Relato inspirado en el título
A Shani no le parecía que hubiera
cambiado nada. Había habido varias reuniones en las que unos tipos
que no parecían negros, ni por sus ropas ni por su forma de hablar,
les habían estado explicando que ahora eran libres, que podían ir
donde quisieran, que no pertenecían a nadie, que eran los dueños de
sus propias vidas.
Algunos de los hombres jóvenes se habían
marchado, pero la gran mayoría seguían allí, incluida la familia
de Shani, haciendo cada día el mismo trabajo y viviendo en los
mismos barracones.
¿Dónde iban a ir? Se había preguntado
su madre que, como casi todos, no conocía nada ni a nadie fuera de
los límites de la plantación.
Y, en el hipotético caso de que se
fueran, ¿cómo iban a conseguir comida y alojamiento?
Así que allí se habían quedado.
Libres, sí, pero viviendo la única vida que sabían vivir.
Al único que Shani conocía que hubiese
nacido libre era al abuelo. No estaba muy segura de si era de su
familia, ya que todos los niños le llamaban abuelo cuando se
sentaban a su alrededor después de cenar para escucharle hablar de
Africa. De los inmensos desiertos donde un hombre podía morir de
sed, de las grandes extensiones de pasto donde convivían en paz toda
clase de animales salvajes que Shani no podía ni imaginar, de los
árboles, más altos que en ningún otro rincón de la tierra.
A Shani le gustaban mucho los cuentos, y
así se los fue tomando al crecer, como cuentos; porque muchas veces
el abuelo se contradecía y contaba que había llegado en un apestoso
barco en el regazo de su madre, cuando no era más que un bebé. Así
que no podía recordar Africa. Pero escucharle era uno de los pocos
placeres que había en el triste poblado de cabañas.
El otro era escuchar las historias de su
madre, bien diferentes. Trabajaba en la cocina de la casa grande y lo
sabía todo de cada uno de los miembros de la familia. Incluso de los
que vivían al otro lado del mar y escribían largas cartas que eran
leídas en voz alta a la hora del desayuno. Para ellos, la mujer que
entraba y salía con las bandejas era poco más que invisible, así
que la madre de Shani escuchaba todas las conversaciones, incluso el
día que les visitó el banquero para buscar soluciones a las deudas
que se estaban acumulando.
No necesariamente entendía todo lo que
oía, pero lo repetía a sus hijos a la hora de la cena,
convirtiéndolo en un cuento para entretenerles.
A Shani le gustaba sobre todo oírla
hablar de las fiestas, imaginar aquellas comidas que ella nunca había
probado, los trajes de todos, hombres y mujeres, y la forma en que
engalanaban aquella preciosa casa.
La casa la conocía muy bien. Su madre
había empezado a llevarla a la cocina cuando era un bebé y luego se
había convertido en la compañera de juegos de la amita, que era
casi de su edad. Shani lo recordaba como una época bastante feliz,
haciéndole compañía a aquella niña tan guapa, que además le
regalaba muchos vestidos. Después, al llegar a casa, su madre cogía
los vestidos y les arrancaba los encajes y los adornos, diciendo que
no eran prácticos para trabajar. De todas formas, Shani sabía que
no lucirían igual en su cuerpo delgaducho.
Ella y la amita fueron amigas, o algo
parecido, hasta que tuvo que marcharse a la gran ciudad para asistir
al colegio.
Y ahora iba a casarse. Por eso, para
celebrar el compromiso, era la fiesta que estaban preparando en la
casa grande, y que hacía que su madre regresara tarde todas las
noches desde hacía días, tan agotada, que casi no les contaba nada
antes de caer dormida.
Una de esas noches había llegado
llorando y Shani se preocupó, hasta que consiguió que le dijera lo
que había pasado. No era nada con ella misma. Era porque había oído
hablar del prometido de la amita, un hombre bastante mayor y con cara
de vinagre, viudo, con hijos mayores también de mal carácter. Pero
con una hacienda muy rentable. Y el amo estaba muy borracho, lleno de
remordimientos, pero sin encontrar otra solución para todos sus
problemas.
A la madre de Shani le daba mucha pena el
destino de la amita. Y a Shani también.
Su vida no era fácil; ya había tenido
tres bebés, todos nacidos muertos. Por el último no había sentido
pena, porque era bastante blanquito y le hubiera recordado demasiado
a lo que le había hecho el capataz. Pero a pesar de todo, a ella no
iban a obligarla a casarse con nadie. A pesar de todo, Shani podía
acurrucarse por las noches con su madre y sentirse querida.
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