Caminaba sin rumbo intentando
dejar atrás el invierno de mi divorcio y la lluvia incesante de mi
corazón. Atraída por la música llegué hasta una pequeña terraza
situada en una calle peatonal. Me senté y pedí un vino. Lo bebí a
pequeños sorbos, cerrando los ojos a cada trago, sintiendo como
calentaba mi garganta desgarrada y mi corazón roto. Un sol tibio
acariciaba mi alma
dolorida. La voz dulce
y melodiosa de una chica muy joven hizo brincar mi corazón. Pedí
otro vino. Después, la música se tornó festiva y tres payasos nos
alegraron con chistes, juegos de manos
y acrobacias. En ese momento me di cuenta que mientras yo
desperdiciaba meses de mi vida, esos jóvenes los estaban
aprovechando para ganar algo de dinero y perfeccionar su arte.
Regresé a casa acompañada por el vino que regaba mis venas y la
alegría que inundaba mi corazón, como si alguien me hubiera tocado
con una varita
mágica.
Supe que el dolor había quedado atrás para siempre, que para mí
amanecía una nueva vida.
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