El Danubio azul - Dori Terán


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El espejo le devolvía la imagen de una mujer madura bastante bien conservada para su edad. Al menos eso creía Rosa aunque a veces dudaba de su capacidad visual.-“Cuando me miro con las gafas puestas aparecen arrugas en mi rostro que no existen sin ellas”. La presbicia era un lastre ocasionalmente pero en otras ocasiones suponía un alivio. Aquella mañana terminó de ajustarse el corsé maravilloso que siempre se ponía, estilizaba su figura y empujando hacia adentro el vientre crecido con los años, le permitía recobrar la cintura que un día fue la admiración de hombres y mujeres. De avispa decían, ya la quisieran para sí muchas de las encumbradas modelos que se paseaban orgullosas y profesionales por las pasarelas de moda. Terminado su” bien habillé” se dirigió a la cocina para prepararse un opíparo desayuno. El nutricionista le había informado que era la comida más importante del día en la que podía gozar a su antojo del arte del buen comer pues quedaban por delante muchas horas para la quema de calorías. Dos huevos fritos con tres lonchas de beicon, un generoso trozo de pan blanco, el zumo de dos pomelos y como broche final el aromático café con leche para mojar el esponjoso bizcocho que Martina le traía cada semana como una delicatesse casera digna del paladar de los dioses. Apartó de la mesa el cenicero lleno de colillas, la película de anoche la había puesto los nervios de punta y se había pasado en la cantidad de cigarrillos degustados. Lo vació en la bolsa de basura del vertederp que guardaba bajo la fregadera-“Está muy lleno-pensó-lo bajaré esta noche”. Mientras disfrutaba con placer del copioso desayuno repasó el horario del autobús que iba al hospital. Tenía una consulta a las once de la mañana, si cogía el que pasaba a dos calles de su casa a las diez y quince horas, llegaría con tiempo de sobra. Aún era temprano así que ordenó un poco su habitación. Hizo la cama considerando que ya los ácaros se habrían ido de las sábanas que habian perdido el calor de su cuerpo en el lecho. Encima de la mesita reposaban los pendientes azules, dos aguamarinas engarzadas en un marco de plata vieja. Eran sus joyas favoritas. Fernando se las había regalado en su veintisiete y último aniversario de boda. Una enfermedad rara que cursó con olvido de cuanto había sido su vida, se lo llevó a otra dimensión inexplorada y desconocida por los humanos que la llaman muerte. Las aguamarinas llegaron a su vida como un amuleto.-“Te ayudarán a reducir los miedos, estarán contigo cuando tus emociones se desborden con depresión o melancolía para canjearlas por paz y sosiego y creo que tienen muchos poderes más” .Así se lo había contado Fernando el día que se las regaló. Metió los ganchos de los pendientes en los agujeros de sus orejas, uno de ellos colgaba más que el otro, siempre lo dijo ella –“ Este agujero está demasiado abajo en el lóbulo”. No obstante salió sintiéndose guapa y segura, protegida y amada. Tal pareciese que Fernando la acompañara con la magia de las gemas. Caminó a paso ligero hasta la parada del autobús.-“¡Hay que ver como corre el tiempo, ya voy
justita!” Llegaron a la vez ella y el vehículo. Se sentó junto a una de las ventanillas, sola, era un asiento individual. Tampoco fue fijándose en el paisaje urbano y sus movimientos. Tenía facilidad para evadirse de todo y en el trayecto se dedicó a ensoñar en sus anhelos.-“Si los resultados de las pruebas me dan bien, estas navidades que se aproximan, voy a hacer ese viaje pendiente” Era uno de sus sueños sin realizar, volar a Viena y escuchar en directo el maravilloso Concierto de Año Nuevo. La Gran Orquesta Filarmónica actuando en La Gran Sala Dorada de la Musikverein de Viena. Allí,la música, en la mayor parte, de la familia Strauss, la conectaba cada año delante del televisor con una energía que la transportaba a un mundo lleno de sensaciones inalcanzables de otro modo. Los acordes del violonchelo ese hermano mayor del violín impregnaban con sus cuerdas una paz y armonía en su espíritu que se le antojaba estar en el cielo. Muchas veces se preguntaba por qué. ¿Tal vez ella en alguna de sus vidas había disfrutado del arte de arrancar melodías al Chelo?. ¡Uyyyy! ya estaba frente al hospital. –“Un poco más y me paso”. El viejo hospital había sido remozado y la pintura de su fachada era más alegre y acogedora que antaño. Aun así era un lugar que nunca le había gustado. “Un hotel en el que todos tenemos reserva alguna vez”- solía pensar. Entró por la puerta giratoria, una de esas que tienes que mover los pies como si caminases aunque apenas lo haces, -“que absurdo”-murmuró entre dientes. Subió las escaleras mecánicas, no sabía si le daba más angustia la carrera de estas o el encerrarse en el ascensor. La consulta estaba en la primera planta. Buscó cirugía, ella iba a cirugía. Allí estaba. Se sentó en la pequeña salita después de dar los buenos días a las personas que esperaban su turno. Solo una pareja de jóvenes le contestó. Tal vez no eran buenos días para los demás. Y así pasaron los minutos y los minutos más allá de la hora de su cita. Nunca había puntualidad. La señora con el número anterior al suyo ya llevaba más de veinte minutos dentro.-“Claro que una vez que te toca tendrás que estar lo que haga falta.” –pensó. Entre ensoñación musical con Viena y miradas rápidas a la pantalla que sonaba cada vez que llamaban a un número, fue matando el tiempo. Y como todo llega, llegó su turno. La enfermera le sonrió mientras la saludaba y la ofrecía una silla frente al doctor sentado al otro lado de la mesa y que miraba fijamente interesado al ordenador. –“Rosa,Rosa…no tengo buenas noticias. La analítica está alterada y la radiografía nos muestra una masa fea en el esófago, cerca del corazón”. Un frio paralizo todo su cuerpo y las preguntas que se agolpaban en su mente sonaron como un balbuceo.-“¿Qué se puede hacer doctor?”. –“Estudios más profundos para conocer la posibilidad de operación y limpieza del tumor y atacarle también por otros medios como radioterapia y quimioterapia”-le contestó. Le dieron cita para ecografías, scanner y otras palabrejas por el estilo. No supo cómo llegó a su casa, en automático seguramente. Todo su sentir y su pensar fue procesando la noticia que acababa de recibir y se propuso
analizar su gestión. Pasaron varios días en los que la tormenta ocupó su mente por completo pero como después de cada tormenta siempre viene la calma, la abrazó y desde la serenidad tomó una decisión, no se prestaría a ningún tratamiento para erradicar el mal. Tal vez había llegado la hora de reunirse con Fernando y desde donde quiera que se encontrasen volar juntos a Viena. Con el sentimiento de una paz infinita, encendió el viejo gramófono y se dispuso a escuchar desde el alma el vals de El Danubio Azul.





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