Cuentan
las crónicas que, antaño, en el pueblo para celebrar el final del
verano se organizaba una procesión con todos los vecinos. Un día
antes los hombres recogían los últimos melones de la cosecha. Los
niños y las mujeres los vaciaban y les hacían caras o los decoraban
con soles y lunas. Y dentro les colocaban una vela.
El
último día de septiembre al atardecer, todos cruzaban el puente
sobre el río, camino de la ermita. Allí se encendían las velas de
los melones a modo de faroles o linternas
vegetales.
Y se cantaban canciones, recordando sus tradiciones y su historia, y
rogaban al santo por un buen año.
Cuando
la última vela dentro del último melón se había apagado volvían
al pueblo, cantando y rezando.
Al
llegar a casa colgaban los melones apagados en los dinteles de las
puertas. Si coincidía con las luces del amanecer era señal de que
aquel sería un buen año.
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