Todos somos esclavos - Marian Muñoz


                                          


Relato inspirado en el título
Prometía ser un domingo más, como todos los de ese mes. El nuevo sacerdote era un tostón con sus sermones y me aburría mucho acompañando a mi abuela a la iglesia. Es muy mayor y camina con dificultad a pesar de apoyarse en el elegante bastón que le regalamos por su cumpleaños. Sin embargo cuando se agarra fuerte de mi brazo, lleva un paso más ágil y al ir más segura no para de saludar a todos los parroquianos, que como ella, van a la misa el domingo.
Toda persona de bien que se precie, acudía allí, aunque últimamente algunos comenzaban a fallar, debido a que el oficio religioso empezaba a soliviantar ánimos al no ser este párroco tan afable como el anterior, Don Roberto, quien debido a su avanzada edad, le habían llevado a una residencia y nombrado a uno nuevo, más joven y estricto que su predecesor.
Aquel día su homilía hablaba, para variar, de cuan pecadores somos y como todos somos esclavos de la concupiscencia, de los bienes materiales y por supuesto de ceder ante las tentaciones del demonio. Tantas veces dijo la frase “Todos somos esclavos”, que en una de esas, Olegario, el marido de Antonia la de la tienda de ultramarinos, saltó a voz en grito:
--¡No señor cura!
Los que andábamos medio adormilados, despertamos, y los que cuchicheaban se callaron, también el interpelado, ¡cómo no!, mirando fijamente a Don Olegario con cara de reprobación, continuó con su machacona oratoria. Volvió a saltar el buen hombre:
--¡No señor cura!
El silencio se hizo sepulcral, Antonia se tapaba la cara con el misal para que no se viera la vergüenza que estaba pasando, en esas estaba cuando su marido se puso en pie y dirigiéndose al nuevo cura le dijo:
--¡No señor cura! Comprendo que al ser nuevo aún no nos conozca, yo soy de Jarandilla del Forquel, mi esposa es de Utrera, y si pregunta a muchos de los presentes, han nacido en este pueblo o en los alrededores, seguro que no hay ni un extranjero entre nosotros, así que ¡no todos somos eslavos!
Las carcajadas fueron sonoras, el sacerdote irritado no sabía si seguir con el discurso o continuar con la ceremonia. Antonia no paraba de pegar a su marido en el brazo para que callara y se sentara, ante tal alboroto el párroco optó por bajar del pulpito y continuar como si nada pasara.
En los días siguientes lo acontecido fue la comidilla de todos, unos para mofa y befa de Don Olegario y otros para alabar su valentía por haber hablado. La tienda de ultramarinos estuvo bien animada de vecinos que comentaban la ocurrencia del pobre hombre, que sin duda, andaba duro de oído.
Al domingo siguiente acompañé de nuevo a mi abuela a la iglesia, todos iban con disposición de aguantar el aburrido sermón, más en aquella ocasión volvió a suceder otro tanto. El sacerdote se encontraba inmerso en su homilía explicando el significado de “A Dios rogando y con el mazo dando”, cuando Don Olegario volvió a saltar:
--¡No señor cura!
Esta vez el silencio fue total y el cura le preguntó:
--¿Qué no es cierto esta vez?
--A Dios no se le riega, se le ruega y se le reza, es que parece que usted no está bien enterado de su oficio, más parece un jardinero.
La risa fue general, moviéndose todos en sus asientos, el cura nuevo no sabía qué hacer con unos parroquianos tan irreverentes y poco respetuosos con el sagrado lugar en el que estaban. Ese día la misa fue más corta que de costumbre, se comió la mitad de los rezos al estar tan ofuscado.
Durante toda la semana Olegario volvió a ser protagonista de las conversaciones vecinales y ¡cómo no!, el héroe del pueblo llano, hasta que llegó el siguiente domingo.
La iglesia se encontraba abarrotada, gente de pie en los laterales de los bancos y en la parte de atrás, no cabía un alma más, alguna razón extraña había convocado a aquellas personas venidas de los pueblos cercanos, el sacerdote sorprendido por tal afluencia de fieles se frotó las manos pensando en que por fin, su trabajo estaba dando frutos y debía atraer al redil a tantas almas descarriadas como había en aquel pueblo.
La ceremonia transcurrió como siempre, aburrida y tediosa, los presentes no guardaban el debido silencio ni el decoro que el lugar requería, molestando notablemente al señor cura que empezó a ponerse nervioso. Cuando llegó el momento de subirse al púlpito para el sermón de la homilía, se hizo un inquietante silencio, sólo se oía su voz, pero las miradas estaban puestas en Olegario, totalmente ajeno a la expectativa.
Hablaba de la lectura que correspondía a ese domingo, y comenzó por recordar los siete pecados capitales.
De nuevo Don Olegario saltó: --¿Señor cura no cree que éste no es el lugar apropiado para hablarnos de una telenovela colombiana?
Bueno no voy a contar como acabó aquella misa, podéis enteraros por el periódico local. El nuevo cura optó por solicitar el traslado a otra parroquia. Don Olegario se quedó muy apenado pensando ser el culpable de su marcha y en el pueblo se hizo una colecta para comprar un audífono al pobre hombre, ya que sus salidas de pata de banco iban a terminar por poner en peligro la estabilidad de la vieja iglesia, al acaparar tanta atención de innumerables personas que querían ser testigos de los disparates dominicales.




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