Las campanas de la iglesia
tañían con fuerza y lentitud, rompiendo con su sonido la quietud de
aquel anochecer otoñal.
-Tocan a muerto - dijo la
abuela, que ciega y con el cuerpo ajado y maltrecho de soportar
tantos años encima, se pasaba la vida sentada en una banqueta de
madera, al lado de la cocina de leña en el invierno, junto a la
puerta que daba al patio en el verano, atenta a cualquier señal que,
como aquella tarde, diera cuenta de los acontecimientos del pueblo.
-Tocan a muerto - repitió con
su voz pastosa – y no tardarán en ponerse a aullar los perros.
Me levanté y sin hacerle caso
deposité la taza en la que había degustado mi frugal cena en el
fregadero. Me ponían nerviosa sus palabras que parecían contener
negros augurios en los que yo intentaba no creer sin demasiado éxito.
De pronto, como queriendo acompañar el repiqueteo continuo y
monótono de las campanas, los aullidos del perro del vecino se
dejaron oír altos y claros.
-¿Lo ves? - dijo la abuela, para
preguntar a continuación - ¿Tú sabes quién se ha muerto?
-Nadie – le contesté de malos
modos, irritada por su insistencia – No se ha muerto nadie, abuela.
¿Acaso no sabe usted que mañana es el día de difuntos y que el
cura siempre da una misa por todos los muertos del pueblo? Por eso
tocan así las campanas, no porque se haya muerto nadie.
-No hija, no, estás equivocaba.
Lo perros no aúllan sólo porque haya un funeral. O alguien se ha
muerto, o.... ¿saldrás esta noche? - preguntó de pronto.
-Tengo que ir al cementerio a
alumbrar la tumba de padre y madre. Pero regresaré a casa en
seguida, no se preocupe.
-No vayas hija, esta noche no es
buena para salir. Tal vez sea mejor que lo dejes para mañana. No
salgas esta noche.
-¿Y me puede decir usted por qué
abuela? A ver ¿por qué no puedo salir esta noche?
-Esos perros....la noche de los
difuntos.... creo que....
-¡Abuela, ya está bien! ¡Déjese
de monsergas! Esta noche es una noche normal y corriente, como todas.
Y yo voy a llevar la vela a la tumba de mis padres, como hago todos
los años por estas fechas.
Desistió mi abuela en su empeño
ante mi salida de tono y sin decir una palabra más enlazó sus manos
en el regazo y se puso a murmurar letanías ininteligibles. Yo subí
a mi cuarto y mientras me cambiaba de ropa miré a través de la
ventana el camino hacia el cementerio. No se veía un alma, pero a lo
lejos, en el camposanto, podía apreciarse el tintileante fulgor de
las luces que alumbraban las tumbas y los nichos. Pensé en las
palabras de mi abuela y un incomprensible escalofrío recorrió mi
espalda. Intentando alejar aquella inquietud absurda tomé el velón
rojo que guardaba en mi armario, bajé las escaleras con premura y,
después de encenderle la radio a mi abuela para que quedara
entretenida, salí de la casa.
-Ten cuidado – me dijo cuando
salía – no es buena noche para andar por los caminos.
Suspiré y emprendí mi marcha.
Mientras caminaba recordé a mis padres, muertos en un desgraciado
accidente cuando yo era muy pequeña. Apenas guardaba en mi memoria
su imagen, difuminada por el paso del tiempo y, a decir verdad, no
eran demasiadas las ocasiones en que mi pensamiento se escapaba en
pos de sus personas. Había crecido en su ausencia y no los había
añorado jamás, lo cual no quiere decir que en algún momento
puntual de mi vida no hubiera deseado su compañía. Sin embargo, a
pesar de mi desapego a su recuerdo, sí sentía la necesidad, cuando
llegaba el día de difuntos, de acercarme al cementerio y depositar
en su tumba unas flores y el consabido velón rojo. Era como si aquel
gesto en cierto modo trivial, me ayudara a disipar los remordimientos
que a veces sentía por no echarlos de menos.
Miré al cielo. Estaba plomizo y
amenazaba lluvia, así que apreté al paso para intentar llegar al
cementerio antes de que cayera un aguacero. Hacia la mitad del
trayecto me encontré con dos mujeres que caminaban en dirección
contraria a la mía. Supuse que vendrían de hacer la obligada visita
a sus difuntos.
-Adiós, Mara – me dijo una de
ellas – ya no nos conoces ¿eh?
Las miré por un segundo e
inmediatamente caí en la cuenta de su identidad. Eran la madre y la
abuela de una antigua amiga a la que no veía hacía años, pues se
habían trasladado a vivir a Madrid. Las saludé con verdadera
alegría.
-No esperaba encontrarme con
vosotras – les dije después de interesarme por mi amiga - hace
muchísimo tiempo que no se os ve por el pueblo.
-Es cierto – respondió su
madre – pero hemos tenido que venir a arreglar unos asuntos. Esta
misma noche regresamos en el coche de línea. ¿Cómo está tu
abuela?
-Tirando, ya sabéis, los años
no perdonan, y como está ciega y no lo lleva demasiado bien....
Seguro que le encantaría que le hicierais una visita, pero claro, si
os vais esta noche....
-La veremos, la veremos,
descuida. Ahora tenemos que irnos. Todavía nos quedan cosas por
hacer.
Me despedí de ellas y continué
mi camino. Cuando llegué al cementerio no habría más de tres o
cuatro personas. Fui directa a la tumba de mis padres, encendí la
vela y la coloqué en el pequeño cubículo que impedía que el aire
la apagara. Luego recé unas oraciones que apenas recordaba y me
dispuse a regresar a mi casa. No sabía por qué, pero sentía una
sensación extraña. De pronto el aire parecía haberse convertido en
un gas denso que me oprimía el pecho y me impedía respirar por
momentos.
Al pasar por delante de la tumba
en la que yacían los familiares de mi amiga madrileña vi que estaba
sucia y desarreglada. Me extrañó que además no la hubiesen
alumbrado y que las flores que la adornaban estuvieran tan marchitas
que casi eran flores secas. No tenía mucho sentido que si las
mujeres de la familia habían estado allí hacía apenas unos minutos
no hubieran adecentado un poco la sepultura. No obstante seguí mi
camino, pues cada vez con más empecinamiento, algo dentro de mí me
decía que tenía que salir de allí cuanto antes.
En cuando salí del camposanto un
trueno se dejó escuchar a lo lejos y gruesas gotas de agua
comenzaron a caer. Apuré el paso de nuevo. Al llegar a casa pude
comprobar que mi abuela continuaba con su letanía. Hice caso omiso a
su murmullo y le conté mi encuentro con las mujeres en el camino.
-¿Recuerda usted a Ana, abuela,
aquella muchacha amiga mía que marchó a Madrid a vivir?
Asintió la vieja con la cabeza
sin dejar de bisbisear.
-Pues por el camino del
cementerio me he encontrado a su madre y a su abuela. Me han dado
saludos para usted y me han dicho que les gustaría mucho verla. Tal
vez vengan a visitarla esta noche
La abuela acalló sus susurros y
me miró con una extraña expresión en sus ojos muertos.
-¿Lo ves? Te dije que no era
buena noche para salir, no debiste haberlo hecho.
-Abuela, por favor, no empiece con
sus tonterías.
-No son tonterías, hija, qué más
quisiera yo que lo fueran. Pero esas mujeres que tú viste están
muertas desde hace ya unos cuantos años y su presencia en este mundo
un día como el de hoy no predice nada bueno. Asómate a la ventana y
dime qué ves. Si las ves venir no las dejes entrar.
Así lo hice y no pude dejar de
asombrarme cuando ante mis ojos se mostró una procesión de
antorchas que recorría el camino del cementerio en dirección a
nuestra casa.
-Es fuego, abuela, antorchas...
una procesión...
-Tranquila Mara, no vienen a por
ti. Esta es su noche, la noche de los muertos, y salen en busca de
aquellos a los que ha llegado la hora de hacerles compañía. Yo ya
soy vieja, pero a pesar de ello me hubiera gustado seguir en este
mundo un poco más. El tiempo vivido siempre parece poco. Las dos
mujeres que tú viste no eran reales, eran dos ánimas que
aparecieron para anunciarte mi muerte. Casi siempre ocurre así.
En ese instante los perros
comenzaron a aullar desesperadamente y unos golpes secos y lentos
resonaron en la puerta. Me acerqué a la ventana y vi a las dos
mujeres que había encontrado en el camino vestidas con unas largas
túnicas negras que cubrían sus cabezas con unas enormes capuchas.
Como si supieran que yo las espiaba volvieron la cabeza hacia la
ventana y entonces sus caras se transformaron en unas horribles
calaveras, cuyas cuencas vacías parecían mirarme fijamente.
-Abre -me ordenó la abuela – ya
no hay remedio. Abre.
-No abuela, no lo haré. Ahora
mismo nos vamos de aquí. Saldremos por la puerta principal, no nos
podrán ver.
-No entiendes nada, Mara, no se
trata de que huyamos o no. No vienen a buscar mi cuerpo, vienen a
buscar mi alma, y la encontrarán aunque me esconda debajo de las
piedras. Abre, cuanto antes se terminé esto, mejor.
Abrí la puerta en contra de mi
voluntad, mas para mi sorpresa pude comprobar que allí no había
nada ni nadie más que el aire helado de la noche que se coló en la
casa como un látigo. Cuando me di la vuelta la abuela yacía tirada
en el suelo. Me acerqué a ella y puse mi mano en su cuello
intentando encontrarle el pulso, pero su corazón había dejado de
latir. Estaba muerta.
A fuera, por el camino del
cementerio, la lúgubre procesión de fuego y espectros regresaba a
su hogar. Las dos mujeres que cerraban la tétrica comitiva se
voltearon con lentitud y sonriéndome se despidieron de mí con un
gesto. En el medio de ambas el alma de mi abuela caminaba hacia su
última morada. Sólo entonces los perros dejaron de aullar.
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