Orden y progreso - Esperanza Tirado


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El alcalde marchó borracho de la reunión. La mala uva temprana se le había enquistado por dentro. Tanto, que ya no había manera humana de razonar con él. Al salir se dio con el dintel de la puerta, soltó un cagamento y se perdió en la oscuridad de la calle haciendo eses envenenadas.
Los vecinos que permanecían en el salón de plenos aguantaron la respiración por si volvía y se les enfrentaba, como había ocurrido otras veces. Pero no sucedió nada. Los recién llegados al pueblo no le dieron importancia. Pero los vecinos más antiguos conocían la casta más que de sobra. Ya venía de lejos. Y, sabiendo que una palabra más alta que otra podía desencadenar una nueva guerra en el pueblo se cosieron los labios y mantuvieron el tipo al escuchar la palabra tabú por parte de los ‘forasteros’.
PROGRESO’ en oídos y mentes no adecuadas equivalía a mentar al mismísimo Demonio. Y si la acompañabas con unas cuantas pintas de vino peleón y algún que otro vasito de aguardiente casero para entrar en calor, la bomba atómica se quedaba pequeña en comparación al pendemónium que se organizaba.
El pueblo era pueblo desde que el mundo era mundo y pocas cosas habían cambiado. Desde tiempos remotos el agua llegaba canalizada a través de acequias que se habían aprovechado de cuando los romanos las construyeron. O eran los visigodos. Da igual. Eran de siempre del campo.
Cincuenta años atrás se había conseguido, tras muchas discusiones, colocar un par de aljibes a las afueras del pueblo. Fue algo extraordinario; una época de extrema sequía les obligó a tomar medidas. O eso o emigrar. Y pocos dejaban el terruño al que estaban tan apegados.
En el orden natural del pueblo la vida era simple. Amanecer, trabajar, almorzar, trabajar, dormir, un par de días de fiesta para celebrar la cosecha, cortejar y emborracharse. Y algún que otro parón ocasional para bajar al médico cuando la cosa se ponía complicada. Si no, unas friegas o unos emplastos y en dos días sanos como robles y vuelta al tajo.
Y ese orden natural que había fluido a lo largo de tantos siglos y tantas generaciones se veía ahora alterado con la llegada de los ‘forasteros’. Neorurrales como ellos se definían.
¿Quiénes eran esos señoritos de ciudad para imponer sus ideas? ¿Luz eléctrica con palos y cables en mitad del monte? ¿Para qué? ¿Para espantar a los mochuelos? ¿Vacunas para las bestias? Las bestias al campo y después a la panza en época de matanza. ¿Y qué era eso de la guifi? Lo más parecido era el güisqui que el señor boticario se había traído de Valencia hacía años en un viaje a por penicilina. Pero decían que eso de ahora no se bebía.
Lo de la ecología les sonaba a brujería. Que era algo sano y natural, decían. Pues más sano que comían ellos… que algunos cumplían casi el ciento…
Muchos estaban con el alcalde en la negativa de cambiar el pueblo. Pero otros, callados como ahogados por si acaso, pensaban que tal vez un cambio de orden de las cosas alegraría un poco el pueblo. Y que un poco de aire fresco no hacía daño a nadie. Y si eso del progreso consistía en irse a dormir a las diez en vez de a las siete, escuchando música o viendo alguna película antes de comenzar una dura jornada en el campo, pues bienvenida fuera aquella maldita palabra y todo lo bueno que pudiera traerles.
Pero estaba claro que el alcalde no cedería en un cambio de orden. Y esos que deseaban lo contrario, tanto ‘forasteros’ como propios, acabarían por darse por vencidos ante la amenaza de la garrota de mando centenaria. Y a un nuevo golpe, marcharían en busca del progreso hacia otros horizontes más amigables y menos tozudos en mantener las tradiciones firmes como rocas.
Y, a veces, sucede que a las rocas las moldea el viento y la lluvia. Y de una mole gris puede surgir una gran belleza. Pero el tiempo progresa siempre lento para los que tienen algo de prisa.








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