Dulces Novedades Serafina - Esperanza Tirado

                                        




La lista de productos dulces era infinita en aquella casa. Desde luego a ninguno que pasara una tarde por allí se lo llevaría el viento, como bien reza un antiguo dicho. Quizá eran muestra de la mejor herencia de Doña Serafina. Señora de bien, quien, aburrida de su rutinaria vida de provincias consistente en asistir a misa e ir de visita a casa de otras señoras de bien, decidió dar un giro a su vida y dedicar su tiempo a menesteres más positivos.

Durante una temporada de insomnio Serafina empezó a idear su nueva vida. Aprovechando su gusto por todo lo que llevara una capa o dos de azúcar y contando con su legión de cocineras, se quedaba hasta bien entrada el alba en el despacho de su esposo, escribiendo con detalle su plan, dibujando dulces apetitosos, arreglando recetas e inventando mil minucias más.

Y consiguió la carambola perfecta al unir ambas cosas para empezar su propio negocio: Una chocolatería, que al principio su marido no vio con muy buenos ojos. Ya imaginaba el buen señor que su dinero se derretiría como chocolate fundido.
Tampoco fue muy bien acogida la idea por sus correligionarias, quienes la imaginaban con sus preciosos vestidos de seda embadurnados con todo tipo de sustancias pringosas. Al principio casi todas le dieron la espalda y al salir de misa la miraban por encima del hombro y desde atrás de sus floridos y elegantes abanicos.

Pero ella se había agarrado a su idea, como un niño se emperra con un caramelo, por muy pringoso y dulzón que este sea. Y con la complicidad de sus cocineras fue creando apetitosos dulces, bombones rellenos, bolitas de coco,... Incluso una línea de delicatessen navideñas que incluía minipolvorones, guirlaches y trufas confitadas.

Metida en harina continuó varias semanas, en las que se olvidó incluso de su asistencia a misa y de sus queridas obras de caridad.
Pronto su nombre empezó a estar en boca de todo el que se asoleara por los Jardines del Prado de la Ermita; zona frecuentada por la alta sociedad para sus paseos y galanteos. Había que dejarse ver para estar al tanto de las novedades y rumores o terminabas por convertirte en material de despiece en las reuniones matutinas.

Serafina, harta de toda aquella parafernalia de fingimientos y poses estudiadas como de muñeca de cera, se había decidido a vivir de verdad, cambiando paseos y vestidos de seda por masas dulces y delantales de algodón.

Y, finalmente, su marido acabó por convencerse de que no había que llevar la contraria a su esposa. Así que, a costa de perderse las reuniones de la mañana y los puros del mediodía en el Ateneo, se unió a tan dulce empresa.

Dulces Novedades Serafina se ponía en marcha en un modernísimo centro comercial acristalado, protegido de las inclemencias del tiempo.
Pronto los paseos por los jardines del Prado dejaron de ser tan populares, para satisfacción de criadas y doncellas, quienes suspiraron aliviadas, imaginando que dejarían de pulir y restregar el barro de botines y bajos de los elegantes vestidos de sus señoras. Ahora los polisones de los vestidos se arrastrarían por suelos de mármol lustrado y brillante.
Y sus orondas figuras se reflejarían en los escaparates y espejos de las boutiques que traían la última moda de París y Londres.

A pesar de las críticas y las reticencias de las damas, todas acabaron por traspasar las puertas de Dulces Novedades Serafina. Y se dejaron seducir por el olor del rico chocolate que salía del obrador, que prometía todo un mundo de dulce relax después de un duro día de compras.
Era la propia Serafina quien, vestida de blanco impoluto detrás del mostrador, ofrecía la mejor de sus sonrisas y lo mejor de sus creaciones a todo aquel que necesitara un refrigerio.
Cuando no estaba tras el mostrador, bajaba al obrador a inspeccionar y a catar todo lo que se cocía, amasaba y decoraba.
Su idea era un éxito. Cacareaba de felicidad, viendo el movimiento constante de su dulce ejército.

Decidió ampliar su negocio abriendo enfrente otro local, donde ofrecía aperitivos y refrescos. Los caballeros más jóvenes acudieron encantados, cansados de la rigidez de los clubes, anclados en un siglo perdido.
Los coqueteos vespertinos a cubierto de las inclemencias se pusieron tan de moda, que Serafina a punto estuvo de abrir una agencia matrimonial. Pero ante la sugerencia, la cara de espanto de su santo esposo fue tal, que la idea fue desechada casi al instante.

Los chocolates y golosinas eran un negocio de lo más lucrativo. Y ella se aficionó a acompañar sus desayunos, comidas y cenas con una dulce pieza de su obrador. Por supuesto, las meriendas las hacía en su local, decorado a la última moda, con estampas, sillones y mesas de estilo art decó y un lujoso mostrador de blanco mármol donde resaltaba el oscuro chocolate.
Y así, una merienda tras otra, un bombón tras otro, un caramelo aquí, otro allá, un dedo en la masa, una guinda más que menos, Serafina dejó de caber en el hueco de su mostrador. Y tuvo que ceder el puesto cuando ya hasta se ahogaba con el peso de polisones, gargantillas, medias y enaguas varias.

Un día, al bajar al obrador para comenzar una nueva jornada, los maestros pasteleros se la encontraron dormida para siempre. Sentada en una mecedora que habían colocado para que ella disfrutara con su ‘ejército’, abrazada a varias cajas de bombones y polvorones, con una sonrisa en los labios; seguro que imaginando que su dulce legado no se perdería.

Y Serafina no se equivocó en su proyecto. Dulces Novedades Serafina aún continúa endulzando las vidas de todos los que traspasan sus puertas.












Licencia de Creative Commons

Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional.

1 comentario:

  1. Una historia dulce y entrañable, sin duda. Qué puede haber mejor que cumplir las aspiraciones y despedirse de la existencia con una sonrisa.
    Un abrazo, Esperanza

    ResponderEliminar