Vidas encontradas (capítulo 14) - Relato encadenado





 Esta novela consta de 17 capítulos a los que se añadirán varios finales.
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                                             CAPÍTULO 14



La tía Eulogia está empezando a hartarse de sus sobrinas. Tiene la cabeza a punto de estallar de escuchar sus quejas, acusaciones, dimes y diretes. Nunca en la vida ha conocido a un par de hermanas, y mucho menos gemelas, que se lleven tan mal. Ya de muy pequeñas se pegaban una a la otra, se tiraban cosas a la cabeza o se ponían zancadillas. Cosas de niñas, decía el bueno de Rafael, su padre. Esta niña tiene el diablo dentro, decía Rosa, la madre, refiriéndose siempre a Lola. Y ciertamente, Lola solía empezar, pero Bea tampoco se quedaba a la zaga. Quizás no fuera tan salvaje como su hermana pero tenía mucha picardía y siempre se las ingeniaba para hacer trastadas sin ser vista, acusando después a Lola con su voz suave y su cara de inocencia.
Eulogia ha cuidado mucho a las sobrinas de su marido y las quiere como si fueran de su propia sangre. Desde siempre, las dos la han usado como su paño de lágrimas, a sabiendas de que las quiere por igual, sin tener preferencia por ninguna de ellas. Sin embargo, sus padres, habían delimitado con precisión su cariño. Lola era el ojito derecho de su padre, Bea de su madre. Rafael, afable y de carácter débil, nunca supo defender a Lola frente a la fiera de su mujer. Porque sí, Rosa era una fiera, lo que se dice una mujer de armas tomar, aunque para Eulogia era más bien un mal bicho, siempre buscando problemas, siempre hablando mal de unos y de otros, sin preocuparse del daño que hacía. Por su culpa, ella y Ángel, su difunto, habían tenido serios problemas, porque, al contrario de las gemelas, los dos hermanos se adoraban mutuamente. En cambio, las niñas, como las llamaban en la familia, eran muy diferentes. Lola había heredado el carácter de su madre, mientras que Bea no tenía tan mal carácter.
La peor época había sido la adolescencia, poblada de celos, discusiones y peleas. Una tarde, Rosa había llamado a su hermano para pedirle ayuda, pues sus hijas se habían enzarzado en una pelea y le estaban destrozando la casa. Rafael, el único capaz de calmar a Lola estaba de viaje y ella, enferma de gripe y afónica, se veía incapacitada para acabar con la refriega. Ángel acudió a la llamada de su hermana y cuando volvió a casa, cuatro horas más tarde, estaba desolado y desorientado. No conseguía comprender cómo dos chicas como sus sobrinas podían almacenar tanto odio en su interior y tratarse con tanta violencia.
Ángel, que de ángel no tenía más que el nombre, murió repentinamente, cuando Eulogia acababa de cumplir los cincuenta y cinco años, de eso hacía poco más de tres años. Desde entonces, tras pasar un año de fingido luto por el qué dirán, decidió transformar su vida. Por suerte, la tacañería de su marido le había dejado una buena cuenta en el banco que, junto a la pensión de viudedad, le iban a permitir disfrutar de la vida a su manera. Lo primero que hizo fue cambiarse el nombre, pues Eulogia sonaba a vieja y no le gustaba nada. Tras emborronar un montón de folios se decidió por Ely, un nombre corto, sencillo y de sonido agradable. Después se apuntó a un gimnasio. Al principio le costaba mucho seguir las clases pero pronto se acostumbró a ir a diario para hacer deporte un par de horas. El ejercicio, unido a sus sesiones semanales de peluquería, masajes y belleza, la habían transformado en una nueva mujer, a la que sus sobrinas seguían adorando, aunque ella hubiera preferido que la dejaran en paz, como los últimos años. Sin embargo, las chicas parecían querer desenterrar la pipa de la paz que nunca habían enterrado y sonaban campanas de guerra. Desde la visita de Bea con su perra, las gemelas habían estaban presentes en la vida de su tía, un día sí y otro también. Unas veces eran visitas imprevistas, otras conversaciones telefónicas, siempre acusaciones de la una contra la otra. Era como si quisieran recuperar el tiempo perdido y hubieran elegido a su tía como juez y parte de sus disputas, cuando sabían de sobra que ella nunca se decantaría a favor o en contra de ninguna de las dos, a no ser que sucediera algo grave, claro está. Bea le cuenta que Lola le ha robado dinero, falsificado su muerte, secuestrado a su perra...vamos, un culebrón en toda regla. En cambio Lola dice que ha sido Bea quien la ha buscado, que la mete en problemas, que no la deja en paz... ¿A cuál de las dos creer? se pregunta Ely. Si son las dos igual de mentirosas, lo sabré yo, que soy casi como su segunda madre. Ely no ha tenido hijos y aunque al principio se había angustiado mucho, a medida que las gemelas crecían se alegraba cada día más de no ser madre. Veía cómo sufrían sus cuñados, cómo lloraban por sus hijas, sobre todo Rafael que no soportaba la ausencia de Lola. Sí, realmente, estaba muy bien sin hijos, y desde la muerte de Ángel estaba muy bien sola, sin responsabilidades y sin padecer por nadie más que por ese par de chiquillas que, a pesar de todo, habían conquistado su corazón nada más nacer.
La noche que se quedó Lola a dormir en su casa, Ely sintió ruidos en mitad de la noche. Agudizó el oído. El sonido salía de la habitación de Paolo. Se levantó con cautela y escuchó tras la puerta. Eran gemidos de placer. Se enfureció y estuvo a punto de tocar a la puerta pero lo pensó mejor y volvió a acostarse. Esa sobrina suya era una descarada, no había cambiado nada. Le parecía muy bien que se acostase con quien le diera la gana, pero con su Paolo y en su casa…a ese ya le cantaría ella las cuarenta.
Hacía seis meses que Paolo, un italiano estudiante de fisioterapia, y Daniel, un andaluz estudiante de medicina, vivían con ella. La idea se la había dado su amiga Maruchi que llevaba varios años alojando a universitarios en su casa. Ely colocó unos carteles en diversas facultades, ofreciendo dos habitaciones amplias, con baño a compartir, a dos estudiantes, limpios y responsables, a cambio de ayudarla con las tareas domésticas, con la compra, y acompañarla, si era necesario, a sus consultas médicas.
Paolo no tardó en llamar. Cuando el chico la vio abrir la puerta quedó sorprendido pues esperaba encontrar una viejecita necesitada de cuidados. Sin embargo, se encontró con una mujer espectacular para sus cincuenta y nueve años años, aunque ese dato nunca lo sabría Paolo. Ely iba embutida en unas mallas de deporte que dejaban adivinar unas piernas bien formadas y unos glúteos firmes. Lo hizo entrar y le explicó las condiciones del hospedaje. Él, con educación y tono galante, preguntó para qué necesitaba ayuda, si aparentaba muy buena salud. Ely dijo sufrir de fibromialgia, algo que no era cierto, y que por ello pasaba mucho tiempo en la cama, algo que sí era cierto y que lo fue aún más desde el momento que Paolo entró en la casa y ella le solicitó un masaje que aliviara sus doloridos huesos.
Daniel llegó dos días más tarde, con sus libros y su timidez a cuestas. Era un chico alto y guapo, con el tono de piel tostada que tanto le gusta a Ely. A Daniel le hablaba de sus numerosos síntomas en las partes más diversas del cuerpo y él, abandonando su cobardía, acabó auscultando minuciosamente ese cuerpo maduro que se le ofrecía sin recato.
Ely se sentía flotando en una nube de felicidad. Acostumbrada a vivir una vida aburrida y austera en compañía de su marido, no le gustaba ir a la caza de un hombre para llevarlo a la cama y al día siguiente olvidarse de él, como hacían sus amigas. Apenas había tenido un par de relaciones muy cortas y poco gratificantes tras enviudar así que, con Paolo y Daniel, había creado el paraíso en su propia casa. Además, al italiano le encantaba cocinar, algo que ella odiaba y el andaluz era un obseso de la limpieza y los sábados los dedicaba a pasar la aspiradora y limpiar el polvo por todas las esquinas. Formaban un trío perfecto, aunque nunca llegaran a ser un trío, en el estricto sentido de la palabra. No, a Ely esas cosas tampoco le iban. Los hombres de uno en uno y cuando a ella le apeteciera.
Y esa tarde le apetecía. Le apetecía mucho. Y a Paolo también. Estaba en la cocina, preparando una de sus salsas, con sus pantalones vaqueros ajustados y el torso desnudo. Realmente irresistible. Se acercó a él. Lo abrazó por atrás. Recorrió su pecho con las dos manos mientras le deslizaba por la espalda la punta de la lengua. Él, sin girarse, untó los dedos en la salsa y se los dio a chupar. Ely los introdujo en su boca y jugueteó con ellos. Sonó el teléfono. Ely no contestó, pero en cuanto cesó el tono volvieron a llamar. Un momento guapetón, le dijo a Paolo, que enseguida estoy contigo, vete poniéndote cómodo. Paolo sonrió con malicia y se dirigió a la habitación de Ely, desabrochándose la bragueta por el camino. Una vez allí, quedó desnudo sobre la cama, esperando con impaciencia por su amada, que tras más de cuarenta minutos al teléfono, lo encontró dormido.
Beatriz había llamado a su tía llorando desconsoladamente. Marilín llevaba unos días muy rara, sin apetito, sin ganas de jugar, como si sufriera una depresión. La había llevado esa misma tarde al veterinario. Estaba embarazada. Beatriz le preguntó a su tía, mientras se sorbía los mocos y las lágrimas, si Marilín había estado en contacto con algún perro cuando quedó en su casa. No, dijo Ely, solo ha estado con Pinocha y no han salido del jardín. Entonces Bea comenzó a despotricar contra su hermana, diciendo que tenía que ser cosa de ella, que no había ninguna otra explicación. Ves, tía, ves cómo es. Ya te lo decía yo, quiere hacerme la vida imposible, y a saber con quién la ha cruzado, seguro que con cualquier chucho callejero lleno de pulgas y garrapatas.
Ely trataba de calmarla y sobre todo de acabar con la conversación, para poder subir corriendo a su habitación, pero Bea no paraba de hablar, era como si le hubieran dado cuerda. Empezó a llorar más, a preguntar qué iba a hacer ella con los cachorros, a decir cada dos palabras, pobre Marilín, pobre perrita, a reñirse a sí misma por no haberla esterilizado como le había recomendado el veterinario, pero para qué, decía ella, si no va a salir de casa y no quiero que sufra con operaciones, ya le daré lo que sea para el celo, para que no se sienta mal. Y ahora se encontraba con ese problema ¿qué iba a hacer ella con los cachorros? ¿Cuántos serán, tía, tú sabes cuántos cachorros tiene una perra como la mía? Ely la dejaba hablar sin escucharla, diciendo de vez en cuando un vaya, que pena, a saber, claro, y alguna que otra expresión más. Menos mal que pasados esos cuarenta minutos a Bea la llamaron a la puerta, porque si no seguirían hablando. Ely colgó y subió corriendo a su habitación, donde un cuerpo espléndido reposaba plácidamente sobre la colcha de su cama. Se quitó la ropa. Se acostó a su lado y comenzó a acariciarle. Paolo no tardó en abrir los ojos y en poner su cuerpo a punto.
Beatriz dejó el teléfono sobre la mesa del salón, se sonó los mocos, limpió las lágrimas y abrió la puerta. Se encontró a Lupino Archival Mendotti con aspecto atildado y con un ramo de flores en la mano. Beatriz quedó muda por la sorpresa. Lupino la miró y le preguntó si podía pasar. Ella no dijo nada, pero se hizo a un lado.
–¿Qué le trae por aquí? --preguntó con ironía.
–Pues verá, es que me he enterado que su perrita está embarazada y su disgusto y me he atrevido a traerle unas flores para pasar el mal trago.
–Espere, espere ¿cómo sabe usted lo de Marilyn?
–Soy policía y estoy investigando, señorita. Trato de hacer bien mi trabajo.
–Yo, yo… –balbucéo Bea-- No creo que meterse en mi vida forme parte de su trabajo.
–Perdone, pero debo estar informado de todo lo que le concierne, para la mejor solución de su caso.
–Mire, señor Lupino. Mi caso, como dice usted, es un caso de acoso y a quien debe vigilar es a mi acosadora, no a mí. Y perdone que se lo diga, pero no le importa a usted un comino que mi perra esté embarazada o no.
–Bueno, su veterinario me ha dicho que usted se ha disgustado mucho, que no se lo esperaba, si no hay más que verle la cara.
–¿Se ha atrevido a hablar con mi veterinario? Usted... usted…
–Ya, ya veo que se asombra de mi profesionalidad.
–Mire, no voy a decirle de qué me asombro, pero le rogaría que se marchara de mi casa y que se llevara esas flores.
–¿No le gustan las flores?
–¡No! ¡Me dan alergia! --dijo Bea gritando y señalándole la puerta.
Lupino, descorazonado, se dirigió a la puerta dejando las flores en el suelo, como si las colocara sobre una sepultura. No entendía que esa mujer fuera tan desconsiderada, después de todo lo que estaba haciendo por ella. Había investigado su vida y no había dejado ni un cabo suelto. Sabía todo lo que había que saber de ella, y si alguien le hacía daño se enteraría. Quizás, un día, cuando volviera a aparecer su hermana, lo volvería a llamar. Y él sabía dónde estaba Lola y cómo hacer para que se sintiera como si la estuviera picando un escorpión. Mañana mismo se pondría manos a la obra. Y esa desagradecida no tardaría en llamarlo. Y él acudiría. Y puede que hasta se quedase con uno de los cachorros.
Beatriz se tiró sobre el sofá sin entender nada. ¿Ese policía era tonto o lo parecía? ¿Cómo podía estar trabajando en una comisaria? Estaba empezando a pensar que alguien le había echado el mal de ojo. Igual no era mala idea ir a una echadora de cartas o algo parecido. No, primero debía hacerse el tatuaje, ese de mariposas de la revista. Eso era lo primero que iba a hacer. Eso la distinguiría ya para siempre de su hermana. Se pondría un montón de mariposas.
Decidió relajarse y dejar de pensar. Al fin y al cabo, Lupino podía ser tonto pero no peligroso y su visita le había aliviado un poco la tensión que había vivido esa mañana, cuando se introdujo discretamente en el despacho de Gutiérrez.
–¿Qué hace usted aquí? --preguntó Gutiérrez sorprendido.
–Calle la boca y escuche. Solo escuche. --dijo Beatriz con dureza en la voz.
–Salga de aquí de inmediato a llamo a seguridad –dijo Gutiérrez poniéndose en pie, con la vena del cuello que tanto le sobresalía, totalmente inflamada.
–¿Le dice algo la pensión Cantábrico? --soltó Beatriz de repente.
Gutiérrez se sentó de golpe, pasándose la mano por la cabeza mientras que su cara tomaba un tono más bien pálido.
–¿Se encuentra mal doctor Gutiérrez? –preguntó ella con ironía-- Ya veo que nos vamos entendiendo.
–¿Qué quieres? –preguntó él asustado.
--Mira, tu y yo nunca nos hemos llevado bien, pero estamos aquí trabajando, tú en tu puesto y yo en el mío. Te has portado mal conmigo, lo sabes bien, y aún no sé la razón de ese comportamiento, pero lo sabré, puedes estar seguro. Lo que sí sé es que te vi salir de la pensión Cantábrico, que no tiene precisamente buena reputación ni es de tu estilo, déjame que te lo diga. Te tomaba yo por un hombre de gustos más selectos, no relacionándose, por decir algo, con prostitutas callejeras, algo que seguramente será del interés de tu mujer ¿me sigues?
–Díme qué quieres y llegaremos a un acuerdo.
–Solo que me dejes en paz y ya que administrativamente no se puede, que me devuelvas el dinero que he dejado de ganar por ese supuesto expediente disciplinario que, al fin y al cabo, no era más que un permiso no retribuido, que yo no había pedido y que tú lo habías firmado por mí ¿no es así?
–Bueno, yo…
–No digas nada más, no es necesario. Puedes dejarme el sobre con el dinero en recepción. Te doy de plazo hasta mañana. De lo contrario tu mujer recibirá una carta que no le gustará nada. Y espero que esto te sirva de escarmiento, pues a la primera que me hagas voy derecha a tu casa y se lo suelto todo a tu mujer ¿estamos?
Beatriz salió del despacho de Gutiérrez con el sabor de la victoria en los labios aunque le temblaban ligeramente las piernas y el cuerpo se le había cubierto de un sudor espeso. Le había hablado de las prostitutas y no de su hermana Lola, porque no quería que él supiera hasta dónde habían llegado las investigaciones. Pero estaba segura de que ese pájaro ya se había quedado sin plumas y su pico ya no le haría ningún daño.
Ya en casa, sentada en el sofá, Beatriz lanzó un suspiro para aliviar la tensión acumulada y decidió dejar de pensar en Gutiérrez, que seguramente estaría rabioso, en el embarazo de Marilín o en el pobre Lupino, que más que un hombre parecía un personaje de cómic. Le apetecía relajarse y pensar en Richi, su Richi, del que estaba muy enamorada y con el que esperaba poder arreglar las cosas. Se deslizó en el sofá hasta quedar tumbada, apretó un cojín contra su pecho y exclamó sonriendo por primera vez en el día ¡Ay mi Richi!, antes de quedarse dormida.




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