a llamar mi atención para ofrecerme la llave del Universo del Placer Supremo.
Únicamente debía tener el valor de acercarme a ella.
Y eso hice.
Era domingo, creo recordar. Una de esas tardes gélidas y ventosas, grises como sólo puede serlo el enero asturiano. Me había escapado a Salinas – la única a la que podía llegar en autobús, dada mi carencia de carnet de conducir – y, pese a lo desapacible del día, había osado descalzarme y caminar así sobre la arena, dejando que el oleaje del Cantábrico bañase mis pies desnudos. Estaba completamente solo en la playa, y eso me permitía regodearme en mis frustraciones, todas ellas normales y manejables, pero magnificadas por mi afición al drama: no tenía trabajo, mi novia estaba lejos, mis padres no me comprendían, me estaba quedando calvo, no vislumbraba cuál era el derrotero de mi existencia y, para colmo, una gaviota acababa de tener a bien hacer sus malignas necesidades intestinales sobre mi cazadora favorita, fastidiando bastante el impresionante efecto que causa un hombre joven, atractivo, solo y sin abuela que se entretiene contemplando el mar en pleno invierno. Decididamente, las cosas no podían irme peor. O sí… Bueno, no sé. Lo mismo da.
Entonces la vi.
Frente a mí, a menos de cien metros.
Con su incitante cuerpo de formas suaves, redondeadas, perfectas, parcialmente enterrado en la arena, reluciente pese a la tenue luz del atardecer.
La marea acariciaba su gloriosa desnudez cada pocos segundos.
Era perfecta.
Era…
Era…
Una botella.
De whiskey, si mi infalible conocimiento de las bebidas espirituosas y de sus recipientes no me engañaba.
¡Justo lo que necesitaba en aquel momento!
Perdida ya la teatral compostura de un instante antes, me encaminé con paso rápido, casi corriendo, hacia aquel objeto maravilloso bendecido por los dioses de las destilerías. Cuando llegué a su altura me dejé caer, extasiado por su visión; hinqué las rodillas en tierra y, con un cuidado y un mimo más propios de una matrona que toma en sus brazos a un recién nacido, la cogí, me la llevé ante mis ojos y la estudié, relamiéndome.
Estaba vacía.
Por las espinillas de Perico, el de los Palotes… ¡Estaba vacía!
O no…
Había algo dentro de ella.
Un pequeño cilindro de lo que parecía ser papel, enrollado y atado con un pedazo de cordel.
Desenrosqué el tapón y, con mucho esfuerzo y más de un insulto de por medio, al fin logré sacar el misterioso objeto de la botella. Efectivamente, era un trozo de papel; parecía bastante antiguo, y el paso del tiempo había amarilleado y agrietado su superficie hasta el punto de hacerla quebradiza. Con sumo cuidado, deshice el nudo del cordel, lo retiré y desplegué el cilindro.
Era la etiqueta de la botella. Alguien la había despegado cuidadosamente, había hecho un canutillo con ella y la había introducido en el recipiente de cristal.
Su leyenda hizo que mis ojos se abriesen como tapacubos, que mi corazón latiese con una fuerza inusitada, que todas mis preocupaciones pasadas se esfumasen de súbito, reemplazadas por una sensación de infinita pérdida.
Rezaba “The Macallan. Scotland. 1947”.
No me lo podía creer… Aquella botella había albergado uno de los whiskys más caros del mundo. ¡Cada una de ellas podía llegar a alcanzar un precio de 7.000 euros en el mercado! ¡Y estaba vacía!
Pero había más. Por la parte de atrás del papel.
Un mensaje escrito a pluma, con elegantísima caligrafía. Parcialmente difuminado por la humedad, pero aún legible.
Ocho simples palabras.
Me la he trincado yo. Yo solito. Jódete”.
Y fue en aquel momento, arrodillado sobre la arena de la playa de Salinas, aterido de frío y aún estupefacto, cuando hice la que aún hoy es la promesa más importante de mi vida.
Estrujé la etiqueta en mi puño, me incorporé despacio, apreté la botella contra mi pecho y, mirando al cielo, dejando que la ira se apoderase de todo mi ser, juré…
  • Como encuentre el cabronazo que la ha vaciado, se va a acordar de mí. ¡¡¡POR MIS MUELAS QUE SE VA A ACORDAR DE MÍ!!!






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