Pan con mantequilla y azúcar - Cristina Muñiz Martín

                                      


Reme despertó cuando aún no había amanecido. Escurrió su cuerpo de entre las sábanas y se sentó en la cama. Bostezó levemente mientras alargaba la mano derecha para coger el vestido dejado en la silla la noche anterior. Introdujo los brazos en las mangas, metió la cabeza a través de su abertura y lo dejó caer sobre su cuerpo rechoncho al tiempo que deslizaba los pies en unas zapatillas negras y desgastadas. Se puso en pie, apartó un poco la cortina que separaba su dormitorio del resto de la casa y encaminó sus pasos a la cocina. Cogió el gancho, apartó la chapa circular, prendió unas astillas y una piña y las echó en la cocina de carbón. Cuando se avivó la llama, revolvió con el gancho, añadiendo unas paletadas de carbón. En poco tiempo el calor comenzó a inundar toda la estancia, mientras la leche se iba calentando. Antonio apareció abrochando los pantalones, en camiseta de tirantes, bostezando y revolviéndose el pelo. Salió afuera, al retrete comunal, para no tardar en volver reclamando su desayuno. Reme cortó una buena rodaja de pan, la untó con mantequilla, la espolvoreó con azúcar y la puso en la mesa junto a un gran tazón de leche. Antonio comió con avidez y después, sacando agua caliente del depósito de la cocina, se lavó la cara y las manos. Los niños fueron asomando uno a uno, a regañadientes, tras llamarlos a gritos unas cuantas veces. Reme les dio sus rebanadas de pan y sus tazones de leche. Lavó sus caras y sus manos y los azuzó para ir a la escuela. Después, se sentó a desayunar. Sobre la cocina ya se estaban cociendo unas lentejas con un suculento trozo de tocino y un par de chorizos. Tras arreglar las camas, mientras Antonio iba cargando en el carro colchones y utensilios, los dos se pusieron en marcha. No tardaron en llegar, apenas cinco minutos separaba su casa del lugar del trabajo, un prado heredado de los abuelos en los que también tenían una pequeña huerta, unos gallinas y un cerdo. Allí desarrollaban los dos, día a día, su trabajo. Y ese día tenían bastante faena por delante, como sucedía todos los años con la llegada del buen tiempo.
Reme y Antonio descargaron del carro el primero de los encargos. Fueron desatando las cintas y deshaciendo el colchón para lavar la lana y la tela. Mientras Reme hacía esto último en el pilón, Antonio cogió otra lana, ya lavada y seca, y se dedicó a separarla con las manos para aflojarla, dejándola así lista para el vareo. A continuación, cogió una vara de avellano y comenzó a golpearla con fuerza, levantando a cada golpe unos cuantos mechones y mucho polvo. Por suerte, no hacía nada de aire, y eso facilitaba la tarea, pues en caso contrario echarían buena parte de su tiempo corriendo tras la lana que, ligera de equipaje, gustaba de juguetear con el viento.
Reme terminó de lavar la lana y la tela, las colgó bien extendidas bajo el tendejón y fue a ayudar a su marido. Los dos movían las varas ritmicamente, sin descanso, mientras el sudor les resbalaba por la frente y los brazos. Un golpe, dos, tres... y la lana iba deshaciendo sus nudos, llenándose de aire, volviéndose suave y esponjosa. Cuando ya estuvo lista, extendieron en el suelo una tela nueva, de rayas blancas y azules, colocando sobre ella la lana, distribuyéndola con cuidado de manera uniforme por toda la superficie, añadiendo un par que quilos para rellenar las pérdidas. Unas agujas curvas, especiales, cosieron los laterales de la tela, dando forma al colchón. Por último, insertaron las cintas en los ojetes dispuestos por toda la pieza. Sudorosos y cansados lanzaron un suspiro al ver el trabajo realizado. Sin duda eran los mejores colchoneros de la zona y por eso nunca les faltaba tarea. Ese año tenían mucho más trabajo que nunca y debían aprovecharlo. Miraron al sol. Había llegado la hora de volver a casa. Los niños ya esperaban ansiosos por la comida. Un buen plato de lentejas y unas rebanadas de pan, acompañados de unos tomates con sal y un chorro de aceite, llenaron los hambrientos estómagos, entre risas, peleas y bofetones. Después, los niños regresaron a la escuela y los padres a su quehacer. Aún había que arreglar otro par de colchones y trajinar un poco en la huerta, labores que les llevaría hasta al anochecer cuando, tras recoger las gallinas, Reme volvería a casa a preparar la cena y Antonio al bar, a tomar su par de vasos de vino bien merecidos, su único capricho. Al día siguiente, los dos harían la misma rutina, hasta la llegada del mal tiempo. Entonces, Reme buscaría una casa donde limpiar unas horas y Antonio trabajaría en todo lo que encontrara. Con el dinero ganado durante el invierno, el conseguido con el vareado de los colchones, los productos de su propia huerta, los huevos de las gallinas y la carne del cerdo, Reme y Antonio podían permitirse el lujo de ahorrar un poco de dinero cada año sin por ello dejar de poner comida en la mesa. Al cabo del tiempo consiguieron comprar una pequeña casa de tres habitaciones y un baño solo para ellos. Los hijos iban creciendo y los tres mayores ya llevaban un jornal a casa. Fueron buenos tiempos, en los que incluso podían permitirse algunos caprichos, como añadir café o cacao a la leche del desayuno y acompañarlo de galletas, bizcochos o magdalenas, aunque ellos nunca renunciaron a seguir comiendo su pan con mantequilla espolvoreado de azúcar. Ninguno de los hijos quiso continuar con el oficio de sus padres. Prefirieron entrar a trabajar en fábricas o en tiendas o probar suerte en el extranjero. Pasaron los años y Reme y Antonio, en su casa de tres habitaciones, recibían las visitas de sus hijos ya casados y de sus nietos. Nunca los oí quejarse de lo que había sido su vida. Parecían satisfechos de haber trabajado tanto, de haber sacado a sus siete hijos adelante, de ser propietarios de su pequeña casita de tres habitaciones. A veces nos miraban con nostalgia, como si nosotros no entendiéramos lo que era la vida, como si nuestros lujos fueran innecesarios a sus ojos. Pero nunca nos lo reprochaban. Tan solo, cuando se enteraban que habíamos comprado una televisión nueva, realizado un viaje o comprado un coche, suspiraban y decían ¡Ay, Dios mío, cómo ha cambiado la vida!. Frase que ahora yo también digo a mis hijos, aunque nuestras vidas no hayan sido tan distintas como las de mis abuelos y la mía. Mis queridos abuelos: Reme y Antonio, los colchoneros.




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