Todos a una - Cristina Muñiz Martín


                                                 


El anuncio de un nuevo concurso de televisión, hizo que Justo, alcalde de Macanudo, saliera corriendo de su casa a las doce de la noche para dirigirse al ayuntamiento. Tras pasar un rato revisando los archivos municipales, constató que, entre los dieciocho y setenta años, había en el pueblo quinientos ocho adultos. Aquello prometía. A las siete de la mañana, fue a despertar a don Clemente, el cura, para tocar las campanas de la iglesia.
El pueblo salió a la calle, pensando en alguna tragedia, pero cuando Justo les habló del concurso y de los cinco millones de euros de premio, todos se abrazaron como si ya hubieran recibido el dinero.
Inmediatamente entraron en acción. Fueron al almacén de patatas de Prudencio y uno a uno pasaron por la báscula, siendo el peso registrado minuciosamente por el alcalde. De los quinientos ocho adultos se descartaron cuarenta y seis por padecer enfermedades y otros veinticuatro por ser más delgados de lo normal. Los restantes, cuatrocientos treinta y ocho, deberían perder cinco toneladas de peso en un mes, una media de once quilos y medio por persona. Ilusionado, con el consentimiento de todos y cada uno de los vecinos, Justo envió la documentación al concurso.
Acto seguido, don Clemente abogó por ofrecer una misa a Santa Rita, patrona de los imposibles, para que intercediera por ellos. Fueron a la iglesia incluso los ateos, por solidaridad y porque nunca se sabe. Ese dinero le iba a venir muy bien al pueblo, olvidado por la administración desde tiempos inmemoriables, pese al buen hacer de Justo que todos los meses se desplazaba a la capital para dejar en la mesa del presidente de su comunidad una carpeta cargada de informes que iba directamente a la papelera.
Un mes más tarde, la plaza del pueblo se transformó en un plató de televisión al aire libre. Cámaras, directores, realizadores, mezcladores, maquilladores, peluqueros, presentadores, médicos, enfermeros … y los primeros turistas. A falta de hoteles, las casas particulares y el ayuntamiento se convirtieron en alojamientos improvisados. Una carpa enorme cumplía la función de comedor y una gran báscula dorada, con los logotipos del programa, colocada en el centro de la plaza, se convirtió en la estrella más deseada por los objetivos de las cámaras fotográficas.
El programa comenzó pesando a los vecinos de diez en diez. La cifra total fue de treinta y dos mil ciento cuarenta y dos kilos. Empezaba la cuenta atrás para perder las cinco toneladas que aseguraban el premio.
Al principio, rota la monotonía, los concursantes vivían como en una fiesta. Sin embargo, al cabo de una semana, viendo como los forasteros hincaban el diente a sus jamomes, chorizos, lomos, morcillas y buen vino, mientras ellos seguían una dieta a base de verduras, carnes o pescados a la plancha, fruta y agua, hizo que comenzaran a cuestionarse si merecía la pena el esfuerzo. Pero allí estaba Justo, el alcalde, para comandar a su tropa. Organizó una excursión diaria al valle vecino, diez kilómetros de ida y diez de vuelta que, además de subir el ánimo serviría para dejar carnes por el camino. Alegría amenizaba la marcha con sus canciones; Esperanza prometía el éxito a los desmoralizados; Ángel, Benigno y Cándido, cargaban a ratos con los más débiles; Consuelo alentaba a los rezagados; Amparo se ocupaba de ir pasando las cantimploras de agua y de azuzar a Paz y a Serena, que solían quedarse extasiadas contemplando el paisaje. Y así, día tras día, el pueblo, fraternalmente unido, seguido por varias cámaras de televisión y unos cuantos grupos de curiosos, se iba acercando a su objetivo.
A mitad de mes el director del programa decidió celebrar una fiesta para subir la audiencia que, tras la primera semana, parecía flojear. Todos se pusieron muy contentos y Amable, el bodeguero, sacó su mejor barril de vino para celebrarlo. Pero el vino solo fue para la gente de la televisión. El pueblo se tuvo que contentar con un barril de agua, al que le echaron unos polvos rojos para disimular, pues bien se sabe que el vino engorda. Las empanadas, tortillas y embutidos de otras fiestas también fueron para los forasteros, mientros los concursantes tuvieron que conformarse con bandejas repletas de jamon york, fruta y yogures.
En el canal de televisión reinaba la preocupación, pues aunque el programa se emitía en hora de máxima audiencia no conseguía el éxito previsto. En el pueblo también había inquietud, ya que algunos vecinos lejos de adelgazar parecían engordar, señal de estar comiendo a escondidas. Quien más recelo producía era Pánfilo, paseando orgulloso sus casi cien quilos, con la barriga mirando hacia adelante, tan atrevida como antes de comenzar el concurso. Justo habló con Amable que se ofreció gustoso a ir a vivir con Pánfilo para vigilarlo, al igual que Caridad y Auxiliadora. Desde ese momento, salvo para ir a la caminata diaria, no se les volvió a ver, aunque de aquella casa, antes tranquila, no paraban de salir ruidos, ayes y gemidos. Eso era bueno, pensaba Justo...más ejercicio... menos quilos.
Faltaba ya solo una semana para la final y aún quedaban muchos quilos que perder. El día anterior al final del concurso, pese a estar prohibido, todos los vecinos fueron pasando de manera silenciosa por la casa del alcalde, para ser pesados en secreto. Las notas fueron viajando invisibles de unas manos a otras, con la terrible noticia: en menos de venticuatro horas debían perder cada uno kilo y medio. Estaban ya desesperanzados, cuando las hermanas Flor y Jazmín dieron con la solución. Una tisana a base de plantas que les produjo una diarrea tan intensa que, ante el desconcierto de la gente de la televisión, esa noche no se cesaron de oir, ni por un momento, las cisternas de todas y cada una de las casas del pueblo. Al día siguiente, con gran expectación de cámaras y turistas, se fueron pesando los cuatrocientos treinta y ocho vecinos. Habían perdido entre todos ¡Cinco toneladas y ochenta quilos!
El concurso llegó a su fin, y Macanudo se llevó los cinco millones de euros, cantidad más que suficiente para mantener su pueblo en perfecto estado durante unos cuantos años. Los vecinos no cabían en si de gozo, aunque el programa fue un desastre de audiencia, pues pasados las dos primeras emisiones, a nadie le apetecía ver a un pueblo actuando todos a una,  como Fuenteovejuna, pero a lo soso. Ni un insulto, ni una mala palabra, ni un mal gesto. ¡Menudo aburrimiento!





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