Su
madre se había preocupado por su porvenir, y cuando la cabeza de su
hijo aún estaba poblada de pelo y aún no había conseguido las
lentes que luego le caracterizarían, a la mujer no le importo darle
el poco dinero que tenía guardado, para que marchara al norte, al
otro lado de la frontera, a aquella tierra nueva que prometían llena
de oportunidades. Ese había sido el deseo de Cesáreo, al que, a
pesar de todo, nadie podía acusar de no ser valiente.
Había
llegado al pueblo sobre una mula, la única mula de su familia,
vestido con un traje medio decente, el único traje que había tenido
su padre y, en un paquete de papel, una camisa y unos calzones. No le
asustaba que las gentes hablaran otra lengua, después de todo, él
era hombre de pocas palabras, y en seguida descubrió, en los
barracones del primer rancho donde encontró trabajo, que allí se
hablaban más idiomas de los que él había imaginado.
Trabajó
mucho, porque el trabajo tampoco le asustaba, a pesar de haber
llegado sin saber nada sobre vacas ni caballos y, en ausencia de
vicios importantes, sus ahorros iban aumentando.
Su
primera adquisición fue un carro y un caballo resistente y,
pagándole a un crío del pueblo que hacía los viajes, fue llenando
un pequeño almacén con tabaco, bebidas, especias, café y todo lo
que se le ocurría que pudiera guardarse; a partir de esa idea, con
el ferrocarril llegando al pueblo, la estación a punto de empezar a
funcionar, Cesáreo hizo gala de su visión de futuro y llegó a un
acuerdo para el transporte de sus mercancías. Y con apenas treinta
años, dejó su trabajo en el rancho, abrió una tienda en la calle
principal, y fue aumentando poco a poco la variedad de sus productos,
hasta tener a la venta todo lo que sus vecinos pudieran necesitar.
Pero
Cesáreo se sentía solo, echaba de menos tener una familia.
Todo
esto, su historia, yo fui conociéndola más tarde, poco a poco,
porque nunca se le curó la dificultad de expresarse con palabras.
Las
otras chicas y yo llegamos al pueblo con la creciente prosperidad, la
del pueblo y la de Cesáreo, y la primera vez que le vi, solo en la
barra, con aquel aspecto tan poco agraciado y la mirada triste,
mientras todos los hombres bebían y reían con mis compañeras,
pensé que podía ser mi salvación, mi pasaporte para cambiar de
vida. A Cesáreo se le notaba que ya no era joven, y presumí que no
tendría esposa ni planes de encontrarla; sólo un hombre así podía
carecer de prejuicios hacia una chica como yo.
Le
observé muchas noches. Nunca compartía bebidas con los otros
parroquianos, aunque éstos mostraban hacia él un respeto distante.
A veces subía a las habitaciones con alguna chica, pero la mayoría
de las veces sólo bebía un rato a solas antes de irse. Yo no me
acercaba a él, no quería apresurarme y estropear mis planes. Tenía
que pensar muy bien la forma de ganármelo.
Pero
todo ocurrió al revés. Me gano él a mí, el día que mis dos
pequeños se escaparon y los encontré en la tienda de Cesáreo,
jugando y riendo, uno subido a sus espaldas y el otro colgándole de
una pierna. Qué fácil me fue imaginarle como un padre para ellos.
Así
que empezamos a pasear juntos, y enseguida hablamos de boda. Y a
ningún vecino le extrañó la extraña pareja. El mejicano cuarentón
y malhecho con la puta joven y bonita.
Nos
hemos hecho muy felices uno a otro.
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario