Todos somos esclavos - Clara Conde


                                         


Relato inspirado en el título
A Shani no le parecía que hubiera cambiado nada. Había habido varias reuniones en las que unos tipos que no parecían negros, ni por sus ropas ni por su forma de hablar, les habían estado explicando que ahora eran libres, que podían ir donde quisieran, que no pertenecían a nadie, que eran los dueños de sus propias vidas.
Algunos de los hombres jóvenes se habían marchado, pero la gran mayoría seguían allí, incluida la familia de Shani, haciendo cada día el mismo trabajo y viviendo en los mismos barracones.
¿Dónde iban a ir? Se había preguntado su madre que, como casi todos, no conocía nada ni a nadie fuera de los límites de la plantación.
Y, en el hipotético caso de que se fueran, ¿cómo iban a conseguir comida y alojamiento?
Así que allí se habían quedado. Libres, sí, pero viviendo la única vida que sabían vivir.
Al único que Shani conocía que hubiese nacido libre era al abuelo. No estaba muy segura de si era de su familia, ya que todos los niños le llamaban abuelo cuando se sentaban a su alrededor después de cenar para escucharle hablar de Africa. De los inmensos desiertos donde un hombre podía morir de sed, de las grandes extensiones de pasto donde convivían en paz toda clase de animales salvajes que Shani no podía ni imaginar, de los árboles, más altos que en ningún otro rincón de la tierra.
A Shani le gustaban mucho los cuentos, y así se los fue tomando al crecer, como cuentos; porque muchas veces el abuelo se contradecía y contaba que había llegado en un apestoso barco en el regazo de su madre, cuando no era más que un bebé. Así que no podía recordar Africa. Pero escucharle era uno de los pocos placeres que había en el triste poblado de cabañas.
El otro era escuchar las historias de su madre, bien diferentes. Trabajaba en la cocina de la casa grande y lo sabía todo de cada uno de los miembros de la familia. Incluso de los que vivían al otro lado del mar y escribían largas cartas que eran leídas en voz alta a la hora del desayuno. Para ellos, la mujer que entraba y salía con las bandejas era poco más que invisible, así que la madre de Shani escuchaba todas las conversaciones, incluso el día que les visitó el banquero para buscar soluciones a las deudas que se estaban acumulando.
No necesariamente entendía todo lo que oía, pero lo repetía a sus hijos a la hora de la cena, convirtiéndolo en un cuento para entretenerles.
A Shani le gustaba sobre todo oírla hablar de las fiestas, imaginar aquellas comidas que ella nunca había probado, los trajes de todos, hombres y mujeres, y la forma en que engalanaban aquella preciosa casa.
La casa la conocía muy bien. Su madre había empezado a llevarla a la cocina cuando era un bebé y luego se había convertido en la compañera de juegos de la amita, que era casi de su edad. Shani lo recordaba como una época bastante feliz, haciéndole compañía a aquella niña tan guapa, que además le regalaba muchos vestidos. Después, al llegar a casa, su madre cogía los vestidos y les arrancaba los encajes y los adornos, diciendo que no eran prácticos para trabajar. De todas formas, Shani sabía que no lucirían igual en su cuerpo delgaducho.
Ella y la amita fueron amigas, o algo parecido, hasta que tuvo que marcharse a la gran ciudad para asistir al colegio.
Y ahora iba a casarse. Por eso, para celebrar el compromiso, era la fiesta que estaban preparando en la casa grande, y que hacía que su madre regresara tarde todas las noches desde hacía días, tan agotada, que casi no les contaba nada antes de caer dormida.
Una de esas noches había llegado llorando y Shani se preocupó, hasta que consiguió que le dijera lo que había pasado. No era nada con ella misma. Era porque había oído hablar del prometido de la amita, un hombre bastante mayor y con cara de vinagre, viudo, con hijos mayores también de mal carácter. Pero con una hacienda muy rentable. Y el amo estaba muy borracho, lleno de remordimientos, pero sin encontrar otra solución para todos sus problemas.
A la madre de Shani le daba mucha pena el destino de la amita. Y a Shani también.
Su vida no era fácil; ya había tenido tres bebés, todos nacidos muertos. Por el último no había sentido pena, porque era bastante blanquito y le hubiera recordado demasiado a lo que le había hecho el capataz. Pero a pesar de todo, a ella no iban a obligarla a casarse con nadie. A pesar de todo, Shani podía acurrucarse por las noches con su madre y sentirse querida.








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