Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
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CAPÍTULO 8
Dos meses antes, el Dr.
Alberto Gutiérrez, había asistido a un Congreso de Medicina Forense
en Nueva York. Era como un premio que le había dado el Director del
Hospital por la eficiente gestión de su Área. Además, se había
cogido una semana adicional de vacaciones para conocer la ciudad.
El último día del congreso,
se había saltado las dos primeras charlas, que tenían pinta de ser
muy aburridas, pero no quería perderse la tercera, “The perfect
crime. New forensic methods” by Dolores Foster. Se había
entretenido más de la cuenta dando un paseo por Central Park y entró
con cinco minutos de retraso. Se quedó parado en medio del pasillo
observando a la ponente. No daba crédito, era Beatriz, una de sus
enfermeras. Lola le miró, le indicó con un gesto que se sentara y
prosiguió la conferencia. No pudo quitarle los ojos de encima,
evidentemente no era Beatriz, sólo podía tratarse de una hermana
gemela. Fue una conferencia interesantísima. ¡Cuánto sabía esa
mujer y qué bien lo transmitía!
Acabada la conferencia, se
dirigió hacia el estrado donde Lola recogía sus papeles y le dijo
en español,
–Evidentemente, eres la
hermana gemela de Beatriz.
El rostro de Lola se
endureció y le preguntó con voz gélida.
–¿Y tú eres?
–Soy el doctor Alberto
Gutiérrez. Tu hermana es una de mis enfermeras.
–¡No me puedo creer que la
sombra de esa imbécil llegue hasta aquí!
–Es evidente que no te cae
bien, al menos en algo coincidimos –dijo Alberto sonriendo.
–¿Ah sí? (la expresión
de Lola se dulcificó levemente).
–Si, es una borde y
protesta por todo.
–¿Tienes planes, cenamos
esta noche? –dijo Lola sonriendo.
–Esto..., si, si, sin
problema. Estoy en el Hotel Boston.
–Perfecto. Te recojo a las
siete. Me voy que llego tarde. Disfruta del Congreso.
Lola se fue pensativa. No
había quedado con nadie, pero necesitaba tiempo para reflexionar.
Llevaba toda la vida la vida intentando poner distancia entre Bea y
ella pero no lo conseguía. Ahora ese doctor, cuando volviera a
España, contaría la anécdota y no quería que su hermana supiera
dónde estaba.
Empezó a recordar, con
angustia, su infancia. Siempre quiso ser como Bea. Admiraba su
carácter y su popularidad. Se empeñaba en parecerse a ella y sólo
conseguía ser una burda caricatura. Solo una persona, Raúl, la
apreciaba a ella más que a Bea, hasta le había pedido de salir una
vez, pero le dijo que no. Vivía permanentemente a su sombra. Algunas
veces, la suplantaba para saber qué sentía su hermana y era,
realmente, envidiable. Bea, lejos de comprenderla, no hacía más
que reñirla, afearle la conducta e insultarla. Llegó a odiarla con
toda su alma, de una forma casi enfermiza. Cuando Bea se fue a
estudiar a otra universidad, prácticamente nada cambió. Todo eran
comparaciones con ella. Estaba obsesionada.
Pasó algo más de un año y
las cosas no mejoraron en absoluto. Bea no había venido ni un solo
día a casa, ni siquiera en Navidades, a ver a la familia y su madre
le echaba la culpa a ella, era algo insoportable. Había cumplido
diecinueve años y decidió hablar con su padre, que era la única
persona en el mundo que la entendía. Estuvieron charlando largo
rato, le abrió su corazón como jamás lo había hecho nunca. Le
habló de todos sus miedos, envidias, inseguridades y odios, de cómo
necesitaba rehacer su vida, al margen de Bea, en algún sitio donde
nadie la conociera. Se abrazaron y lloraron. Su padre la entendió
como solo un padre puede hacerlo y con todo el dolor de su corazón,
la animó a que se fuese. Su madre fue menos comprensiva y trató de
quitárselo de la cabeza pero estaba decidida, tenía que
desaparecer. Y lo hizo, rompió toda relación con su pasado, a
excepción de aquel ingreso mensual de su padre, siempre con el mismo
concepto, “Una ayudita. Te quiero Lola”. Cuando cobró su primer
sueldo, devolvió la última transferencia recibida y escribió en el
concepto “Ya soy autosuficiente. Te quiero papá. Gracias por
todo”.
Se había ido a los Estados
Unidos y había sido la mejor decisión de su vida. Libre de la
influencia de Beatriz había empezado a brillar con luz propia.
Empezó trabajando de camarera, perfeccionó su inglés con rapidez.
Al año ya estaba trabajando en una empresa de seguros. Resultó ser
muy buena comercial, tenía un don con los clientes y empezó a
medrar y a llevar grandes cuentas. En un año había conseguido
ahorrar mucho dinero y se tomó sus primeras vacaciones. Decidió
volver a España y hablar con Bea, habían madurado. Calculaba que
estaría en el último año de carrera. Cuando llegó al Campus, la
pesadilla volvió. De nuevo la confundían con ella y regresaron sus
miedos e inseguridades. Se volvió a hacer pasar por Bea y se enteró
de donde vivía. En el colegio Mayor fue a su habitación y llegó a
hablar con Rebeca, su mejor amiga. Lola, que nunca había tenido una
mejor amiga, volvió a sentir una envidia enfermiza e incontrolable
hacia su hermana. Se identificó ante Rebeca y empezó a despotricar
de Bea con frases llenas de odio. Se marchó, volvió a Estados
Unidos y se juró a sí misma no regresar nunca más. Los traumas aún
seguían y más vivos que nunca.
Había vuelto a su trabajo y
le asignaron una cuenta para cubrir los riesgos de un estudio
poblacional que iba a hacer la Facultad de Psicología de Harvard.
Allí conoció a William Foster, del que se enamoró como una
colegiala. Él la convenció de estudiar Psicología, fue su alumna y
su amante. Cuando terminó la carrera, hizo el doctorado y un máster
de criminalística. Llevaban once años conviviendo cuando William le
pidió que se casaran. Ni lo dudó. Lola Foster, sonaba bien.
Todo empezó a torcerse,
cuatro años atrás, con aquella transferencia de su padre. Un euro.
En el concepto un sencillo y escueto “Se feliz. Te quiero Lola”.
Le dio un vuelco el corazón, después de tanto tiempo, no era normal
aquella transferencia. Se puso muy nerviosa, tenía un mal
presentimiento. Rebuscó en su vieja agenda y llamó a la tía
Eulogia. Tras el sobresalto inicial, su sollozante tía, se lo había
contado todo, el cáncer irreversible de su madre y cómo su padre
había decidido irse con ella. Se habían suicidado juntos aquella
mañana. Tenía grabada a fuego aquella frase que le había dicho su
tía, “Si Bea me hubiera hecho caso… ella es enfermera… ¿Por
qué no la coló en la lista?” No pudo oír más, colgó y estuvo
llorando más de una hora. Quiso darles un último adiós a sus
padres, lo necesitaba y cogió el primer avión. El entierro había
sido una auténtica pesadilla, todos llamándola Beatriz y dándole
el pésame. Recordaba como se le vino el mundo encima cuando vio a su
hermana, todas sus inseguridades y frustraciones volvieron a aflorar
tan vívidas como años atrás. Solo habían intercambiado una única
frase entre ellas.
–¿Bea, qué pasó, de
verdad no pudiste hacer nada más para salvar a mamá?
– Vete a la mierda. ¿Y tú
dónde estabas, eh, dónde estabas tú?
Se había ido de allí llena
de rabia, Bea seguía siendo la misma estúpida de siempre. Por ganas
le hubiera arrancado la cabeza allí mismo.
Se acordaba del encuentro con
Raúl caminando hacia la parada de taxis del cementerio. Lo había
reconocido al instante. Él le había dado un gélido pésame, “Te
acompaño en el sentimiento, Bea”. Estaba claro que seguía odiando
a su hermana. Cuando le dije que era Lola, su rostro se iluminó.
Siempre fue al único al que yo le caía mejor que mi hermana.
Tomamos un café y me estuvo poniendo al día de todo. El también
era de la opinión de que Beatriz la había cagado por esperar
demasiado tiempo. Al final se había casado con aquella amiga de Bea
que había visto en el campus, Rebeca, y trabajaban juntos en una
empresa de informática. Se intuía que su matrimonio no iba del todo
bien, aunque, curiosamente, habían decidido tener hijos. De hecho,
acababan de tener gemelos y Rebeca aún estaba en maternidad.
Gemelos, pobres niños, seguro que uno de ellos iba a sufrir mucho.
La muerte de William por un
cáncer, hacía ya un año, había sido otro duro golpe, el más
duro. Le había pedido matrimonio cuando se lo diagnosticaron, y ella
sin saberlo. Al final se refugió completamente en su trabajo y no
quería pensar en nada más y ahora aparecía ese doctor Gutiérrez
que le volvía a traer todos esos malos recuerdos. Tenía que cenar
con él, sacarle información y conseguir que no le dijera nada a su
hermana.
Lola recogió a Alberto en el
hotel y fueron a cenar a un buen restaurante. Resultó ser una velada
muy agradable. Algo tenía ese hombre que la atraía profundamente y
la antipatía que le tenía a su hermana era un punto a su favor.
Después fueron a escuchar Jazz a un local de moda y cada vez lo
tenía más claro, esa noche iba a acabar en su cama. Es más, lo
deseaba ardientemente. Y así fue, pasaron una noche increíble, tan
increíble que repitieron todas y cada una de las noches de la semana
de vacaciones de Alberto.
No llegó a enamorarse, pero
estaba claro que podía ser el principio de algo y no quería dejarlo
pasar. Necesitaba dar un nuevo giro a su vida. Sin William ya no
tenía sentido quedarse en Nueva York. Tenía que volver a España,
era el momento de enfrentarse con su pasado después de tantos años.
Además le apetecía conocer más a ese hombre. Solo había un
problema, Beatriz. Un plan empezó a fraguarse en su mente. Era
evidente que Bea sobraba en la ecuación. Debía librarse de ella.
Empezó a paladear la venganza y se sintió mejor que nunca. Tenía
que hacerla probar de su propia medicina. La iba a hacer sufrir y
devolverle, uno a uno, los malos ratos que la había hecho pasar.
Antes de un mes ya estaba en
España, alquiló un piso en la zona financiera, alejado de donde
vivía Bea y se instaló con lo puesto. Se citaba con Alberto, en un
hotel, una o dos veces por semana y todo iba a las mil maravillas.
Empezó a poner en marcha su plan, tenía que hacerlo a conciencia,
lo primero era conocer a los compañeros de trabajo, amigos y vecinos
de Bea y recabar toda la información posible. Se compró un gran
tablero y puso las fotos de ambas en el centro. Sabía bien lo que
necesitaba, no en vano era una de las mejores criminólogas. Fue a
una tienda especializada y se hizo con una cámara de fotos para la
solapa del traje, micrófonos y micro cámaras de video. Lo primero
era entrar en casa de Bea y colocarlo todo. Desplegó los equipos de
escucha y grabación sobre la cama, junto con la copia de las llaves
del piso de Bea, que le habían llegado por equivocación en una caja
cuando el reparto de la herencia y se sentó en una silla a
contemplarlo. En un momento de lucidez, se preguntó qué estaba
haciendo, iba a violar unas cuantas leyes, hasta podía acabar en la
cárcel. La imagen de su hermana sufriendo, hundida y destrozada, al
igual que ella lo había estado tanto tiempo por su culpa, terminó
de disipar todas sus dudas. Venganza. Iba a volverla loca. Pero tenía
que ser cuidadosa, extremadamente cuidadosa.
Vigiló a Beatriz unos días,
estudió sus pautas y las de su novio. Cuando tuvo claros sus
horarios, un día entró en el piso, colocó los micrófonos y la
cámara en la parte de arriba de la lámpara, enfocando hacia el
teclado y la pantalla del ordenador. Necesitaba obtener sus claves.
Fotografió a la perra y hasta el último detalle de la habitación y
de la ropa del armario. Iba a reproducir una habitación exacta a la
de Bea en su casa. Podría hacer fotos muy comprometedoras y todo el
mundo pensaría que la de las fotos sería Bea en vez de ella. Con la
cámara de solapa fue sacando fotos a vecinos. Todas acababan en el
tablero. Lo del hilo azul y el hilo rojo, había sido una buena idea.
Con las grabaciones de los
micrófonos y de la cámara se fue enterando mucho más fácilmente
de numerosos y jugosos detalles. Richi, su teléfono, las pastillas
para dormir que tomaba Bea, las claves del correo, el banco, Eduardo,
pero lo más importante, el embarazo de Rebeca. Para seguir adelante
con su plan necesitaba un cómplice, había pensado en Alberto, en la
cama podía convencerlo de muchas cosas, aunque prefería que no se
enterase de nada. Pero acababa de encontrar al cómplice perfecto,
Raúl. ¡Qué mejor cómplice que Raúl!, cornudo de su propio jefe,
con vastos conocimientos de informática, capaz de falsificar y
hackear cualquier documento o registro y que odiaba a Bea casi tanto
como ella misma. De un golpe iba a hacerlo que se librara de su jefe,
Leo, inculpándolo de todo lo que hiciéramos, que se librara de
Beatriz y que recuperara a Rebeca. Magistral. Revisó todas sus notas
y encontró el teléfono de Raúl:
- Hola Raúl, soy Lola, la
hermana de Bea, ¿te acuerdas de mí? Estoy en la ciudad. Tengo que
verte, hay un asunto de suma importancia del que tenemos que hablar.
No le digas nada a Rebeca…
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