Cogí una pataleta
de mil demonios cuando me mandaron al infierno. No era justo. Pedí
hablar con el diablo. Le expuse mis razones, alguna cosa había hecho
mal en mi vida, pero no tantas ni tan graves como para pasar la
eternidad entre las llamas del averno. El maligno me escuchó con
atención. Después, sin decir palabra, me indicó que lo siguiera.
Me enseñó las instalaciones. Mis labios se volvieron mudos y mis
pies ligeros mientras me iba quitando la ropa. Allí tenía
asegurado el placer por los siglos de los siglos.
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