Reme despertó cuando aún no había amanecido. Escurrió su cuerpo
de entre las sábanas y se sentó en la cama. Bostezó levemente
mientras alargaba la mano derecha para coger el vestido dejado en la
silla la noche anterior. Introdujo los brazos en las mangas, metió
la cabeza a través de su abertura y lo dejó caer sobre su cuerpo
rechoncho al tiempo que deslizaba los pies en unas zapatillas negras
y desgastadas. Se puso en pie, apartó un poco la cortina que
separaba su dormitorio del resto de la casa y encaminó sus pasos a
la cocina. Cogió el gancho, apartó la chapa circular, prendió unas
astillas y una piña y las echó en la cocina de carbón. Cuando se
avivó la llama, revolvió con el gancho, añadiendo unas paletadas
de carbón. En poco tiempo el calor comenzó a inundar toda la
estancia, mientras la leche se iba calentando. Antonio apareció
abrochando los pantalones, en camiseta de tirantes, bostezando y
revolviéndose el pelo. Salió afuera, al retrete comunal, para no
tardar en volver reclamando su desayuno. Reme cortó una buena rodaja
de pan, la untó con mantequilla, la espolvoreó con azúcar y la
puso en la mesa junto a un gran tazón de leche. Antonio comió con
avidez y después, sacando agua caliente del depósito de la cocina,
se lavó la cara y las manos. Los niños fueron asomando uno a uno, a
regañadientes, tras llamarlos a gritos unas cuantas veces. Reme les
dio sus rebanadas de pan y sus tazones de leche. Lavó sus caras y
sus manos y los azuzó para ir a la escuela. Después, se sentó a
desayunar. Sobre la cocina ya se estaban cociendo unas lentejas con
un suculento trozo de tocino y un par de chorizos. Tras arreglar las
camas, mientras Antonio iba cargando en el carro colchones y
utensilios, los dos se pusieron en marcha. No tardaron en llegar,
apenas cinco minutos separaba su casa del lugar del trabajo, un prado
heredado de los abuelos en los que también tenían una pequeña
huerta, unos gallinas y un cerdo. Allí desarrollaban los dos, día a
día, su trabajo. Y ese día tenían bastante faena por delante, como
sucedía todos los años con la llegada del buen tiempo.
Reme y Antonio descargaron del carro el primero de los encargos.
Fueron desatando las cintas y deshaciendo el colchón para lavar la
lana y la tela. Mientras Reme hacía esto último en el pilón,
Antonio cogió otra lana, ya lavada y seca, y se dedicó a separarla
con las manos para aflojarla, dejándola así lista para el vareo. A
continuación, cogió una vara de avellano y comenzó a golpearla con
fuerza, levantando a cada golpe unos cuantos mechones y mucho polvo.
Por suerte, no hacía nada de aire, y eso facilitaba la tarea, pues
en caso contrario echarían buena parte de su tiempo corriendo tras
la lana que, ligera de equipaje, gustaba de juguetear con el viento.
Reme terminó de lavar la lana y la tela, las colgó bien extendidas
bajo el tendejón y fue a ayudar a su marido. Los dos movían las
varas ritmicamente, sin descanso, mientras el sudor les resbalaba
por la frente y los brazos. Un golpe, dos, tres... y la lana iba
deshaciendo sus nudos, llenándose de aire, volviéndose suave y
esponjosa. Cuando ya estuvo lista, extendieron en el suelo una tela
nueva, de rayas blancas y azules, colocando sobre ella la lana,
distribuyéndola con cuidado de manera uniforme por toda la
superficie, añadiendo un par que quilos para rellenar las pérdidas.
Unas agujas curvas, especiales, cosieron los laterales de la tela,
dando forma al colchón. Por último, insertaron las cintas en los
ojetes dispuestos por toda la pieza. Sudorosos y cansados lanzaron un
suspiro al ver el trabajo realizado. Sin duda eran los mejores
colchoneros de la zona y por eso nunca les faltaba tarea. Ese año
tenían mucho más trabajo que nunca y debían aprovecharlo. Miraron
al sol. Había llegado la hora de volver a casa. Los niños ya
esperaban ansiosos por la comida. Un buen plato de lentejas y unas
rebanadas de pan, acompañados de unos tomates con sal y un chorro de
aceite, llenaron los hambrientos estómagos, entre risas, peleas y
bofetones. Después, los niños regresaron a la escuela y los padres
a su quehacer. Aún había que arreglar otro par de colchones y
trajinar un poco en la huerta, labores que les llevaría hasta al
anochecer cuando, tras recoger las gallinas, Reme volvería a casa a
preparar la cena y Antonio al bar, a tomar su par de vasos de vino
bien merecidos, su único capricho. Al día siguiente, los dos harían
la misma rutina, hasta la llegada del mal tiempo. Entonces, Reme
buscaría una casa donde limpiar unas horas y Antonio trabajaría en
todo lo que encontrara. Con el dinero ganado durante el invierno, el
conseguido con el vareado de los colchones, los productos de su
propia huerta, los huevos de las gallinas y la carne del cerdo, Reme
y Antonio podían permitirse el lujo de ahorrar un poco de dinero
cada año sin por ello dejar de poner comida en la mesa. Al cabo del
tiempo consiguieron comprar una pequeña casa de tres habitaciones y
un baño solo para ellos. Los hijos iban creciendo y los tres
mayores ya llevaban un jornal a casa. Fueron buenos tiempos, en los
que incluso podían permitirse algunos caprichos, como añadir café
o cacao a la leche del desayuno y acompañarlo de galletas,
bizcochos o magdalenas, aunque ellos nunca renunciaron a seguir
comiendo su pan con mantequilla espolvoreado de azúcar. Ninguno de
los hijos quiso continuar con el oficio de sus padres. Prefirieron
entrar a trabajar en fábricas o en tiendas o probar suerte en el
extranjero. Pasaron los años y Reme y Antonio, en su casa de tres
habitaciones, recibían las visitas de sus hijos ya casados y de sus
nietos. Nunca los oí quejarse de lo que había sido su vida.
Parecían satisfechos de haber trabajado tanto, de haber sacado a sus
siete hijos adelante, de ser propietarios de su pequeña casita de
tres habitaciones. A veces nos miraban con nostalgia, como si
nosotros no entendiéramos lo que era la vida, como si nuestros lujos
fueran innecesarios a sus ojos. Pero nunca nos lo reprochaban. Tan
solo, cuando se enteraban que habíamos comprado una televisión
nueva, realizado un viaje o comprado un coche, suspiraban y decían
¡Ay, Dios mío, cómo ha cambiado la vida!. Frase que ahora yo
también digo a mis hijos, aunque nuestras vidas no hayan sido tan
distintas como las de mis abuelos y la mía. Mis queridos abuelos:
Reme y Antonio, los colchoneros.
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