Soy un hippy
setentero, un friki,
un loco,… todo eso me dice la gente cuando me ve. Puede ser, pero
prefiero la definición ‘viajero sentimental’. Me muevo por donde
me guían el corazón y los pasos de Lola, mi jaca,
mi gran compañera de viaje.
Aunque la pobre ya no
está para muchos trotes, de vez en cuando le coloco las alforjas,
salimos y hacemos escapadas cortas. Y a veces nos miran como si
tuvieran delante a un extraterrestre
de grandes ojos y piel verde y viscosa recién aterrizado de su nave
interplanetaria.
Reconozco que hoy en
día es raro viajar a lomos de un animal. Ya que la velocidad, el
confort y el ahorro del tiempo son la Biblia del viajero actual, que
lo mira todo a través de sus pantallas. Tampoco ningún ecologista o
animalista me ha denunciado ni nada parecido. Cosa que últimamente
voy temiendo con cada paso que da Lola. Pero si la tuviera dentro de
su establo encerrada sin ver el Sol… ¿Sería esa mejor vida para
ella? Lola camina conmigo. Es libre. Somos libres.
Pero mi Lola no es la
cuestión. Que me aparto de mi senda, y nunca mejor dicho. Con este
diluvio
que
nos está cayendo encima
las
ideas se me reblandecen en el cerebro. Ahora no podemos parar. No,
hasta que lleguemos al próximo pueblo o se haga de noche antes. Que los
dos necesitamos secarnos, comer, dormir y reponer fuerzas para seguir
camino.
No, no estoy haciendo
el Camino de Santiago. No esta vez. Ya lo hicimos hace algunos años,
cuando ambos éramos más jovencitos. La de peregrinos que nos
cruzamos, asombrados y encantados de poder subir a lomos de mi Lola.
Alguno todavía me escribe postales. De esas a boli y firmadas a
mano. Y con su sello, como las de antes. Qué tiempos aquellos, todo
era más sencillo…
Aunque para mí la
sencillez sigue siendo mi guía. Me encanta ir de un sitio para otro,
conocer a las gentes de la zona; que me enseñen sus lugares, y
después tomarme unas sidras,
unos chatos o unas cañas en el bar, y escuchar sus historias y
dejarles algo de mí. A cambio me llevo un grato recuerdo de un trozo
de sus vidas. Que me ayuda en los inviernos cuando los viajes se
hacen complicados por la climatología adversa. Como ahora. Gajes del
oficio. Y de no usar whatsApp, o GPS, o como quiera que se llame el
chisme que anuncia las nubes con lluvia.
Quizás añoro la
vida en blanco y negro o sepia de antes. Soy un viajero sentimental,
ya digo. Y vienen a mi memoria y a mi paladar las comidas hechas a
fuego lento en cocinas de carbón, cuyas brasas se espabilaban con un
cartón
requemado
y ya doblado mil veces. Con conversaciones y cantares a la luz de la
lumbre. Ay, aquellas patatas guisadas o el cochinillo recién hecho
que se partía como si fuera mantequilla. Y esas migas de pastor que
compartía con aquellos hombres solitarios y silenciosos. Que dejaban
en la sierra su olor a panceta frita que se te hacía la boca agua. Y
después te echabas en uno de aquellos robles, fuertes y vetustos y
roncabas al vaivén de los balidos de ovejas y cabras. ¡Qué rica
leche! No he vuelto a probar otra igual.
Si yo fuera rico,
como aquel de la canción, o era una película, no recuerdo, da
igual…, Pues eso que digo, que si fuera rico me pasaría la vida
viajando y tocando el violín, o la guitarra mejor; que un
Stradivarius
es un instrumento un poco delicado para ir trotando con él por el
campo. Y tocaría para alegrar mi viaje y la vida de los que me
quisieran recibir. Y dormiría al raso, bajo las estrellas mirando
los perfiles de las casas y de los hórreos,
oliendo el campo y escuchando la naturaleza. De vez en cuando iría a
comer a alguna tasca y me sentaría a comer, acompañado de un buen
vino del lugar, un cachopo,
una tortilla de patatas o un bocata de salchichón de matanza,
mientras escuchaba a los vecinos del lugar contar sus alegrías y
pesares.
No pido mucho más.
Salud para mí y para que mi Lola me lleve, despacito y disfrutando
del paisaje. Y seguir trotando por la vida. Y seguiremos un poco más.
Ya ha parado de llover.
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