No me vengas con cuentos - Marian Muñoz


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Guardo en mi memoria aquella tarde veraniega, en la que bajo un sol ardiente reposábamos mi madre y yo sobre una hamaca, a la sombra de un sicomoro. Ella leía el periódico del día, yo intentaba memorizar los escritores clásicos franceses y sus obras, en francés. En unas semanas viajaría a Lausana, a un internado, como decía mi abuela, de señoritas, donde aprendería idiomas, buenos modales, cultura y algo de deporte. Para nada me entusiasmaba la idea, prefería quedarme en el instituto cercano, relacionándome con mis compañeras de siempre o mis vecinas, lo pasaba mucho mejor con ellas que con las ñoñas de la capital, puritanas e hipócritas de salón.
La citada tranquilidad fue trastocada al aparecer en la puerta del jardín al bueno de Gerardo, amigo de infancia de mi madre y al que trataba como a un tío por carecer de ellos. Venía elegantemente vestido de traje, con cara seria, portando en su mano derecha un maletín. Por la forma de saludarnos y la cara circunspecta de mi madre, supuse que la visita no era de cortesía, su aparición era debida a algo más importante. Le ofrecimos un poco de la rica limonada fresca hecha por Eladia, la cocinera, quien tenía muy buena mano. La rechazó y sentándose también a la sombra comunicó que la visita era profesional.
Conocía de sobra la relación familiar y amistosa que tenía con mi madre, habían crecido juntos e incluso sospecho que alguna corta relación amorosa debieron tener, hasta que mi padre se interpuso entre ellos. No por eso dejaron de tratarse o compartir diferentes celebraciones, entre ellas mi apadrinamiento, ya que me había llevado a la pila bautismal junto con mi abuela Evelia, la misma que iba a pagar mis estudios en Suiza.
Dudó cómo afrontar la charla y presentí que el tema era delicado. Hizo ademán de hablar a solas entre ellos, pero mi madre siempre decía que era muy madura para mi edad y desde bien temprano tenía que estar al tanto de las responsabilidades que conlleva ser Marquesa de Torralbo, título que heredaría cuando ella falleciera y que a su vez heredó de mi abuelo. Viendo la decisión a que fuera testigo de la conversación, preguntó a continuación si el abogado seguía siendo Varela, seguramente tendría que tratar con él todo el procedimiento. Tras esto, soltó sin ambages que mi madre tenía una hermanastra.
  • ¡No me vengas con cuentos! Respondió ella.
Casi caigo al suelo de la impresión, al parecer mi abuelo, al que siempre he idolatrado y que llevaba muerto cuatro años, dejó embarazada a una muchacha de catorce años mientras trabajaba para él. La muchacha en cuestión entró para apoyar labores en la cocina, pero debido a su desparpajo y buena presencia, pasó pronto a cuidar de mi madre cuando era un bebé de dos años. La experiencia con sus hermanos menores y su alegre juventud, la hicieron merecedora de ese puesto que realizó a la perfección, más el trato cotidiano de mi abuelo con su hija, y por tanto con la niñera, debió acarrear algún tipo de atracción física, con la imprudencia de dejarla embarazada a las primeras de cambio. Mi abuela al enterarse la despidió, presumiblemente nunca supo quién era el padre de la futura criatura.
Por desgracia los padres de la muchacha tampoco quisieron saber nada del asunto y la echaron a la calle. Con apenas quince años y embarazada, no sabía dónde ir ni a quién acudir, cobijándose en la iglesia de las Carmelitas, donde unas monjas la descubrieron en el interior de un confesionario mientras dormía. Les contó sus penurias y apiadándose de ella la acogieron, con la condición de que si el bebé era niña se la quedarían para dedicar su vida a la contemplación y al servicio de Dios, pero si era un niño lo llevarían al orfanato. En cuanto a ella, le buscarían un nuevo trabajo y un lugar donde vivir. Por otro lado, gracias a la mediación del párroco, interpusieron denuncia contra el señor marqués por estupro. Denuncia que tardó años en tramitarse debido a las influencias del mismo en la comarca.
La niña, ahora una mujer, Sor Lucía, fue criada por las monjas y su madre realojada en casa del panadero, donde trabajaba. De vez en cuando iba a visitar a su hija al convento, pero las mismas se hicieron cada vez más esporádicas, al haber rehecho su vida con el hijo de su jefe, muchacho honrado con el que casó y tuvo una familia. En cuanto Lucía tuvo uso de razón, las monjas le explicaron quien era su madre y el motivo de que estuviera allí recluida, pero nunca le informaron de quien era su padre. Pasó el tiempo y el peliagudo asunto se difuminó, hasta que la mujer del panadero, ya viuda y enferma, tuvo que ser trasladada a una residencia para ser atendida en mejores condiciones. Su casa iba a ponerse a la venta y los hijos comenzaron a hacer limpieza de todos los enseres, muebles y papeles, siendo en ese momento cuando encontraron copia de la denuncia al señor marqués y del acuerdo que había firmado con las monjas Carmelitas respecto del bebé nacido. Los hijos intrigados y desconociendo la historia, se acercaron al convento para realizar averiguaciones sobre tan peliagudo asunto. Lucía era ignorante de la existencia de sus medio hermanos al igual que ellos de su hermanastra mayor, si bien ella tenía algún conocimiento de aquel triste episodio en la existencia de su madre, se enteraba ahora de quien era su padre.
Aconsejada por el nuevo capellán del convento, recabó información sobre la denuncia, la cual se había retirado al aceptarse la indemnización ofrecida por el marqués. No obstante, teniendo conocimiento del fallecimiento de su padre y debido a las necesidades perentorias de reparación del convento, reclamaba la mitad de la herencia de mi abuelo, ya que era supuesta hija de él.
Aún recuerdo aquella semana como terrorífica, mi madre no conseguía aceptar el desliz de su padre y no lograba decidirse que parte de los bienes darle a aquella mujer, pues el marquesado era un todo. Tierras, fincas, la granja con su quesería y la manzana de inmuebles alquilados del pueblo. Dinero en metálico realmente no había, los alquileres tanto de viviendas como de tierras cubrían justo los gastos que ellos originaban, la granja con un centenar de vacas y la quesería era con lo que vivíamos y manteníamos la casona y los árboles frutales, plantados con todo mimo por mi abuelo.
No éramos ricos, nada más lejos de la realidad y pedir un préstamo sería hipotecarnos la vida, tanto de mis padres como la mía. Gerardo lo sabía, pero estaba obligado a defender a su cliente y conseguir el mejor acuerdo posible. El abogado de mi madre solicitó en primera instancia un análisis de ADN para comprobar la certeza de la denuncia, no sólo para ganar tiempo, sino porque a nadie nos cabía en la cabeza que el abuelo hubiera actuado de esa manera, siempre había sido respetuoso con todos y se preocupaba por sus empleados e inquilinos, todos ellos de bajos ingresos. Se dejaba convencer fácilmente para aplazar cobros o hacer reparaciones que no le correspondían. En dos palabras, buena persona, nos costaba digerir tamaña afrenta, sobre todo a una niña de escasos catorce años.
La situación tensa que había en casa me motivó a visitar a mi supuesta tía, pues no veía nada malo en ello. Me acerqué al convento y solicité ver a Sor Lucía, me presenté ante ella como su sobrina, le confesé que estaba encantada de tener una tía de verdad, mi familia era tan escasa que sólo abarcaba a mis padres y a mi abuela paterna Evelia, así que me hacía ilusión ampliar el circulo. Estuvimos charlando un buen rato pareciéndome una mujer encantadora, era clavadita a la bisabuela Amandina, la madre de mi abuelo. Le di mi parecer sobre la horrible situación de su madre cuando era apenas una niña y de ella misma por haber crecido sin su cariño. La intenté convencer que mi madre no tenía dinero, tan sólo administraba fincas y tierras alquiladas a labradores a bajo precio, así como a los inquilinos del barrio más alejado del centro. La granja la llevaba mi padre, en la que trabajaba todo el día y si surgía algún contratiempo teníamos que apretarnos el cinturón durante una buena temporada. Entendía que ella necesitara dinero para arreglar su convento, pero si mi madre vendía tierras o fincas, quizás quien las comprara no se portaría igual de bien con los agricultores, e iría en perjuicio de la gente del pueblo.
  • ¡No me vengas con cuentos! Me respondió.
Me dio un ataque de risa que casi se enfada, tuve que explicarle rápidamente que esa misma frase la había dicho mi madre al enterarse de su existencia.
Abusando de su amabilidad le propuse una solución para sacar dinero, sobre todo ellas, las monjas. Los árboles frutales de la casona eran muy frondosos, dando muchos frutos. Para evitar que se pudrieran, Eladia fabricaba mermeladas y dulces, que al ser tan abundantes, mi madre regalaba a las amigas y conocidas. Pues en vez de hacer eso, que le parecía si traíamos a las monjas dichos frutos y que fueran ellas quienes hicieran y vendieran las confituras ya elaboradas. Sor Lucía o tía Lucía como la llamaba, dijo pensarlo y desconocer también nuestra economía familiar.
Llegado el momento hube de partir para Suiza quedando la demanda pendiente de resolverse. Al cabo de un mes y hablando por teléfono con mi madre, me comentó el resultado de la prueba del ADN, resulta que no eran hermanas, pero había una similitud de alelos, por lo que sí estaban emparentadas, pero más bien como primas. Mi abuelo tuvo un hermano que murió en la guerra africana, era un tarambana y por la información encontrada en un periódico de la época, marchó a la guerra justo cuando sucedió el famoso embarazo, llegando a la conclusión de que mi abuelo al darse cuenta del daño hecho por su hermano, decidió hacerse cargo del asunto e indemnizar a la muchacha. Finalmente Gerardo acabó conjeturando que la denuncia fue interpuesta a nombre del abuelo por ser él quien habitaba la casa donde ocurrió el estupro.
Mi madre más relajada, aceptó la petición de su prima Lucía de donar al convento la recolección de los árboles frutales, después de todo iba a ser un buen apaño para ambas y además crecía la familia, porque con Sor Lucía venían incluidas el resto de monjas de clausura.
  • ¡No me vengas con cuentos! Respondieron al unísono mis nietas Sara y Martina.
Como veis, vosotras si sois de la familia, espero que algún día os deis cuenta de la fortuna de pertenecer al marquesado de Torralbo.









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