Una
noche la escuchó cantar en una sala de fiestas de verano. Le regaló
una flor, bebieron, hablaron y se enamoraron. Él le prometió que le
construiría un palacio, ella se dejó llevar y cantaron y bebieron
su amor hasta que el Sol de verano desapareció tras las montañas
del otoño.
Se
prometieron seguir juntos, pero las vidas son así de caprichosas y
la de cada uno los destinó a un punto opuesto en el mapa. Ella
continuó cantando y enamorando a otras audiencias. Y él
construyendo casas y castillos para otros. Quizá su deseo de tener
castillo propio con ella era como fabricar un sueño maravilloso con
almenas y banderolas en el aire. Algo imposible.
La
huella de su canto echó raíces en su alma y en su mente sólo
estaba ella: Melina. Para la que erigiría la más bella mansión
nunca vista por ojos humanos.
A
veces, cuando su voz se perdía entre ecos de otras voces y otras
noches, se sacudía a sí mismo. Y el recuerdo de sus ojos grises se
enfrentaba a los suyos, cansados por la espera, las dudas y los
sueños que se sueñan demasiado pero nunca se hacen realidad.
Y
pasó el tiempo, y de sus manos salieron otros chalets, otras casas y
otros castillos para quienes ya tenían sus sueños firmemente
anclados en el mismo punto de la tierra.
Quizá
ella no estaba hecha para vivir en ese ambiente duro, de clima
reseco. Su hermosa piel merecía rayos cálidos de sol y bellos
amaneceres que la mimaran y la acunaran mientras ella cantaba a los
pájaros de la mañana.
Así
iba imaginando amaneceres y despertares entre cantos de pájaros y
nubes de algodón, sus manos firmes iban levantando el castillo
soñado. Con muchas ventanas para disfrutar de los paisajes; con
habitaciones infinitas para que su voz entrara por todos los
espacios; con un sistema de calefacción perfecto que preservara su
piel de los estragos de los crudos inviernos; con esquinas
redondeadas para que sólo se clavara en ellos la herida del amor.
Pero
la burbuja de la espera explotó ante su cara. Y sus manos se
quedaron vacías de sueños, trabajo, piedra y ladrillos. La realidad
le abofeteó tan fuerte que su cuerpo cayó al fondo de la tierra. Se
refugió en una antigua cueva y allí estuvo rumiando su pena como un
ermitaño, dolido y ausente del mundo.
Una
mañana, la luz del sol entró de nuevo por la cueva y le abrazó con
su calor temprano. ¿Melina, eres tú?
Pero
no era ella, ella se había esfumado hacía tiempo. Su mundo era otro
y no estaba en este.
Su
castillo estaba terminado pero ella nunca sería su reina. Tampoco
fue capaz de poner un pie dentro una vez lo hubo terminado. Y cerró
la puerta para que se quedara dentro su recuerdo y no entraran malos
espíritus que lo emponzoñaran.
Para
que no cayera pasto del olvido y la ruina, decidió poner un cartel
de ‘Se alquila por vacaciones o por toda la eternidad’, e irse
lejos de allí; y dejar que otros habitaran aquel castillo de ensueño
que un día soñó construir gracias a la voz y a la huella de
aquella mujer.
Y
continuó construyendo castillos con sus manos y con el corazón
lleno de dolor, sobre suelo firme para que otros vivieran y
disfrutaran lo que él nunca pudo tener, más que en sus sueños con
aquella mujer con nombre de canción.
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