Si
estás leyendo esta carta es que estoy muerta.
No
quiero irme al olvido sin que sepas la verdad de mis razones,
seguramente no las apruebes pero el daño está hecho, y como ellos
decían, daños colaterales nada más.
Viví
quince años bonitos, mi infancia fue francamente feliz hasta donde
recuerdo y sigo maldiciendo el día que pedí como regalo de
cumpleaños viajar a un parque de atracciones. Todos mis amigos
habían visitado alguno y hablaban maravillas, nos ilusionaba
divertirnos juntos, justo antes de comenzar con fuerza los estudios
que me llevarían a la universidad.
Todo
ocurrió muy rápido, tras un día ajetreado de subir y bajar por las
montañas rusas, toboganes, escaladas y diferentes diversiones,
mientras cenábamos, se presentó la policía en nuestra mesa, fue la
última vez que pude estar con ellos. Voy a llamarles padres porque
son la única referencia que tengo como tales, y sobre todo, porque
siempre se portaron como si lo fueran.
No
entendía qué pasaba, me sentía perdida, aislada de mi única
familia. Los servicios sociales me secuestraron, esa es la palabra,
me encerraron en uno de sus centros, junto con delincuentes y chicas
difíciles, sin dejarme hablar con ellos, sin contarme cual era el
problema, sin importarles mis sentimientos o mi opinión, como menor
no era más que un cacho carne con ojos que debía obedecer.
Seguí
el consejo de la compañera de habitación: “sé
dócil, obedece y espera el momento apropiado”.
Comencé a colaborar y la relación se fue relajando, tras un juicio
en el que no pude participar ni asistir, les declararon culpables de
secuestro con pena de prisión. Mi tutela se la dieron a una mujer,
al parecer tía mía que fue la encargada de explicarme mi situación.
Craso error, porque ya conocía toda la historia a través del
abogado. La cizaña y datos atroces que ella inventó, me
demostraron rápidamente la clase de persona que era y lo difícil de
nuestra futura relación.
Al
parecer, cuando tenía tres años, mientras ayudaba a mi madre a
tender la ropa en una casa de campo vacacional, corrí en pos de una
prenda que el aire había arrebatado de la cuerda, para recuperarla
me adentré en el bosque cercano, donde me perdí. Ella no se dio
cuenta a tiempo de mi desaparición, y cuando empezó a buscarme fue
demasiado tarde. Durante semanas intentaron localizarme policías,
voluntarios y mis verdaderos padres que no se daban por vencidos
hasta que apareciera.
Pasados
unos meses, mi madre se suicidó al sentirse culpable de mi perdida,
y mi padre murió poco después en accidente de coche al conducir
borracho. Todos lloraron las tres muertes y siguieron con sus vidas,
hasta aquel día, en que tras publicar una foto mía en el tablón
del parque, mi tía me reconoció, soy igualita a mi abuela, incluso
tengo un lunar en el mismo sitio que ella. Llamó a la policía y
ahí mi suplicio tuvo su comienzo.
Mi
falso padre me encontró dormida en la sentina de su barco, había
hecho diferentes paradas a lo largo del río, y por más que puso
fotos con mi imagen, no logró averiguar nada de mi procedencia, por
lo que decidió adoptarme, criándome como si fuera su hija. Nunca
me contaron la verdad, por temor a perderme o a culparles de mi
extravío, intentaban suplir con su amor incondicional la falta de
mis verdaderos padres.
Mi
tía era mayor y mis primas tenían su vida ya montada, no siendo más
que una extraña en aquella casa. Me miraban mal, me importunaban en
cuanto podían, nunca podía dar mi opinión porque se abalanzaban
sobre mí con una falta de respeto e intransigencia desconocida. No
permitían que fuese diferente o pensase por mí misma, siempre su
machacona forma hipócrita de pretender mostrarme la vida. Porque
una cosa era lo que decían y otra muy distinta lo que hacían.
Mostraban preocupación por los más desfavorecidos, por los
extranjeros que buscaban un hueco en este país tan distinto al suyo,
pero de puertas adentro vejaban en cuanto podían a la asistenta
ucraniana o trataban desconsideradamente al muchacho sudamericano que
traía el pedido a casa.
A
pesar de mis pocos años, tuve que madurar de repente. Empecé a
comprender que hay personas buenas y otras que no, en el reparto no
había salido favorecida. Deseaba volver con mis padres
“secuestradores”,
al menos con ellos no tenía que preocuparme nada más que de
estudiar en vez de sentirme la cenicienta del cuento. Y todo porque
la familia me culpaba de las muertes de mis padres y mis abuelos, ya
que murieron uno tras otro debido a mi desaparición.
Me
sentí tan desgraciada con aquella gente que empecé a planear el
evadirme, debía desaparecer de nuevo sin dejar rastro, dudaba que
pudiera haber más muertes por mi culpa en esta ocasión.
Mi
fecha de nacimiento había cambiado y también mi edad, ahora tenía
un año más, algo que me descolocó totalmente, pero mira por donde
me venía bien para mis ganas de huir. Justo el día de mi dieciocho
cumpleaños salí bien temprano de casa, me dirigí a la playa, una
pequeña cala que a primera hora siempre está desierta. El sol
comenzaba a calentar y al descalzarme, sentí placer con el roce de
la arena en mis pies. Me fui acercando a la orilla, donde la mar
lamía suavemente la costa e inicié lentamente la entrada en el
agua.
El
frío me hizo retroceder unos pasos, me armé de valor y seguí
avanzando mar adentro. Mis pies ya se habían acostumbrado a la
sensación helada y al hundirse en la arena, bajo las olas, mi cuerpo
vibraba al ritmo del vaivén marino. Primero las rodillas, luego la
cintura, cuando el agua ya mojaba mis hombros, sentí la fuerza de la
corriente, la llamada de las profundidades, alcanzando una serenidad
y una paz hacía tiempo anhelada.
Sin
miedo y sin prisa, seguí caminando mar adentro, quería sentirme
rodeada de su suave baile. Cuando ya no pude abrir la boca sin
tragar agua, y llegó a la altura de mi nariz, fue entonces, como si
un resorte me impulsara, brinqué hacia arriba, alcé mis brazos y
corrí hacia la orilla todo lo que pude, porque mi mente, por fin,
había encontrado la solución a mis pesadillas.
Antes
de que pudieran conmigo, acabaría yo con ellas. Madrugué el
domingo, abrí las espitas de las tres bombonas de butano que había
en la casa y me marché. Dos horas más tarde todo voló por los
aires, su hipocresía, su intransigencia, su odio y su mala educación
habían terminado, tal vez me buscasen, pero sabía dónde ir, a un
bosque cerca de un río donde una vez me perdí y nunca jamás
investigarán allí.
El
resto de la historia ya la conoces. No importa lo que has hecho
antes, lo que vale de verdad es lo que haces ahora, en el presente, y
eso, como he dicho, tú lo sabes bien.
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