Cesáreo, hombre
de edad madura, bizco y con gafas de culo de botella, casi calvo y
corto de expresión, tenía sin embargo un encanto especial, a
juzgar por el éxito que gozaba entre las mujeres.
No había tenido
una vida fácil. Su padre, Eustaquio Pantanares, había sido militar
durante la dictadura franquista, hombre duro y frío de carácter que
jamás demostró el más mínimo cariño por sus esposa y su único
hijo y que murió de la noche a la mañana de un ataque a saber de
qué, dejando a su familia sumida en el abandono, que no en la
miseria, pues les legaba un buen colchón de dinero de procedencia no
del todo limpia, detalle que a nadie importó lo más mínimo.
Tenía Cesáreo
tres años y medio cuando su padre pasó a mejor vida, y su madre,
Caridad Quintanilla, que era media idiota de nacimiento, se dedicó
en cuerpo y alma a la crianza de su pequeño, como tenía que hacer
cualquier mujer decente a la que la desgracia hubiera dejado viuda
demasiado pronto. Como no sabía hacer otra cosa y además el
servicio se ocupaba de la casa y demás asuntos espinosos, Cesáreo
se convirtió en la obsesión de su madre, que con su sobreproteción
fue criando un muchacho tímido, pusilánime, indeciso, miedoso y muy
poco preparado para enfrentarse a la vida. En realidad las
intenciones de Caridad eran que su vástago ingresara en el
seminario. Siempre había tenido la loable intención de ofrecer al
Señor su primer hijo, y puesto que Dios no le había dado la
posibilidad de ser madre más que una vez, era a su unigénito al que
debía dirigir hacia la vida religiosa y a poder ser contemplativa.
Comenzó pues su tarea bien temprano, enseñando a Cesáreo a rezar
antes que a leer, acudiendo con él a misa diaria de nueve antes de
que el pequeño entrara a las clases en el colegio y sobre todo
haciéndole ver, por activa y por pasiva y con ejemplos bien
instructivos buscados entre las propias vecinas del barrio, lo
pérfidas que eran las mujeres, salvo ella misma, claro está.
-Hijo mío –
le decía – nunca te fíes de lo que te diga una mujer, salvo de tu
propia madre. Ninguna te amará como lo hago yo ni, desde luego,
como lo hace Dios nuestro señor.
Cesáreo no
contradecía a su madre y a todo le decía que sí. Al principio se
lo creía todo y estaba dispuesto a cumplir los propósitos que su
adoraba progenitora tenía guardados para él, hasta que, cuando
estaba a punto de ingresar en el seminario, conoció a Julita
Alcaraz, muchacha de buena familia, la más bonita de todo Madrid y
se enamoró perdidamente de ella. Evidentemente la chica no le hizo
ni caso, es más, jamás llegó a enterarse de que la pretendía, y
aunque así fuera, jamás se hubiera fijado en él. Por aquel
entonces, recién cumplidos los diecisiete, Cesáreo ya lucía
gruesas gafas de pasta para corregir su recalcitrante miopía y en la
medida de lo posible su estrabismo, aparte de que sufría de
incipiente calvicie prematura, cosa que le preocupaba sobremanera,
aunque no así a su madre, que pensaba que eso era una ventaja a la
hora de ordenarse fraile franciscano, pues así no tendrían que
raparle la coronilla.
Una noche,
mientras la imaginación del muchacho volaba al lado de Julita, sin
querer la dibujó en su mente como Dios la trajo al mundo y a pesar
de que sabía que estaba cometiendo un pecado mortal, se dejó
arrastrar por semejantes pensamientos pecaminosos con resultados
desconocidos en aquella entrepierna que hasta entonces había estado
dormida y que de pronto despertó en todo su esplendor, haciendo que
el chico se llevara a sí mismo hasta un mundo de sensaciones que le
hizo ver la vida de un modo distinto.
A la mañana
siguiente se despertó envalentonado y lleno de confianza en sí
mismo, dispuesto a enfrentarse de una vez por todas a su madre, que
ya estaba bien de dejarse mangonear. A la hora del desayuno le dijo
que de seminario nada de nada y de monje franciscano todavía menos.
Que había descubierto que le gustaban las mujeres y que junto a
ellas podía vivir momentos inolvidables. Caridad Quintanilla no daba
crédito a lo que estaba escuchando. La tostada que estaba comiendo
se quedó a medio camino hacia su boca, le dio un síncope y se fue
al otro barrio sin más, sin ni siquiera despedirse y encima
disgustada. A su hijo le importó bien poco. De pronto, en una sola
noche se le habían abierto los ojos y había sido consciente de la
realidad de su insulsa vida. Que su madre desapareciera del mapa era
lo mejor que le podía pasar si quería llegar a ser una persona
independiente y capaz de manejar las riendas de su vida.
Después de un
mínimo periodo de luto y siendo consciente de que tenía que
enfrentarse al mundo de la manera que fuera, hizo un estudio de las
diversas profesiones que podría ejercer y dados sus escasos
conocimientos en casi nada decidió que ejercer de gigolo era la
única opción que tenía.
Puso un anuncio en
el periódico y su teléfono no tardó en sonar. Su primera cita, a
la que acudió ciertamente nervioso, fue un éxito total. La clienta,
cuando lo vio delante de sus narices, no las tuvo todas consigo.
Cesáreo era joven y fornido, pero poseía las características ya
señaladas que no lo hacían demasiado atractivo. Para colmo de
males, como era parco en palabras, se quedó delante de la mujer sin
decir nada. Ésta ya estaba a punto de echarlo de su casa, pensando
que contratar a un chiflado para saciar sus más bajos instintos no
era precisamente una buena idea, pero en el último momento Cesáreo
llevó la mano de la mujer a su entrepierna y la hizo cambiar de
opinión. El poseedor de semejantes atributos tenía que
transportarla al séptimo cielo sin duda alguna. Y es que sí,
Cesáreo sería medio bobo, feo y todo eso, pero su órgano sexual
poseía unas dimensiones considerables y además desde aquella noche
que había pasado pensando en Julita Alcaraz se había vuelto
juguetón en extremo.
Gracias a él su
vida es una delicia continua. Han pasado ya muchos años y Cesáreo
se ha convertido en todo un personaje para las féminas de su ciudad.
Ante el mundo en general semeja un pobre idiota. Ante sus clientas
nuevas al principio también, pero al final todas sucumben a su
encanto especial y acaban repitiendo. Y es que no debemos hacer caso
a las apariencias porque muchas, muchas veces, nada es lo que parece.
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