Mónica
llevaba unos días intranquila, si bien era joven los años se le
echaban encima. Quería tener hijos, le gustaban mucho los niños,
igual que a su marido, pero ya llevaban tres años casados, y sólo
habían usado el matrimonio en su luna de miel. Desde que volvieron
a casa, la rutina había podido con ellos. Al principio dio tiempo
para conocerse mejor en la intimidad del hogar, pero de eso hacía
tanto, que empezaba a sospechar si Andrés la quería de verdad.
Ella
trabaja en la oficina de un Ministerio donde él es vigilante de
seguridad, siempre en turno de noche. Sólo se ven cinco minutos por
la mañana, momento en que él llega a casa, cansado del trabajo, y
ella sale a la carrera para fichar a tiempo. Al regresar comen
juntos, pero debido al sueño atrasado, Andrés regresa a la cama
hasta la hora de acudir de nuevo a su lugar de trabajo. Mientras
tanto, ella se ha buscado entretenimiento para las tardes, ya que no
puede faenar en casa, al no poder meter ruido por temor a
despertarle.
Se
ha apuntado a un taller de lectura, con el que se entretiene leyendo
libros interesantes, que luego comenta con sus animados compañeros
de tertulia. Los fines de semana podían dar lugar a algo más de
intimidad, pero los pasan alternando la casa del pueblo de sus
padres o sus suegros, como son ya muy mayores, les echan en falta, y
si bien las paredes de las casas son bien gruesas de piedra, las
camas son viejas, y hacen mucho ruido con sólo girarse, por lo que
ni siquiera intentan un acercamiento entre ellos.
Mónica
lleva unos días pensando cómo afrontar el problema con su marido, y
aquella noche por más que se esforzaba no podía pegar ojo. Daba
vueltas en la cama buscando la postura adecuada para dormir, contaba
ovejitas, tomó un vaso de leche templada, nada, no había manera,
así que pensó aprovechar para descolgar las cortinas del dormitorio
y lavarlas, las tendería antes de que llegara Andrés, y no se
enteraría. Siempre la riñe porque no le gusta que se suba a la
escalera. Pero aprovechando que tardará en llegar, se puso manos a
la obra. Subió y descolgó la barra que sujetaba las cortinas.
Cientos de veces había hecho la maniobra, pero el azar hizo que
perdiese el equilibrio y cayera para atrás encima de la cama. La
mala fortuna le atrapó un pie entre dos escalones, tirándose la
escalera encima de la otra pierna. El fuerte golpe la hizo gritar y
luego sollozó por el dolor propinado. Cuando vio que no tenía nada
roto, logró quitársela de encima y ponerse en pie. La molestia era
leve, continuando con su tarea. Como empezó a cojear, dejó las
cortinas en el cubo de la ropa sucia, guardó la escalera para que
Andrés no notara nada raro, y tras echarse una crema
antiinflamatoria, se acostó.
Durmió
a ratos, porque la pierna dolía sólo con el roce de las sabanas,
incorporándose inmediatamente en cuanto sonó el despertador.
Desayunó, se aseó y vistió pensando en acudir a la oficina. Como
había tomado ibuprofeno tenía esperanzas que el dolor pasase. Al
llegar Andrés, disimuló a pesar del comentario sobre sus ojeras.
En cuanto cerró la puerta del dormitorio, se sentó en el sofá y
pensando, pensando, decidió llamar y pedir el día libre, seguro que
con un poco de descanso la molestia se pasaría.
Hacía
días que intentaba ir a la peluquería, pero entre unas cosas y
otras no encontraba el momento, y que mejor que esa mañana. Lo malo
es que su peluquera de toda la vida estaba a quince minutos de
camino, y con aquella pierna dolorida, no era plan. Recordó que
hacía unos meses habían abierto un salón de belleza enfrente de su
casa, algunas tardes veía desde las ventanas del salón como
trabajaban, así que decidió probar suerte, porque para retocar
puntas y mantener el corte, cualquiera lo podría hacer.
Apoyándose
en un paraguas para cojear menos, cruzó la calle y entró en el
local, a pesar de ser más de las diez, no veía ninguna clienta por
allí, y peluqueras sólo había dos, una jovencita que parecía
estar en prácticas y la dueña, que salió de una cabina para tomar
el pedido de lo que quería hacerse y explicárselo a la aprendiza,
pues estaba depilándose a sí misma.
Todo
iba marchando bien, la muchacha a pesar de la juventud era experta
con la tijera y la navaja, tras ponerle los rulos metió su cabeza en
el secador, y cuando sonó el temporizador, apagó el aparato
dispuesta a comenzar el proceso de peinado. No pudo ser, porque sonó
el teléfono y alguna clienta andaba buscando cita con muchos
miramientos, porque la peluquera no acababa de volver. Como ya había
leído entera la revista prestada, miró por la ventana para
entretenerse, y fijarse justo en las ventanas de su casa.
Qué
raro, pensó, la persiana de mi dormitorio está abierta, se fijó de
nuevo en todas las ventanas y comprobó, que efectivamente, su
persiana estaba levantada, y fijándose un poco más, podía ver
perfectamente a Andrés en la cama con una mujer de melena oscura.
¡Qué!
No puede ser, volvió a fijarse, y los que contorsionaban en su lecho
conyugal eran su marido y, ¡ay que me da algo!, su compañera Anaïs,
con la que hacía dos años que salía al pincho, pero que lo había
adelantado una hora por problemas de personal, según dijo ella.
¡Será cabrona!
Se
levantó del asiento dispuesta a enfrentarse a los dos desgraciados,
no sin antes darle a la chavalina su móvil, para que grabase todo lo
que iba a pasar nada más llegar a su casa. La chica se frotaba las
manos con aquel culebrón, y siguiendo las indicaciones de la
clienta, grabó con pelos y señales lo mejor que pudo aquella
escena.
Mientras
tanto Mónica llegó a la casa, intentando no hacer ruido y pillarles
desprevenidos, la pierna le dolía, pero la adrenalina pudo más y al
pasar delante de la cocina, recordó que haber metido una jarra con
agua en la nevera para aliviar la hinchazón. Cogió la jarra, abrió
de sopetón la puerta y arrojó el agua encima de los dos cuerpos
calenturientos.
Anaïs
pegó un salto fuera de la cama, poniéndose de espaldas a la
ventana, enseñando el culo a la calle e intentando tapar sus
vergüenzas con las manos, mientras Andrés no daba crédito a lo que
estaba pasando y veía los ojos como platos que tenía Mónica,
¡Déjame que te explique! Le decía. Pero ella no podía dejar de
mirar la morcilla enhiesta que tenía delante, en su vida había
contemplado semejante atributo, ni siquiera en Playa Bávaro.
Días
más tarde, no recordaba nada de lo que les había gritado, maldecido
o llorado, pero sí de darse cuenta de la pinta que tendría con el
pelo lleno de bigudíes y un peinador morado alrededor del cuello.
Reculó hacia la peluquería, ordenándoles se fueran de casa antes
que ella volviera.
Hizo
una entrada triunfal en el salón, en su ausencia habían llegado dos
peluqueras más y tres clientas, que alertadas por la novata, no
perdieron nada de lo acontecido, aunque la pena fue no haberlo oído.
De
la que regresó, la casa estaba ya vacía, Andrés había cogido algo
de ropa pero no toda, suponía que otro día lo haría. No sabía
que iba a hacer con la grabación de la infidelidad, no podría
publicarla por si la demandaban aquellos sinvergüenzas. No
obstante, llamó de nuevo a la oficina para pedir una semana de
vacaciones y poder llorar a gusto su amargura y la pérdida del amor
de su vida, aunque no podía quitarse de la mente aquel chosco de
Tineo, firme como una bandera.
Quince
días después, apareció una tarde Andrés, rogándole le perdonara
y le permitiera explicarse, ella era el amor de su vida, pero la otra
era una lagartona que lo había embaucado. Mónica aparentó aceptar
sus disculpas, rememorando en su mente la imagen gráfica del miembro
erecto de su todavía marido. Andrés intentó un acercamiento que
Mónica no rechazó, empezando a retozar ambos en la cama
matrimonial, gritando de placer la buena mujer, que tras el fogoso
encuentro, le pidió a Andrés unos días para pensar, algo que él
entendió.
Al
cabo de tres meses se volvieron a ver las caras en el Juzgado, el
divorcio era una realidad, Andrés aceptó perder el disfrute de su
casa antes que ver su imagen en la redes de internet, y Mónica
aunque lo disimulaba, había engordado algo quizás por la
satisfacción, bueno y de los tres meses de embarazo que no pensaba
contarle a él, porque lo único que deseaba es ¡QUE TE DEN!
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