¡Vamos
pequeño, puedes conseguirlo! Solo tienes que dar el primer paso. Tan
solo un paso al que le seguirán muchos más.
Esas fueron las
palabras de ánimo que Pelayo dirigía una y otra vez a ese pequeño
gatito negro que acababa de traer a casa.
El cachorro de un
mes, se encontraba encogido debajo del mueble del lavabo del cuarto
de baño “Greek” de diseño minimalista. Un cuenco con
agua, otro con exquisita comida especial para gatitos, por supuesto
de primera calidad, una bandeja con arena anti bacterias para que
hiciese sus necesidades y una acogedora camita delante de la ventana.
Todo lo que le indicó el veterinario que le haría falta para
instalar al pequeño. Pero nada, seguía mirándolo fijamente con sus
ojillos negros, efecto de la dilatación de sus pupilas rodeadas de
un intenso color verde azulado.
Pelayo decidió
darle tiempo y tras servirse una copa de coñac Luis XIII, se sentó
en su sillón, que además de incomodo ni siquiera le gustaba. Lo
adquirió porque era el más caro del diseñador de moda, del que ya
no recordaba ni su nombre, pero el gesto sería elogiado por sus
socios, compañeros de trabajo y conocidos con los que compartía ese
mundo artificial al que pertenecía.
Un pensamiento
fugaz atravesó su mente: “A Inés le gustaría que hubiese
adoptado a este gatito”.
Pelayo a sus
treinta y cinco años se considera un hombre de éxito, ya que a esta
temprana edad había conseguido todo para lo que le habían educado
sus padres. Había abandonado su pueblo natal en Asturias para
trasladarse a Madrid y dedicarse a su profesión de economista. En
los últimos diez años, no sin esfuerzo y sacrificio, se había
convertido en un alto ejecutivo de libro: joven, con alto poder
adquisitivo, propietario de un ático en una calle céntrica de la
capital, soltero y sin hijos. Había cumplido con lo que se esperaba
de él. Y él a su vez se sentía satisfecho por haberlo conseguido.
Hasta ese día,
en el que todo cambió. El culpable, este gatito negro con una lesión
de nacimiento en su patita izquierda trasera que le impedía ponerse
de pie correctamente.
Miró al gatito y
por la simpatía que sintió recordó el momento justo cuando conoció
a Inés como si hubiese sido ayer mismo. Ella, ajena a su atenta
mirada, se encontraba echando leche de cabra recién ordeñada en un
biberón a través de un colador para dárselo a un pequeño
cabritillo que se había quedado huérfano.
Pelayo nunca
había visto algo así, ese gesto le atrajo hacia ella con una enorme
fuerza y se acercó. Pronto se hicieron los mejores amigos. Inés
con su forma especial de ver la vida y dar importancia, como decía,
a lo que realmente tiene importancia, le fascinó. Él tenía once
años y ella diecinueve, nunca se habían percatado de su diferencia
de edad.
Se hicieron
novios nueve años más tarde, ella fue su primer y único amor.
Hablaban de casarse, crear una familia, cuidar de sus padres cuando
se hiciesen ancianos y salvar al mundo. Fueron tres maravillosos años
de noviazgo.
Ahora Pelayo,
entre suspiros, se preguntaba cuándo había renunciado a toda
aquella maravillosa vida al lado de Inés.
La universidad y
la oportunidad de crecer profesionalmente en Madrid fue la respuesta.
Lo último que
supo de ella es que abrió un herbolario en el pueblo y continúa con
su proyecto de hacer del mundo un lugar mejor.
El gatito no
salía de debajo del mueble y Pelayo decidió dejarlo tranquilo. Giró
el sillón y se quedó mirando su imagen fijamente en el espejo
“Batavia” situado enfrente él.
“Ya me están
saliendo muchas canas, igual que papá.” -Pensó
Su padre había
muerto hacía dos años y a su madre, le paga la mejor residencia
para enfermos de alzhéimer de España. La visita cada quince días.
Mientras seguía
mirándose al espejo pensó:
“Que ironía.
Ahora que he llegado tan alto por vosotros ni siquiera podéis
disfrutar de ello.”
La melancolía
invadía su cuerpo junto a un gran sentimiento de soledad, como
aquellos primeros días en los que llegó a la gran ciudad y le
robaron la cartera, no había dicho nada a sus padres para no
preocuparlos y eso lo hizo que durmiese durante una semana en la
calle o como aquella vez que metió la pata en el trabajo y estuvo
casi un mes sin dormir para poder resolverlo, nunca les contaba nada
que pudiese preocuparles. Trabajó, trabajó y trabajó, estudió,
estudió y estudió…
“Aquí me
encuentro, después de diez años de duro trabajo saboreando mi buena
posición, solo” -pensaba mientras veía su reflejo en el
espejo levantando la copa de balón para hacerse un brindis a sí
mismo. Una sonrisa de medio lado se le dibujó en los labios
-“¡Ah, No! ya no estoy solo, ahora tengo un gatito ¡Por ti
pequeño!” -Y levantó copa en alto tomando después un leve
trago.
Volvió a pensar
en Inés.
“Te
esperaré” fue lo último que ella dijo cuando se dijeron adiós
en la estación de tren.
“¿Me
seguirá esperando?”
El gatito salió
de su escondite y Pelayo que ya no se acordaba de su existencia, pegó
un brinco del susto dejando caer la copa rompiéndola y esparciendo
su contenido por el suelo.
“¡Adiós
400 euros!”.
Fue al cuarto de
baño y vio que el gatito había comido algo y ahora le miraba.
“Muy bien
pequeño, con un primer paso puedes llegar a donde quieras ¿Me oyes
pequeñín? -Le decía mientras le acariciaba entre las
orejas. -Y ¿Qué es lo que tu quieres? ¿eh? ¿Una familia? ¿Un
hogar quizás?”
Estas palabras
sacudieron su interior.
“¿Qué es
lo que yo quiero? ¿Qué es lo que yo quiero?” -Se repetía
mientras limpiaba los restos del accidente ocurrido.
Una vez recogido
todo, volvió a sentarse en el caro sillón con el gatito sobre sus
piernas que pronto se hizo un ovillo y comenzó a ronronear. Pelayo
dejó que su mente viajara a esa vida que hubiese tenido si no
hubiese abandonado Asturias y hubiese continuado con Inés. Le
gustaba todo lo que sentía mientras imaginaba.
“Volveré a
Asturias. Le pediré matrimonio a Inés. Formaremos una familia.
Traeré a casa a mamá, y le atenderá una cuidadora especializada,
¡no no mejor dos! una por la noche y otra durante el día. Pondré
una oficina de orientación y gestión económica o quizás de
clases. ¡Volveré a ser yo!”- Dijo entusiasmado en voz tan
alta que despertó al gatito que lo miró durante un instante para
enseguida volver a dormirse- “Sí, sí, llamaré a Inés, nunca
la he olvidado, siempre la he amado. ¡No, es una locura! ¿Y si me
dice que estoy loco? Ella me prometió esperarme…”
El gatito,
cómodamente instalado en el asiento del copiloto, llevó su atención
al frente moviendo su cabecita de forma graciosa de izquierda a
derecha, cuando el sensor de lluvia hizo que el limpia parabrisas del
porche 911 cobrara vida al sentir el abrazo del orvallo y la niebla,
que surgían de entre las montañas. “Mira pequeño,
Asturias nos da la bienvenida como solo ella sabe” El sol,
que les había acompañado durante todo el viaje, había decidido
quedarse al otro lado del túnel del Negrón.
El herbolario
tenía ese olor especial a remedios naturales. Los ojos y la sonrisa
de Inés iluminaron toda la estancia al ver a Pelayo plantado de pie
en la entrada, con un pequeño gatito negro acurrucado en su regazo
que le había dejado algún que otro pelillo esparcido por su
inmaculado traje de lino beige.
“He estado
soñando con este momento todos estos años” -Dijo ella con voz
amorosa.
“He vuelto”
-Respondió Pelayo, sintiendo como su corazón estaba a punto de
salírsele del pecho.
Inés cogió al
gatito en sus brazos con la misma ternura que había hecho años
atrás con aquel cabritillo. Su amor seguía siendo el mismo, no
había cambiado y eso reconfortó el corazón de Pelayo.
El cartel de la
puerta anunciaba: “Esta semana el herbolario permanecerá
cerrado por asuntos personales. El amor de mi vida ha vuelto a casa”.
Una semana entera sin salir del acogedor hogar de Inés, fue preludio
de como sería el resto de sus vidas juntos. El tiempo que les había
separado se desvaneció. Volvían a ser los mejores amigos, los
mejores confidentes, los mejores amantes. Volvían a ser Pelayo e
Inés, igual que antes, igual que siempre. Ahora todo estaba en su
sitio.
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