Cesáreo - Clara Conde

                                   


  Cesáreo, hombre de edad madura, bizco y con gafas de culo de botella, casi calvo y corto de expresión, tenía, sin embargo, un encanto especial al ser tan buena persona, y era fácil quererle, una vez que se le llegaba a conocer. Pero no todo el mundo lo conseguía, quizás por su aspecto, quizás por su poca conversación, siempre había sido retraído en las relaciones personales.
Su madre se había preocupado por su porvenir, y cuando la cabeza de su hijo aún estaba poblada de pelo y aún no había conseguido las lentes que luego le caracterizarían, a la mujer no le importo darle el poco dinero que tenía guardado, para que marchara al norte, al otro lado de la frontera, a aquella tierra nueva que prometían llena de oportunidades. Ese había sido el deseo de Cesáreo, al que, a pesar de todo, nadie podía acusar de no ser valiente.
Había llegado al pueblo sobre una mula, la única mula de su familia, vestido con un traje medio decente, el único traje que había tenido su padre y, en un paquete de papel, una camisa y unos calzones. No le asustaba que las gentes hablaran otra lengua, después de todo, él era hombre de pocas palabras, y en seguida descubrió, en los barracones del primer rancho donde encontró trabajo, que allí se hablaban más idiomas de los que él había imaginado.
Trabajó mucho, porque el trabajo tampoco le asustaba, a pesar de haber llegado sin saber nada sobre vacas ni caballos y, en ausencia de vicios importantes, sus ahorros iban aumentando.
Su primera adquisición fue un carro y un caballo resistente y, pagándole a un crío del pueblo que hacía los viajes, fue llenando un pequeño almacén con tabaco, bebidas, especias, café y todo lo que se le ocurría que pudiera guardarse; a partir de esa idea, con el ferrocarril llegando al pueblo, la estación a punto de empezar a funcionar, Cesáreo hizo gala de su visión de futuro y llegó a un acuerdo para el transporte de sus mercancías. Y con apenas treinta años, dejó su trabajo en el rancho, abrió una tienda en la calle principal, y fue aumentando poco a poco la variedad de sus productos, hasta tener a la venta todo lo que sus vecinos pudieran necesitar.
Pero Cesáreo se sentía solo, echaba de menos tener una familia.
Todo esto, su historia, yo fui conociéndola más tarde, poco a poco, porque nunca se le curó la dificultad de expresarse con palabras.
Las otras chicas y yo llegamos al pueblo con la creciente prosperidad, la del pueblo y la de Cesáreo, y la primera vez que le vi, solo en la barra, con aquel aspecto tan poco agraciado y la mirada triste, mientras todos los hombres bebían y reían con mis compañeras, pensé que podía ser mi salvación, mi pasaporte para cambiar de vida. A Cesáreo se le notaba que ya no era joven, y presumí que no tendría esposa ni planes de encontrarla; sólo un hombre así podía carecer de prejuicios hacia una chica como yo.
Le observé muchas noches. Nunca compartía bebidas con los otros parroquianos, aunque éstos mostraban hacia él un respeto distante. A veces subía a las habitaciones con alguna chica, pero la mayoría de las veces sólo bebía un rato a solas antes de irse. Yo no me acercaba a él, no quería apresurarme y estropear mis planes. Tenía que pensar muy bien la forma de ganármelo.
Pero todo ocurrió al revés. Me gano él a mí, el día que mis dos pequeños se escaparon y los encontré en la tienda de Cesáreo, jugando y riendo, uno subido a sus espaldas y el otro colgándole de una pierna. Qué fácil me fue imaginarle como un padre para ellos.
Así que empezamos a pasear juntos, y enseguida hablamos de boda. Y a ningún vecino le extrañó la extraña pareja. El mejicano cuarentón y malhecho con la puta joven y bonita.
Nos hemos hecho muy felices uno a otro.









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