Andrés y su familia llegaban a casa de muy mal humor, fastidiadas las vacaciones, al menos de momento, por una huelga de controladores aéreos. Iban a pasar veintitrés días en Tenerife, todos juntos, y haber conseguido que coincidieran los ánimos y las fechas teniendo dos hijos adolescentes, había sido una epopeya, para verlo aplazado ahora de forma indefinida.
Mientras su mujer abría la puerta él
pensaba en pedir unas pizzas para cenar, porque no creía que
tuvieran nada en la nevera. Incluso el gato estaba ya instalado en
casa de su cuñada.
Entraron en casa huraños y silenciosos,
como en todo el camino desde el aeropuerto, hasta que su hija, que
iba en último lugar, dio un grito ahogado y todos se volvieron. La
chica tenía un cuchillo amenazándole la garganta, sostenido por el
hombre que estaba a su espalda, un hombre joven, rubio, con la piel
pálida y una mirada desesperada.
Ese hombre era Bernardo. Electricista en paro y asaltante de casas desde hacía cinco meses, más o menos desde que se había enterado de que iba a ser padre.
Y aquel trabajo no debería haber tenido
complicaciones. La urbanización estaba prácticamente vacía, los
ocupantes de la casa de viaje, sin perro, con una alarma muy básica…
Incluso se había atrevido a hacerlo a plena luz del día, aquel
domingo por la tarde, para llegar a casa temprano. Desde que la Mari
estaba embarazada, a Bernardo no le gustaba dejarla sola por la
noche.
Había entrado por la puerta del patio,
sin un solo problema, sin un ruido de más, y se había sentido tan
cómodo que, antes de registrar la casa, había encendido la tele
para ver un rato el programa que tanto les gustaba a él y a la Mari.
Hasta que oyó el sonido de llaves en la
cerradura y creyó que se le salían el corazón y el hígado por la
boca. Pero pensó rápido. Se escondió y, en cuanto todos estuvieron
dentro, le puso la navaja a la niña en el cuello. Así, amenazando a
la chica, consiguió que los demás le obedecieran y en poco tiempo
los tuvo a los cuatro amordazados y atados a las sillas del salón.
Ahora sólo tenía que pensar en cuál
era el siguiente paso, porque nunca se había visto en una situación
parecida.
Y la tele seguía encendida. Acababa de
salir el presentador favorito de Bernardo, Félix Cifuentes.
La vocación de Félix Cifuentes nunca
había sido ser presentador de concursos. De hecho, no creía que
nadie pensara en esa profesión como vocacional; ni siquiera como una
profesión de verdad.
El había soñado con ser actor, pero
había aterrizado en la tele por accidente y allí llevaba diecisiete
años, sin conseguir salir. Al principio había sido una forma de
pagar las facturas, algo temporal hasta que llegara su gran
oportunidad. El se sabía buen actor y gracias a eso, a sus dotes de
interpretación, había creado un personaje simpático y cercano, que
conducía los concursos de maravilla. También era agotador, y
después de tantos años de sonrisas, había tenido que empezar con
las sesiones de botox porque ni las chicas de maquillaje podían ya
disimularle los surcos alrededor de los ojos y la boca.
Había hecho de todo. Preguntas y
respuestas; mascotas con talento artístico; cocinando con tu suegra;
de cantantes aficionados, por supuesto. Cada vez que en la cadena
alguien tenía una nueva idea para un concurso le llamaban a él. Y
él aceptaba, claro, porque a medida que había ido ganando dinero,
también habían ido aumentando sus necesidades básicas como el
chalecito, el coche deportivo, vacaciones exóticas y novias con
gustos caros.
Pero no era una persona feliz y, lo que
era peor, no creía que fuera a serlo.
Odiaba el momento en que venía el coche
a recogerle para llevarle al estudio de turno. Odiaba las sesiones en
maquillaje y vestuario, donde siempre alguien conseguía colarse para
pedir autógrafos, últimamente para sus madres, lo cual ya era
doblemente deprimente.
Odiaba este programa en particular, los
domingos por la tarde, en directo, muy variado y muy familiar. Había
entrevistas también, pero, claro, eso no lo hacía él, él sólo se
encargaba de la parte del concurso porque a nadie jamás se le
hubiera ocurrido que podía servir para otra cosa.
Cuando llegaba su momento, la veterana
presentadora, rodeada de los invitados de la tarde, le presentaba y
él aparecía, todo sonrisas, para acompañarles en el sofá. Para
entonces ya había sobre la mesita una maqueta de un teléfono y todo
el mundo sabía lo que iba a ocurrir, la llamada aleatoria a un
domicilio para hacer ganar algo de dinero a un ciudadano anónimo.
Precioso. Un día de éstos iba a
volverse loco y a hacerles a todos un corte de manga, aprovechando el
directo.
Félix era perfectamente capaz de tener
estos pensamientos manteniendo intacta su bonita sonrisa, a la vez
que escuchaba los tonos de llamada. Al tercero descolgaron el
teléfono, y se oyó una voz masculina que, un poco titubeante,
decía: “DuviTele por la tarde”.
El plató estalló en aplausos y tuvo que
esperar a que cesaran.
- Felicidades, amigo televidente, ha
ganado 500 euros.
Otros segundos de aplausos, y pudo
continuar.
- ¿Cómo se llama usted, amigo?
- Bernardo..
- Fantástico, amigo Bernardo. Pues ya
sabe que DuviTele premia a sus fieles seguidores, así que a partir
de mañana puede recoger su cheque en nuestras oficinas. ¿Está
usted contento?
Félix no sabía qué decir, pero
intervino la presentadora.
- Por supuesto, Bernardo. Nuestro
compañero Félix no va a decepcionar a un seguidor de la cadena.
Bernardo no cabía en sí de emoción.
Cuando había empezado a sonar el
teléfono, claramente sincronizado con los tonos que se oían por la
tele, había decidido contestar porque, total, tampoco perdía nada
por probar. Y había ganado. Y había salido por la tele. Qué cara
pondría la Mari cuando se lo contara… O quizás lo había visto
desde casa.
Luego le habían pasado con producción,
había dado todos sus datos, y sólo después de colgar se dio cuenta
de que estaba en medio de un robo.
Pero ya no importaba. Le esperaban 500
euros. Así que tranquilizó a aquellas personas, prometiéndoles
hacer una llamada anónima a la policía para que fueran a
desatarles, y se marchó a su casa dando saltos de felicidad.
El lunes por la mañana, Félix Cifuentes
estaba en las oficinas de DuviTele acompañado por un abogado de la
casa y varios policías de paisano. Había recibido la llamada del
director muy temprano, cuando aún estaba intentando dormir para
curarse de la resaca, y al principio no había podido entender ni
creer la historia de aquel idiota. Porque tenía que ser idiota, o
todo era mentira. Aún no creía que fuese a aparecer a por su
cheque, después de dar su nombre y de hablar por la tele delante de
la gente a la que estaba robando.
Pero antes de las diez lo tuvo delante.
Un tipo vulgar y largirucho, con cara de felicidad, como la mujer
embarazada que se colgaba de su brazo.
- Hola, soy Bernardo, el de ayer.
Félix no se lo podía creer. Era la
situación más surrealista en la que se había visto envuelto jamás.
Pero no tuvo que hacer ni decir nada. Un policía se identificó y
separó a aquel hombre de la mujer, para ponerle unas esposas.
- ¿Y mi cheque? –dijo el hombre.
Félix seguía sin palabras, y miró al
abogado.
- Bueno –dijo éste- esta noche he
revisado las bases del concurso y este individuo es legítimo
ganador.
- Déselo a la Mari, señor Félix
–imploraba el idiota, mientras los policías tiraban de él.
Y Félix Cifuentes se lo dio a la Mari,
que los miraba a todos sin decir nada, a punto de llorar, sin dar
crédito a lo que estaba pasando.
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