La amarga vida de Ortodosio Rolindes - Gloria Losada





El día que nació Ortodosio Rolindes su madre pasó a mejor vida, y no fue precisamente por las complicaciones del parto, sino por el ataque cardíaco que le provocó el susto al comprobar la repugnante fealdad de su retoño. Ortodosio pesó al nacer casi siete kilos, sus pies eran extremadamente grandes, lo mismo que sus orejas, los ojos muy juntos y la boca de piñón ya con dos dientes, la verdad es que daba miedo verlo. Y su desgracia no solo fue su fealdad y la muerte de su madre, sino que además su padre, desolado por el fallecimiento de su esposa y no siendo capaz de afrontar la posibilidad más que certera de criar solo a una especie de monstruo, tomó las de Villadiego y antes de que le bebé saliera del hospital ya nadie sabía que había sido de él.
Orotodosio se crió en un orfanato regido por unas monjas que eran más malas que el demonio, sobre todo la madre Argimira, una inglesa que había llegado a España huyendo de un desengaño amoroso con un fraile. Argimira tenía muy mala leche y desde el el momento en que vio a Ortodosio y su extrema fealdad decidió que aquel muchacho sería ideal para descargar sus frustraciones. El pequeño tuvo que soportar de todo de aquella impresentable, insultos, burlas e incluso alguna bofetada sin motivo y según iba creciendo se iba desarrollando dentro de su mente un resentimiento seguramente insano, pero justificado a la vista de cualquier mortal.
El día que cumplió los dieciocho lo echaron del orfanato sin demasiadas contemplaciones. Era mayor de edad, aunque bajo de estatura, pues medía apenas metro y medio, y tenía que ganarse la vida por sí mismo. La hermana Sonsoles, la única que había tenido un poco de consideración con él durante todos aquellos años, le dio una carta de recomendación y una dirección, cerca del puerto de Barcelona. Le dijo que se presentara allí y que seguramente le darían trabajo. Ortodosio metió sus cuatro pertenencias en una maleta y antes de marchar se coló en la habitación de la hermana Argimira, le robó los cuartos que alguna vez le había visto esconder dentro del armario y le cagó encima de la cama, a modo de burda venganza.
Calculó Ortodosio que con las diez mil pesetas que le había robado a la estúpida de Argimira se podía alquilar una pensión durante diez o quince días, y si con un poco de suerte conseguía el trabajo recomendado por la hermana Sonsoles, no sería mala forma de ponerse a funcionar en la vida. Alquiló pues una habitación en una pensión de mala muerte situada en la barrio Gótico y al día siguiente se presentó en la dirección que le había dado la hermana Sonsoles. Era un edificio casi en ruinas, con un portón de madera medio podrida, la verdad es que mucha pinta de no tenía de ser un buen lugar para encontrar trabajo, aún así el muchacho golpeó con todas sus fuerzas y al momento le franqueó la puerta una mujer oriental mostrando la mejor de sus sonrisas a pesar de que le faltaban cuatro o cinco dientes. Ortodosio pensó que era muy fea, y es que pocas veces él mismo se había mirado al espejo, por eso no se había dado cuenta de su incipiente calvicie y de la prominente barriga consecuencia de los chorizos que le robaba a las monjas de la despensa que tenían al lado de la cocina.
La mujer oriental lo introdujo en una estancia oscura y húmeda que olía orines y a caca de gallina. Al fondo, efectivamente, se disponían diecisiete gallineros en los cuales unos hombres trabajaban manipulando los huevos. Uno de ellos, se acercó a Ortodosio y después de saludarle con un bufido, torció la nariz quejándose del fuerte olor a pies que había inundado la estancia. El chico sabía que pies eran los causantes del hedor, puesto que aquella mañana se había olvidado de ponerles el emplaste que le había recomendado el médico del orfanato, pero no dijo nada, no fuera a ser que se quedara sin trabajo.
El hombre en cuestión, que resultó ser primo segundo de la hermana Sonsoles, le dijo que lo único que tenía que hacer era repartir huevos a los lugares que previamente le indicarían, y que le pagarían según la cantidad de huevos que transportara. Comenzó aquella misma mañana. Llevó seis docenas de huevos a una carnicería y otras seis a un domicilio particular. Ya no hizo más en todo el día. Así todo el mes y cuando le dieron el sobre con la paga alucinó. Contenía trescientas mil pesetas de las de hace unos años. Esa misma noche dejó la pensión y alquiló un piso en el Paseo de Gracia.
Llevaba unos años repartiendo huevos cuando se le ocurrió lo que debería habérsele ocurrido el primer día. ¿Por qué trabajando en un cuchitril de mierda y haciendo un trabajo tan simple le pagaban ingentes cantidades de dinero? A aquellas alturas Ortodosio se había comprado un chalet y un mercedes, viajado a Tailandia y a Cuba y visitado los más caros burdeles de la ciudad, y todo por repartir huevos. Algo raro había en todo aquello. Comenzó a inquietarse, y aunque a veces pensaba que no debía darle vueltas al asunto, pues él hacía lo que le mandaban y punto, no conseguía encontrar sosiego. Y no lo encontró.
Una mañana se presentó con dieciséis docenas de huevos en una pastelería. El dueño, un hombre un poco taciturno y de pocas palabras le dijo que lo siguiera, que él le indicaría el lugar en dónde debería depositar la mercancía. Cuando se dio cuenta estaba ante la mesa del despacho del comisario. No entendía nada. Pensó que tal vez el señor comisario fuera socio de la pastelería o algo así, pero que va, enseguida lo sacaron de su asombro. Uno de los policías estrelló un huevo contra el suelo y de su interior salió un sospechoso polvo blanco.
-Así que nuestras sospechas son ciertas, a esto te dedicas, al contrabando de cocaína. Quedas detenido, y que sepas que te vas a pasar mucho tiempo entre rejas.
De nada sirvieron las suplicas de Ortodosio, diciendo que él no sabía nada, que se limitaba a trabajar para uno tipos que tenían una granja de gallinas cerca de puerto y bla, bla, bla. Encima cuando la policía se personó en la supuesta granja no había nada de nada, ni gallinas, ni operarios ni la mujer oriental desdentada.
Ortodosio fue directamente a la cárcel, como preso preventivo, sin juicio ni nada, y como la fase de instrucción tardó unos cuantos años...imagínense
Un día recibió una visita sorpresa. La hermana Argimira, más arrugada que una uva pasa, apoyada en un bastón y con la misma cara de perro que siempre. Se sentó frente a él en la sala de visitas y le dijo:
-Estás aquí por mi culpa, por haberte cagado en mi cama, desgraciado. Te he estado vigilando todos estos años y ahora es el momento ideal para denunciarte, cuando te crees que lo tienes todo y en realidad no tienes nada. Me queda poco tiempo de vida y no quería irme al otro mundo sin verte hundido
Fue entonces que Ortodosio comprendió que había nacido estrellado y que por mucho que luchara nunca conseguiría nada. Se acomodó a la cárcel y allí sigue. El juicio finalmente se celebró y como la policía siguió investigando y dos días antes descubrió la verdad, el muchacho salió absuelto, pero visto lo visto de donde no quiere salir es de chirona, que dice que donde mejor está es allí... Y allí sigue. Típica vida de un desgraciado.


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