Las
noticias de la guerra llegaban como la brisa de primavera. De vez en
cuando y apenas molestaban. Eran una comunidad pequeña, que vivía
del campo y de sus tareas. No tenían periódico. Y sólo el alcalde
disponía de aparato de radio, como buen radioaficionado que era. Por
eso, a pesar de saber que la guerra se les veía encima, no quiso
asustar a sus convecinos. El Mercado de los Martes -o De las
Manzanas, como se conocía en la comarca-, se celebraría vinieran o
no los nazis. Ya podían bajar todos los santos o demonios del cielo
para impedirlo. Él les estaría esperando, garrota en mano, para
defender la tranquilidad de su pequeño pueblo.
La
cosecha iba a ser inmejorable. Tendrían bien provistos los almacenes
para todo el año. Comerían manzanas, harían mermeladas, compotas,
pasteles, purés, y hasta podrían vender excedentes para los lagares
de los pueblos vecinos. Aunque la producción de sidra sería escasa.
Tenía noticia por otros alcaldes de que muchos jóvenes que
trabajaban en los lagares se habían alistado y los más afortunados
no habían vuelto muy enteros, precisamente. La sidra podría
esperar. Pero las manzanas tendrían que recolectarse y venderse.
¿Tal
vez al Führer
le gustaran las manzanas? ¿O quizá la sidra?, pensó mientras
mordía una, enorme y reluciente. Caminaba en dirección al Vieux
Pont,
el puente de piedra que conducía fuera del pueblo, hacia las
plantaciones de manzanos. Qué tontería, se dijo. ¿Qué más me da
a mí lo que coma o beba ese hombre? Si a fin de cuentas nos va a
invadir. Estamos indefensos ante semejante despliegue de soldados,
armamento y maquinaria. Tengamos manzanas o no.
Tiró
el corazón de la manzana a un lado del bosquecillo. Y siguió
caminando. Llegó al puente y vio que algunos chavales del pueblo
pescaban a ambas orillas del río.
‒
¡Allo,
garÇons!
¿Cómo va la pesca?
‒Tres
bien,
señor alcalde.
Los
chicos le enseñaron la cesta, con más ilusión que peces dentro.
Les
miró un rato, divertido, intentado espantar fantasmas. Algunas cañas
se les enredaron y al ir a separarlas un par de muchachos cayeron al
agua, poco profunda, alejando a los pocos peces que pasearan por el
cauce.
Se
apoyó en el pretil del puente observando el río, los árboles, el
cielo azul… la tranquilidad. Suspiró.
‒
¿Cómo podría yo retener todo esto y
esquivar a los nazis? Sólo soy un alcalde de un pueblo
insignificante, en una esquina de Francia. Ni siquiera este puente de
piedra tan sólida como parece sobreviviría a una invasión del
ejército alemán… Mon
dieu,
no puedo dejar que me venza mi propio pensamiento. No puede ser…
Se
despidió de los chavales que seguían enredados y dejó el puente
atrás. Llegó a un claro del bosque, donde las mujeres solían
llevar su ropa para tenderla después de lavarla. Ese día solo había
una chica joven, que doblaba sus sábanas mientras cantaba una
cancioncilla infantil:
Bonjour, Madame
la Lune
Bonjour,
Madame la Lune,
Que faites-vous donc là ?
Je fais mûrir des prunes
Pour tous ces enfants-là.
Bonjour, Monsieur le Soleil,
Que faites-vous donc là?
Je fais mûrir des groseilles
Pour tous ces enfants-là.
Que faites-vous donc là ?
Je fais mûrir des prunes
Pour tous ces enfants-là.
Bonjour, Monsieur le Soleil,
Que faites-vous donc là?
Je fais mûrir des groseilles
Pour tous ces enfants-là.
Buenos días, Señora Luna
Buenos
días, Señora Luna
¿Qué hace Vd. aquí?
Hago madurar ciruelas
Para todos estos chicos ahí.
Buenos días, Señor Sol
¿Qué hace Vd. aquí?
Hago madurar grosellas
Para todos estos chicos ahí.
¿Qué hace Vd. aquí?
Hago madurar ciruelas
Para todos estos chicos ahí.
Buenos días, Señor Sol
¿Qué hace Vd. aquí?
Hago madurar grosellas
Para todos estos chicos ahí.
Al
alcalde le entró cierta congoja al escuchar la dulce voz de la joven
y al notar que se hallaba en estado de buena esperanza.
Pobre
criatura, que vendrás al mundo en medio de una guerra. ¿Podrá
conocerte tu padre? ¿O se habrá alistado y estará perdido en
alguna trinchera lleno de barro y frío?
Saludó
a la joven que le devolvió el gesto con una sonrisa. Y regresó al
pueblo siguiendo el sendero circular. Los manzanos crecían allí
fuertes y derechos. Estaban cargados este año. Tendrían mucho
trabajo, si la guerra lo permitía. Cogió otra manzana, esta vez más
pequeña y ácida, y siguió sus cavilaciones.
Al
llegar al pueblo su mente se distrajo con el griterío.
¿Qué
pasaría? ¿Los nazis habrían llegado ya? Mon
Dieu, no podía ser.
Corrió
todo lo deprisa que su barriga bamboleante le permitió y, al llegar
a la plaza del pueblo, varios vecinos le rodearon, solicitando su
ayuda.
‒Mire
ahí arriba, alcalde. ¡Çes’t
la guerre!
Muchos,
armados con palos y rastrillos, miraban hacia la iglesia. En una de
sus torres había quedado colgando un paracaidista. Que abría sus
brazos, indefenso.
‒Solo
es un soldado –el alcalde intentó tranquilizar a todos. Y poniendo
las manos en forma de embudo le gritó -¡¡Allò,
mon amie!! Où
son commandant est ?
/ ¿Dónde está su comandante?
‒¡¡Help,
help!! –Era lo único que gritaba el soldado desde arriba.
‒¡¡La
guerre!! ¡¡La guerre!!
–coreaban los muchachos que habían vuelto del río, dando por
finalizado su día de pesca.
El
alcalde mandó callar a todos y volvió a gritar ‒¡¡Allò,
allo!! ¿Allemand?
‒¡¡Americain!!
¡¡Help ME!! ¡¡À l’aide!!
¡Etats Unie d’Amerique!
–su inglés americano se mezcló con un intento de francés que
todos aplaudieron.
Por
fin, alguien subió por las escaleras del campanario y con ayuda de
una gruesa cuerda izó al paracaidista, recogiéndole hacia el
interior de la iglesia. La tela del paracaídas cayó danzando al
viento. Los chiquillos la recogieron antes de que cayera al suelo.
Ayudado
del vecino que lo había socorrido el paracaidista americano bajó a
la plaza. Todos le rodearon y la saludaron. Le preguntaban por
América, por el cine, le pedían cigarrillos… Pero él apenas si
entendía nada. El alcalde en un inglés macarrónico se hizo
entender y en nombre de todo el pueblo le dio la bienvenida y las
gracias por su llegada.
No
comprendió del todo lo que el soldado le dijo sobre Hitler y la
guerra. Lo que si entendió era que el soldado estaba cansado y que
tenía mucha hambre. Así que fue conducido hacia la taberna del
pueblo. En el patio se asaron varios cerdos y con el americano
brindaron con cerveza y sidra dulce por la futura cosecha.
Las
crónicas del pueblo ese año contaron dos datos de gran interés: la
llegada de un hombre que bajó del cielo y la recogida de la mayor
cosecha de manzanas de su historia. Hitler nunca las llegó a probar.
En el Mercado de los Martes las vendieron todas.
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