Desde
bien pequeña había oído hablar de mi familia de España de manera
recurrente y casi idealizada. Mi abuelo Agustín había emigrado a
Miami recién casado con mi abuela Manuela, a principios de los años
cincuenta, acuciado por la prisa de hacer fortuna y darle a sus hijos
una vida mejor que la que él había tenido. Fortuna no la hizo, pero
tampoco le fueron mal las cosas.Consiguió sacar adelante un negocio
de hostelería con mucho esfuerzo e interminables horas de trabajo.
Tuvo dos hijos a los que efectivamente pudo ofrecerles las
oportunidades que a él se le habían negado y así su familia quedó
definitivamente asentada a aquel lado del Atlántico.
Viajaron
a España en varias ocasiones, ya cuando mi madre y su hermano eran
adolescentes, y tanto les debió de gustar lo que se encontraron en
aquella parte del mundo que desde que yo nací la prima Ángela
y los tíos Ricardo y María aparecían en nuestras conversaciones
como si fueran fantasmas cuya presencia no se ve pero se intuye.
Cuando
mis abuelos se hicieron mayores y ya los achaques no les permitían
moverse con soltura, los viajes a España comenzaron a espaciarse. Yo
fui a aquel pueblo solo una vez, con dos años, y fue así como
conocí a Ángela, la prima de mi madre, a su marido y su hija
Beatriz, dos años mayor que yo. A partir de entonces no volvimos,
aunque el contacto jamás se perdió y las llamadas telefónicas y
las cartas cruzaban noticias en un ir y venir de acontecimientos,
unos importantes, otros anecdóticos.
Hace
casi dos años, cumplidos los veinticinco y recién terminados mis
estudios de literatura, me propusieron hacer un curso de español
en la Universidad de Santiago. Yo hablaba el idioma con soltura, pero
aún así vi la oportunidad no solo de aumentar mi expediente
académico, sino de tomar contacto con esa España y esa familia que
nunca habían dejado de estar presentes.
Me
presenté en el pueblo una lluviosa tarde mayo (el curso comenzaba
unos días después y terminaba a finales de año, verano incluido).
No había querido que me fueran a esperar al aeropuerto para no
molestar demasiado, pero todos me esperaban en casa de Ángela y me
recibieron cariñosamente. Allí estaban no solo la prima de mi
madre, sino su marido, los tíos Ricardo y María, ya muy mayores, y
mi prima segunda Beatriz, que se había casado unos meses antes con
Carlos.
Con
Bea hice muy buenas migas desde el principio, a pesar de que teníamos
un modo muy distinto de ver la vida, pero era amable, cariñosa y
acogedora. Me propuso que los fines de semana los pasara en su casa,
puesto que no tendría clase. Me pareció una idea excelente, y así
hice. Todo fue muy bien, hasta que dejó de ir.
Fue
un sábado de primeros de junio. El verano parecía haberse
adelantado y a Bea se le ocurrió organizar una comida en la
playa con amigos. Disfrutamos del sol y el mar, y al caer la tarde,
hartos ya de tanta algarabía, Carlos sacó su guitarra y todos nos
pusimos a cantar sentados en la arena. En momento dado
comenzó a puntear su guitarra y a cantar él solo. Todos les
escuchamos con atención. Tenía una voz suave y cálida. Cerré los
ojos y me dejé mecer por las notas de su voz que rasgaban el aire.
Cuando terminó y los demás rompieron en aplausos, yo le miré y
nuestros ojos se encontraron. Fue un no se qué absurdo lo que sentí,
algo sin sentido, algo prohibido. En ese momento me di cuenta de que
me había enamorado del marido de mi prima.
Aquella
noche apenas pude dormir. Al día siguiente adelanté mi regreso a
Santiago con cualquier excusa estúpida. Quería poner distancia de
por medio y pensar, así que estuve toda la semana dándole vueltas a
la cabeza sin llegar a demasiadas conclusiones. Sabía que debía
alejarme, que no podía dejarme arrastrar por la tentación, pero mi
corazón me gritaba lo contrario. En unos días Carlos lo ocupó
todo, mi cerebro, mis sentimientos, mi vida, y el viernes, a
sabiendas de que no era lo correcto ni lo deseable, hice la maleta y
marché a su casa.
No
observé en él ningún comportamiento extraño, cosa lógica por
otra parte. Que yo sintiera algo por él no quería decir que fuera
recíproco. Su actitud fue la habitual, cariñoso con su mujer,
correcto y cordial conmigo. Hicimos las cosas de siempre,
fundamentalmente disfrutar de la vida al aire libre aprovechando que
aquel verano adelantado no parecía tener intenciones de
abandonarnos. Así un fin de semana tras otro, fines de semana
que yo anhelaba con avidez solo por el hecho de poder estar cerca del
hombre que amaba, aunque fuera prohibido, el más prohibido del
mundo.
La
tarde en que todo comenzó yo me encontraba más triste que de
costumbre. La situación me superaba por momentos. Carlos y Bea
salieron y yo preferí quedarme en casa. Al anochecer ellos no habían
regresado aún y yo decidí dar un paseo hasta la playa. La marea
estaba baja y explorando entre las rocas encontré una pequeña cueva
resguardada. Me senté en su interior y me quedé allí mirando el
cielo teñido de rojo por el horizonte, las primeras estrellan que
asomaban tímidamente… y por primera vez las lágrimas que me
acompañaron me hicieron ser plenamente consciente de la situación.
Lo mejor que podía hacer era preparar mi regreso a Miami, aunque el
curso quedara colgado.
Lloré
durante un rato, en silencio, con los ojos cerrados y cuando los abrí
le vi a mi lado. Me asustó su presencia. Me miraba preocupado y
serio.
-¿Qué
haces aquí? ¿Qué te pasa? – me preguntó.
Le
dije que solo era un ataque de nostalgia, que estaba bien, que
paseando por la playa había encontrado aquella pequeña cueva, que
era un buen sitio para llorar un poco. Él sonrió.
-Es
un lugar perfecto – me dijo – Yo suelo venir con frecuencia con
mi guitarra, cuando quiero estar solo. Si sube la marea la oculta a
la vista de la gente y no se puede salir por la playa hasta que
vuelve a bajar. Hay un sendero que nadie conoce, pero yo a veces me
quedo hasta que el mar se retira. Venga anímate. ¿Quieres que
cantemos un rato?
No
tuve ocasión de responder. De sus dedos y sus garganta salieron las
notas… yo no me doy por vencido, yo quiero un mundo contigo… Me
miraba y a mí me parecía que aquella canción era un mensaje.
De pronto calló.
-Tu
voz me acaricia – le dije.
No
respondió, dejó la guitarra a un lado, se acercó a mí y me besó.
Su voz dejó de acariciarme, pero lo hicieron sus manos, y sus
labios, y su corazón latiendo con el mío en un baile de amor sin
futuro.
A
partir de aquella noche nuestros encuentros en la cueva se volvieron
asiduos. Nos entregábamos mientras la marea ocultaba la desnudez de
nuestros cuerpos y las canciones susurradas al oído, la felicidad de
unos momentos efímeros que pronto desaparecían entre la espuma de
las olas.
A
primeros de octubre regresé a Miami sin terminar el curso. No les di
muchas explicaciones, simplemente que echaba de menos mi país y que
no acababa de adaptarme a la vida en España. Era mentira. Me hubiera
quedado allí para siempre.
Hoy
por primera vez me he atrevido a abrir la cuenta de mi correo. Solo
abrí el último mensaje de Carlos, entre los muchos que me había
enviado. Únicamente alcancé a leer sus últimas palabras. Te
quiero, te echo de menos, vuelve. He tenido que cerrar. Mientras las
lágrimas se agolpaban en mis ojos me acaricié el abultado vientre.
Allí se guardaba lo único que la marea no había podido ocultar
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