Cesáreo,
hombre de edad madura, bizco y con gafas de culo de botella, casi
calvo y corto de expresión,
tenía, sin embargo, un encanto especial. Poseía una vasta cultura
ya que había sido –o eso se rumoreaba porque nadie le vio ejercer–
maestro de escuela rural, y era, además, dueño de una voz
prodigiosa con la que recitaba poemas y otros escritos, normalmente
ajenos, a veces propios-, en veladas organizadas en el salón de la
parroquia.
Su
personalidad se crecía en el momento de la lectura. Las beatas se
sentaban en primera fila, atentas a cada verso, a cada estrofa, a
cada gesto, aplaudiendo como fan
girls
enfebrecidas cuando terminaba su recitado.
Como
hombre culto que era, disponía en su casa de una considerable
biblioteca en la que en ocasiones se perdía. Más de una y más de
dos veces se temieron lo peor al no recibir respuesta a los timbrazos
insistentes.
–Estaba
viajando. –se excusaba mientras sujetaba firme un libro entre sus
manos.
Sus
viajes reales nunca iban más allá de los senderos que rodeaban el
pueblo, acompañado por su perro, de una raza indefinida y con un
sospechoso parecido razonable con su dueño. Hasta ladraba con el
mismo tono solemne que su amo usaba al leer en voz alta.
A
veces se aventuraba a desplazarse hasta el pueblo cercano más
grande, el cual disponía de librería, cafetería y otros pequeños
lujos con los que se regalaba de tanto en tanto.
En
una de sus escasas excursiones, al salir de la librería donde
adquiría sus libros, chocó con otra clienta que pretendía entrar.
Su carga quedó desparramada y mezclada con las bolsas de la mujer.
Esta le miró con gesto de repugnancia mientras recogía sus compras.
–No
deberían dejar existir a este tipo de gente. –soltó casi a
gritos.
Sus
felinos ojos verdes, casi inyectados en sangre, echaban chispas. Su
altivez y su desprecio mientras recogía las bolsas contrastaban con
la elegancia chic de su Chanel dos piezas y su deslumbrante belleza,
casi de modelo.
Y
se marchó furiosa, caminando deprisa sobre sus largas piernas
subidas a unos altísimos tacones rojos hacia el otro lado de la
calle; dejando a Cesáreo recogiendo libros y sorbiendo sus lágrimas
y su vergüenza, más consciente aún de su pueblerina fealdad.
Uno
de los dependientes, que había presenciado el encontronazo desde el
interior, salió y le ofreció ayuda.
Agachados,
recogieron los libros desperdigados y se miraron. La mirada solidaria
y amigable del dependiente hizo que Cesáreo, triste y humillado, se
sintiera un poco mejor.
–Le
invito a un café. –Ofreció– Y, como veo que es lector habitual,
le sugiero que se quede con nosotros para la tertulia literaria.
Leemos fragmentos de libros que nos gustan, los compartimos y a veces
hasta nos animamos a escribir.
–No
sé...
Cesáreo
estaba poco receptivo después del mal rato, pero al mirar dentro de
la tienda vio un grupo de gente feliz, leyendo y charlando.
Me
gustaría ser uno de ellos, pensó.
–Bueno,
probaré... –sonrió un poco y se olvidó por un momento de lo
ocurrido con la casi modelo antipática de los tacones kilométricos.
Dentro
le recibieron con sonrisas. Le ofrecieron una silla y un café. Y con
la lectura de unos, los chascarrillos de otros y las sugerencias de
lectura de autores que desconocía, se introdujo en un mundo feliz.
Tan
a gusto estaba que se deshizo de su timidez pueblerina y se atrevió
a levantarse y leer fragmentos de sus obras favoritas de Don Miguel
de Unamuno, Almudena Grandes, Pérez Reverte y Corín Tellado.
Siempre había sido un hombre de gustos literarios diversos.
Su
voz inundó la librería. Todos le escuchaban absortos, encandilados
y casi sin respirar, temiendo estropear el momento mágico de aquella
voz entrando en sus corazones.
Al
terminar su lectura, Cesáreo respiró y miró alrededor. Una ovación
celebró su intervención. Una lágrima de felicidad rodó por su
mejilla.
Bienvenido
a casa, parecían decirle aquellas caras amables y sonrientes que le
aplaudían.
Y
entonces se sintió como en el Cielo. O casi mejor.
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