Guardo
en mi memoria aquella tarde veraniega, en la que bajo un sol ardiente
reposábamos mi madre y yo sobre una hamaca, a la sombra de un
sicomoro. Ella leía el periódico del día, yo intentaba memorizar
los escritores clásicos franceses y sus obras, en francés. En unas
semanas viajaría a Lausana, a un internado, como decía mi abuela,
de señoritas, donde aprendería idiomas, buenos modales, cultura y
algo de deporte. Para nada me entusiasmaba la idea, prefería
quedarme en el instituto cercano, relacionándome con mis compañeras
de siempre o mis vecinas, lo pasaba mucho mejor con ellas que con las
ñoñas de la capital, puritanas e hipócritas de salón.
La
citada tranquilidad fue trastocada al aparecer en la puerta del
jardín al bueno de Gerardo, amigo de infancia de mi madre y al que
trataba como a un tío por carecer de ellos. Venía elegantemente
vestido de traje, con cara seria, portando en su mano derecha un
maletín. Por la forma de saludarnos y la cara circunspecta de mi
madre, supuse que la visita no era de cortesía, su aparición era
debida a algo más importante. Le ofrecimos un poco de la rica
limonada fresca hecha por Eladia, la cocinera, quien tenía muy buena
mano. La rechazó y sentándose también a la sombra comunicó que
la visita era profesional.
Conocía
de sobra la relación familiar y amistosa que tenía con mi madre,
habían crecido juntos e incluso sospecho que alguna corta relación
amorosa debieron tener, hasta que mi padre se interpuso entre ellos.
No por eso dejaron de tratarse o compartir diferentes celebraciones,
entre ellas mi apadrinamiento, ya que me había llevado a la pila
bautismal junto con mi abuela Evelia, la misma que iba a pagar mis
estudios en Suiza.
Dudó
cómo afrontar la charla y presentí que el tema era delicado. Hizo
ademán de hablar a solas entre ellos, pero mi madre siempre decía
que era muy madura para mi edad y desde bien temprano tenía que
estar al tanto de las responsabilidades que conlleva ser Marquesa de
Torralbo, título que heredaría cuando ella falleciera y que a su
vez heredó de mi abuelo. Viendo la decisión a que fuera testigo de
la conversación, preguntó a continuación si el abogado seguía
siendo Varela, seguramente tendría que tratar con él todo el
procedimiento. Tras esto, soltó sin ambages que mi madre tenía una
hermanastra.
-
¡No me vengas con cuentos! Respondió ella.
Casi
caigo al suelo de la impresión, al parecer mi abuelo, al que siempre
he idolatrado y que llevaba muerto cuatro años, dejó embarazada a
una muchacha de catorce años mientras trabajaba para él. La
muchacha en cuestión entró para apoyar labores en la cocina, pero
debido a su desparpajo y buena presencia, pasó pronto a cuidar de mi
madre cuando era un bebé de dos años. La experiencia con sus
hermanos menores y su alegre juventud, la hicieron merecedora de ese
puesto que realizó a la perfección, más el trato cotidiano de mi
abuelo con su hija, y por tanto con la niñera, debió acarrear algún
tipo de atracción física, con la imprudencia de dejarla embarazada
a las primeras de cambio. Mi abuela al enterarse la despidió,
presumiblemente nunca supo quién era el padre de la futura criatura.
Por
desgracia los padres de la muchacha tampoco quisieron saber nada del
asunto y la echaron a la calle. Con apenas quince años y
embarazada, no sabía dónde ir ni a quién acudir, cobijándose en
la iglesia de las Carmelitas, donde unas monjas la descubrieron en el
interior de un confesionario mientras dormía. Les contó sus
penurias y apiadándose de ella la acogieron, con la condición de
que si el bebé era niña se la quedarían para dedicar su vida a la
contemplación y al servicio de Dios, pero si era un niño lo
llevarían al orfanato. En cuanto a ella, le buscarían un nuevo
trabajo y un lugar donde vivir. Por otro lado, gracias a la
mediación del párroco, interpusieron denuncia contra el señor
marqués por estupro. Denuncia que tardó años en tramitarse debido
a las influencias del mismo en la comarca.
La
niña, ahora una mujer, Sor Lucía, fue criada por las monjas y su
madre realojada en casa del panadero, donde trabajaba. De vez en
cuando iba a visitar a su hija al convento, pero las mismas se
hicieron cada vez más esporádicas, al haber rehecho su vida con el
hijo de su jefe, muchacho honrado con el que casó y tuvo una
familia. En cuanto Lucía tuvo uso de razón, las monjas le
explicaron quien era su madre y el motivo de que estuviera allí
recluida, pero nunca le informaron de quien era su padre. Pasó el
tiempo y el peliagudo asunto se difuminó, hasta que la mujer del
panadero, ya viuda y enferma, tuvo que ser trasladada a una
residencia para ser atendida en mejores condiciones. Su casa iba a
ponerse a la venta y los hijos comenzaron a hacer limpieza de todos
los enseres, muebles y papeles, siendo en ese momento cuando
encontraron copia de la denuncia al señor marqués y del acuerdo que
había firmado con las monjas Carmelitas respecto del bebé nacido.
Los hijos intrigados y desconociendo la historia, se acercaron al
convento para realizar averiguaciones sobre tan peliagudo asunto.
Lucía era ignorante de la existencia de sus medio hermanos al igual
que ellos de su hermanastra mayor, si bien ella tenía algún
conocimiento de aquel triste episodio en la existencia de su madre,
se enteraba ahora de quien era su padre.
Aconsejada
por el nuevo capellán del convento, recabó información sobre la
denuncia, la cual se había retirado al aceptarse la indemnización
ofrecida por el marqués. No obstante, teniendo conocimiento del
fallecimiento de su padre y debido a las necesidades perentorias de
reparación del convento, reclamaba la mitad de la herencia de mi
abuelo, ya que era supuesta hija de él.
Aún
recuerdo aquella semana como terrorífica, mi madre no conseguía
aceptar el desliz de su padre y no lograba decidirse que parte de los
bienes darle a aquella mujer, pues el marquesado era un todo.
Tierras, fincas, la granja con su quesería y la manzana de inmuebles
alquilados del pueblo. Dinero en metálico realmente no había, los
alquileres tanto de viviendas como de tierras cubrían justo los
gastos que ellos originaban, la granja con un centenar de vacas y la
quesería era con lo que vivíamos y manteníamos la casona y los
árboles frutales, plantados con todo mimo por mi abuelo.
No
éramos ricos, nada más lejos de la realidad y pedir un préstamo
sería hipotecarnos la vida, tanto de mis padres como la mía.
Gerardo lo sabía, pero estaba obligado a defender a su cliente y
conseguir el mejor acuerdo posible. El abogado de mi madre solicitó
en primera instancia un análisis de ADN para comprobar la certeza de
la denuncia, no sólo para ganar tiempo, sino porque a nadie nos
cabía en la cabeza que el abuelo hubiera actuado de esa manera,
siempre había sido respetuoso con todos y se preocupaba por sus
empleados e inquilinos, todos ellos de bajos ingresos. Se dejaba
convencer fácilmente para aplazar cobros o hacer reparaciones que no
le correspondían. En dos palabras, buena persona, nos costaba
digerir tamaña afrenta, sobre todo a una niña de escasos catorce
años.
La
situación tensa que había en casa me motivó a visitar a mi
supuesta tía, pues no veía nada malo en ello. Me acerqué al
convento y solicité ver a Sor Lucía, me presenté ante ella como su
sobrina, le confesé que estaba encantada de tener una tía de
verdad, mi familia era tan escasa que sólo abarcaba a mis padres y a
mi abuela paterna Evelia, así que me hacía ilusión ampliar el
circulo. Estuvimos charlando un buen rato pareciéndome una mujer
encantadora, era clavadita a la bisabuela Amandina, la madre de mi
abuelo. Le di mi parecer sobre la horrible situación de su madre
cuando era apenas una niña y de ella misma por haber crecido sin su
cariño. La intenté convencer que mi madre no tenía dinero, tan
sólo administraba fincas y tierras alquiladas a labradores a bajo
precio, así como a los inquilinos del barrio más alejado del
centro. La granja la llevaba mi padre, en la que trabajaba todo el
día y si surgía algún contratiempo teníamos que apretarnos el
cinturón durante una buena temporada. Entendía que ella necesitara
dinero para arreglar su convento, pero si mi madre vendía tierras o
fincas, quizás quien las comprara no se portaría igual de bien con
los agricultores, e iría en perjuicio de la gente del pueblo.
-
¡No me vengas con cuentos! Me respondió.
Me
dio un ataque de risa que casi se enfada, tuve que explicarle
rápidamente que esa misma frase la había dicho mi madre al
enterarse de su existencia.
Abusando
de su amabilidad le propuse una solución para sacar dinero, sobre
todo ellas, las monjas. Los árboles frutales de la casona eran muy
frondosos, dando muchos frutos. Para evitar que se pudrieran, Eladia
fabricaba mermeladas y dulces, que al ser tan abundantes, mi madre
regalaba a las amigas y conocidas. Pues en vez de hacer eso, que le
parecía si traíamos a las monjas dichos frutos y que fueran ellas
quienes hicieran y vendieran las confituras ya elaboradas. Sor Lucía
o tía Lucía como la llamaba, dijo pensarlo y desconocer también
nuestra economía familiar.
Llegado
el momento hube de partir para Suiza quedando la demanda pendiente de
resolverse. Al cabo de un mes y hablando por teléfono con mi madre,
me comentó el resultado de la prueba del ADN, resulta que no eran
hermanas, pero había una similitud de alelos, por lo que sí estaban
emparentadas, pero más bien como primas. Mi abuelo tuvo un hermano
que murió en la guerra africana, era un tarambana y por la
información encontrada en un periódico de la época, marchó a la
guerra justo cuando sucedió el famoso embarazo, llegando a la
conclusión de que mi abuelo al darse cuenta del daño hecho por su
hermano, decidió hacerse cargo del asunto e indemnizar a la
muchacha. Finalmente Gerardo acabó conjeturando que la denuncia fue
interpuesta a nombre del abuelo por ser él quien habitaba la casa
donde ocurrió el estupro.
Mi
madre más relajada, aceptó la petición de su prima Lucía de donar
al convento la recolección de los árboles frutales, después de
todo iba a ser un buen apaño para ambas y además crecía la
familia, porque con Sor Lucía venían incluidas el resto de monjas
de clausura.
-
¡No me vengas con cuentos! Respondieron al unísono mis nietas Sara y Martina.
Como
veis, vosotras si sois de la familia, espero que algún día os deis
cuenta de la fortuna de pertenecer al marquesado de Torralbo.
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