Algún día - Esperanza Tirado

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Vive fascinada por los lugares más remotos del Globo, intrigada y asqueada a partes iguales por las comidas más exóticas, aprendiendo idiomas que ya nadie habla, apenada por los animales salvajes en peligro de extinción y conociendo culturas y costumbres milenarias. Disfruta volando por el cielo azul, surcando mil mares y haciendo kilómetros por carreteras desiertas.

Como fan total de Lonely Planet sueña con recorrer todos los rincones del planeta. Y mientras su trasplante de pulmón no se haga realidad seguirá soñando, pegada a una pantalla donde siempre emiten documentales de viajes muy lejanos para ella.





 

 

 

 

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Un agujero de bala - Cristina Muñiz Martín


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Me dieron un uniforme con un agujero de bala a la altura del pecho. Supe que su anterior propietario estaba muerto. Durante toda la guerra cargué con el peso de ese otro cuerpo que ya no existía. Los latidos de mi corazón escapaban por el agujero siniestro. Mi mente se unió a la suya. A cada instante pensaba en qué habría hecho él en ese momento. ¿Sería valiente? ¿De los valientes que arriesgan su vida? ¿O quizá cobarde? De los cobardes que se quedan atrás y se encuentran de repente con un enemigo oculto o con una bala perdida. Nunca lo sabría, pero en los momentos más duros, cuando el agotamiento físico y mental me habían reducido a un ser con ansias de comida intentando mantenerse con vida, hablaba con él. No sabía su nombre, pero reconocía su olor, su silueta, su consistencia. Sentía su cuerpo en mi cuerpo, mis brazos y sus brazos unidos sostenían el fusil, mi estómago y su estómago recibían con alegría una sopa aguada donde flotaban pedazos inciertos de carne. Mis piernas y sus piernas corrían fusionadas. Y cuando roto por dentro y por fuera encontraba unos momentos de descanso inquieto hablábamos de nuestros sueños antiguos sin esperanza de futuro. La guerra acabó y yo sobreviví. Nunca me lo perdoné. Él estaba muerto y yo vivo llevando el mismo uniforme, soportando las mismas calamidades. ¿Qué me hacía a mí diferente? Nada, concluí. Éramos dos en uno. Uno muerto, otro vivo. ¿Qué sentido tenía todo aquello? Al regresar a casa de mis padres vi el pánico reflejado en sus ojos. Mi madre se derrumbó en el suelo y mi padre se agachó para abrazarla. ¿Por qué lloraban con ese desconsuelo? Intenté acercarme a ellos pero alguna fuerza oculta me lo impedía. ¿Qué estaba pasando? Me sorprendí al ver mi uniforme en los brazos de mi madre que, como si estuviera fuera del mundo, pasaba su dedo amoroso y tembloroso por el agujero que había hecho una maldita bala.

 

 

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Pandemia y cochinitos, mala mezcla - Marian Muñoz

                                    



Quien me iba a decir que a mis años estaría trabajando en una granja, además de voluntaria, ver para creer, con lo que me ha gustado siempre la limpieza y me encargan de la parte más sucia.

Cuando me jubilé en febrero del año pasado saltaba de alegría, era una etapa deseada al perder de vista a jefes y compañeros envidiosos, por fin iba a ver mundo.

Mi primera intención viajar a Italia en primavera, Milán, Florencia, Bolonia, Génova y por último la gran Roma con visita al Papa incluida, soy muy católica. A Venecia no quería porque tanta agua estaría plagada de mosquitos y les tengo alergia. Tras estudiar detenidamente folletos, rutas y hoteles, a punto de contratarlo veo en las televisiones que precisamente Italia estaba sufriendo graves contagios de un nuevo virus llamado COVID. Cancelé todo quedando a la espera de ver como transcurrían las semanas. Llegó el confinamiento, estados de alarma y yo quietina en casa, saliendo una vez por semana a comprar y contemplando desde mis ventanas un paisaje desolador ya que no tengo balcón ni terraza.

Pasaron los meses, un año y nos plantamos en este verano pasado que la pandemia comenzó a dar un respiro aunque no me convencía lo de la nueva normalidad. Empecé a notar agobio por tanto encierro cuando coincidí con mi vecina de puerta al recoger la ropa en la azotea, le pasaba algo parecido y me habló de una sociedad que hacía cumplir sueños a personas mayores, niños con enfermedades graves o adultos con problemas de movilidad. Uno de esos casos era llevar a una familia de granjeros que nunca habían visto el mar durante dos semanas, necesitaban gente para atender la granja en ese período, unas diez personas, alojamiento en caravana individual, zona comedor y de descanso al aire libre, con la única premisa de encargarse de una tarea.

Me apunté, vivir al aire libre unos días resultaría divertido, cosa rara me escogieron y formé parte de los diez elegidos. A finales de julio partimos rumbo a lo desconocido, un autobús cargado con todo el material necesario más nuestras cosas tomó rumbo primero autopista, luego carretera comarcal para terminar en un camino de cabras todo el rato cuesta arriba, árboles, bosques, praderas, montañas y un cielo infinito lleno de aves volando, empecé a sentirme una Heidi urbanita.

Una granja grande, con caballos, vacas, gallinas, perros, cabras y cerdos, no muchos pero los suficientes para que fueran mi tortura diaria al ser la encargada de alimentarlos y limpiar su entorno. La caravana estaba bien, de tamaño justo para descansar, la zona de comedor y descanso muy amplia, tanto que los compañeros apenas se me acercaban, aún teniendo buen tiempo por las noches caíamos rendidos en la rulot. En un par de días adquirimos una rutina y en mi cabeza empezó a sonar una musiquita, como si fuera una canción, por el día aún estando concentrada en mis tareas me surgía. Un atardecer vi como los cochinillos se agolpaban mirándome en la valla del corral y a mi memoria acudió la canción que me rondaba.

Los cochinitos ya están en la cama, muchos besitos les dio su mamá

Y calentitos todos en pijama, dentro de un rato los tres roncarán

Por alguna razón empecé a sentir cierto nerviosismo, no sé qué recuerdos me traía pero no me gustaba. Poco a poco recordando la letra la intranquilidad me invadía, salvaba que apenas tenía contacto con los demás excepto saludos de cortesía o algún comentario trivial, mi capacidad de socializar había desaparecido repentinamente.

Uno soñaba que era rey y de momento quiso un pastel

Su gran ministro hizo traer quinientos pasteles sólo para él

En principio la cancioncilla no me significaba nada, solamente que los protagonistas eran cochinillos como los que atendía, todas las noches trataba de recordar la canción entera porque posiblemente mi subconsciente intentaba decirme algo.

Otro soñaba que en el mar en una lancha iba a remar

Más de repente al embarcar se cayó de la cama y se puso a llorar

Poco a poco fui recordando una parte de mi vida oculta en mis recuerdos, la canción la cantaba mi madre al acostarme de niña, una mujer dulce y cariñosa, hasta que poco después de cumplir siete años desapareció de mi vida y fue mi abuela quien me acogió en su casa. Ella continuó cantándomela al acostarme así tenía un nexo más fuerte con mi madre y con ella en los instantes de soledad antes que el sueño me alcanzara. No todo salió bien debido a la avanzada edad falleció cuando yo tenía trece años llevándome con una familia de acogida.

El más pequeño de los tres, un cochinito lindo y cortés

Ése soñaba con trabajar para ayudar a su pobre mamá

No eran una familia al uso pues nos tenían a todos atemorizados, obligándonos a pedir en la calle además de abusar sexualmente de las chicas, en cuanto cumplí los dieciocho me escapé y me busqué la vida como pude, la incertidumbre era mejor que aquella vida. A mis sesenta y cinco tenía ya olvidada aquella parte de mi vida. Intenté alejar de mí sentimientos de rabia, odio, ira y terminar mi trabajo en aquella granja, los demás debían ignorar mis demonios, volvería a casa e intentaría planear algún viaje que me permitiera ocultar el pasado en mi memoria. Era fuerte, soy fuerte, nadie notará nada.

Y así soñando sin despertar, los cochinitos pueden jugar

Ronca que ronca y vuelta a roncar, al País de los sueños se van a pasear

Nuestro último día íbamos a encontrarnos con la familia granjera, querían agradecer nuestra labor y contar su aventura junto al mar. Urbanitas que éramos esperábamos el encuentro y conocer a quienes habíamos ayudado durante dos semanas. Aparecieron morenos y sonrientes asombrados de lo limpio y cuidado que estaba todo, lo bien que se desenvolvían los animales y tras dejar sus cosas en la casa acudieron a la carpa para hablar con nosotros. Padre, madre, tres niños revoltosos y una abuela encanecida que caminaba ayudada por un bastón nuevecito. Nos dieron las gracias y una de las pequeñas me cogió de la mano para ayudarla a traer de la casa unos regalos para todos. En todo ese tiempo nadie había entrado ya que cada uno tenía su propia caravana. Subimos las escaleras agarradas y llegamos a un pequeño distribuidor que daba paso a una cocina bastante vieja, justo al lado un pequeño salón y un dormitorio, había observado que el baño lo tenían en la parte de atrás separado de la casa. Me llevó hasta el dormitorio para coger un par de bolsas llenas, la ayudé con una y cuando cogí la otra vi un retrato colgado en la pared, lo volví a mirar y miré otros que había allí. Me concentré y ayudé a la niña con los regalos, todo era fiesta y diversión hasta que el autobús nos llevase de vuelta a nuestra rutina.

Antes de marcharme entablé conversación con la abuela, a pesar de las canas y arrugas aún lucía unos ojos bonitos y un habla dulce que le daba apariencia de hada. Nos acercamos hasta la pocilga donde ya estaban encerrados los cerdos, separados los grandes de los pequeños porque se los podían comer. Al aproximarnos al cercado interior la empujé y cayó dentro encima de barro, le costaba levantarse y vi en sus ojos el miedo, sangraba por una rodilla, no era nada, pero el olor atrajo a los cerdos mayores e intentaban morderla comenzando a gritar, con su propio bastón la golpeé en la cabeza y se desmayó, tiré el bastón en una esquina y me fui a la celebración.

La vuelta en autobús fue silenciosa debido al agotamiento general, pero en mi cabeza sonaba la cancioncilla de los tres cochinitos que aquella mujer me cantaba de niña, no se había muerto y subido al cielo, sino que se marchó, me abandonó formando otra familia lejos de mí, la familia a la que yo había ayudado durante dos semanas.

¿Soy un monstruo? Tal vez, pero ella tuvo la culpa.

 

 

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Todos a una - Esperanza Tirado


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Estamos entusiasmados con el proyecto del hospital. Nos repartimos los instrumentos. Vale, me toca el almirez, no es mi favorito, pero lo importante es participar. Ensayamos mucho, nos divertimos y liberamos toda la adrenalina y el stress del trabajo cantando a voz en grito.

Cuando llegue el día, cantad un par de tonos más bajo. –nos pide la directora del coro, recolocándose la peluca y la dentadura– que vuestras voces agitan mucho el aire.



 

 

 

 

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Una historia en la memoria - Marian Muñoz

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Como hija única que soy intento mantener vínculos cercanos con mis familiares y allegados por eso los sábados voy a comer a casa de mis abuelos maternos con los que siempre paso una grata jornada. En una ocasión llevaba noticias frescas, teníamos un nuevo miembro en la familia e iba a enseñarles su foto.

Reuní a los dos y dije –mirar, éste es Ramiro el nieto recién nacido de Begoña-, mi abuela lo miró sonriendo pero él soltó un -¡no me gusta ese niño!-. Me quedé sin palabras, mi abuela y yo nos miramos y ella respondió -¡cómo puede no gustarte ese bebé! A lo que él respondió –porque se llama igual que su bisabuelo quien mandó encarcelar y matar a mi padre-. Nuevamente me quedé sin palabras al percibir su sentimiento de dolor. Pero mi abuela que siempre ha sido muy resuelta volvió a hablar -¡Qué culpa tendrá ese niño de lo que haya hecho su bisabuelo!

No quise ahondar más en el tema pero me reconcomía no saber esa parte de la historia de mi familia, así que a la tarde mientras merendábamos le pregunté y esto fue lo que me contó:

Iba a hacer la Primera Comunión, el traje de marinero heredado de su hermano mayor le quedaba algo corto pero no quitaba ápice de emoción al momento tan crucial de su vida. Sus padres también andaban contentos y nerviosos, su tío Braulio recién llegado de América, había comprado un pequeño edificio cerca del centro, en breve se mudarían al primer piso, donde cada hermano dispondría de su propia habitación y sus padres abastecerían a los vecinos desde el colmado alojado en los bajos. Habían gastado todos sus ahorros en comprar productos necesarios para el negocio. Los escasos muebles de que disponían ya se encontraban en el futuro hogar. Acostados en el suelo pasaron su última noche en la vieja casa.

Los tiempos que corrían no eran muy halagüeños, la guerra de la que todos hablaban no había llegado aún a la ciudad, la lucha se centraba en el norte y en la zona costera del Mediterráneo. La incomodidad de los improvisados catres no fueron impedimento para una noche en vela, sino las explosiones iniciadas a eso de las diez de la noche. Todos corrieron a refugios improvisados en bodegas y estaciones de metro. Las mujeres rezaban, los niños observaban el tono bajo en que hablaban los hombres y sus semblantes preocupados. Algunos compartían la escasa bebida o comida que en la premura de la huida habían podido recoger, otros nerviosos no paraban de llorar y maldecir a los que bombardeaban su ciudad. La niñez de mi abuelo se vio repentinamente asaltada por el terror, el frío, el hambre y la incertidumbre para cuando aquellos estruendos terminaran.

Una vez el silencio se adueñó de la noche, malamente lograron pegar cabezadas, los adultos eran conscientes que sus vidas peligraban y desconocían como afrontar aquella situación. Al clarear el día y no escuchar más explosiones iniciaron una lenta y temerosa salida del refugio. El amanecer mostraba un paisaje desolador, edificios derribados, agujeros en calles y parques, todo lleno de polvo y un olor apestoso a pólvora, gasolina y madera quemada. Mi abuelo junto a su familia se dirigieron primero a la vieja casa, para su alivio aún seguía en pie y sin daños aparentes. Su hermano mayor quedó a cargo de los pequeños mientras sus padres se acercaban al futuro hogar para comprobar su estado. Mientras tanto su hermana Conchi improvisaba un desayuno con lo que encontraba por la desabastecida cocina. Las horas se hicieron eternas allí encerrados, su hermano tenía la orden de no dejarles salir de casa bajo ningún pretexto. Finalmente su madre regresó. No paraba de llorar, nunca la había visto tan de desesperada, algo que jamás olvidó en su vida. No fue capaz de articular palabra, hasta que un poco de agua le devolvió el habla. Narró como su futura casa había sido pasto de las bombas, todo el edificio había caído y la tienda de comestibles quemada. Lo habían perdido todo, pero mayor era la pérdida del cabeza de familia pues un grupo armado les había interceptado el paso cuando regresaban, y uno de aquellos hombres apuntándole con un fusil le había ordenado subir a un camión para llevarle detenido.

Su madre no paraba de llorar, no sabía cómo consolarla, sólo era un niño, pero tenía claro que odiaba a quien causaba tanto dolor a su familia. En la jornada siguiente tío Braulio asomó por casa, preocupado y cabizbajo, su madre le contó lo ocurrido, quedando en ver la forma de enterarse donde estaba encarcelado y si podría hacer algo por él.

No había donde comprar comida, tan sólo se abastecían del agua de la fuente y bien con infusiones o bien con alguna verdura, lograban saciar su hambre aunque no su tranquilidad. Debido a la escasez, un pelotón armado les trasladó junto a algunos vecinos a una casa grande, todos apretujados se hacinaban en estancias que antaño habían sido lujosas, controlándoles y abasteciéndoles con algo de comida y bebida, así como permitiendo que se asearan mínimamente. Dos semanas pasaron en aquel lugar, vigilados continuamente, rezaban en silencio, rogando a Dios les ayudara en aquel difícil trance bélico. Por fin un día apareció su tío Braulio, con malas noticias, mediante el Embajador inglés se había enterado que la checa en la que encerraron a su padre era de las peores, estaba vivo pero mal atendido y desgraciadamente figuraba en una lista de traidores, era cuestión de días que le montaran en un camión y lo fusilaran. Su madre dio rienda suelta a su desdicha y no dejó de llorar en días, no tenía idea de lo que era una checa y quería ir a rescatar a su padre pero qué podía hacer un niño en medio de una guerra, sólo eran comerciantes que no se metían en política ni en historias parecidas, no entendía el motivo por el que querían matar a su padre, que a pesar de tener mal genio era un buen hombre y les quería con locura.

La situación de ellos tampoco era fácil, los vigilantes se aprovechaban de sus armas para intimidar y abusar de las mujeres, su hermana se pasaba el día escondida y su madre a duras penas se sustentaba en pie al no querer probar bocado. Seguían sin noticias de su padre cuando volvieron a oír el sonido de bombas cayendo. Desconocían quienes atacaban pero el afán por sobrevivir les hizo correr hacia la boca de metro más cercana. Una noche de silbidos, explosiones y disparos de metralleta les mantuvo en vela, cuando por fin se hizo el silencio, nadie se atrevió a salir hasta que un soldado asomándose a la boca de metro gritó “¡ya sois libres han huido!”. Fue entonces cuando una fila silenciosa emergió a la calle y vieron la destrucción provocada por los bombardeos. El edificio que hasta entonces habían ocupado seguía en pie y hacia él se dirigieron, no habiendo vestigio de sus vigilantes. Algunos se desperdigaron por la ciudad intentando volver a sus hogares por ver si podían rescatar alguna de sus pertenencias. Ellos permanecieron allí y no fue hasta la tarde que apareció nuevamente tío Braulio acompañado de su padre. Justamente esa mañana le tocaba subir al camión, pero a causa del bombardeo sus carceleros huyeron y con ayuda del ejército nacional les excarcelaron de la checa y pudo salvar su vida. Permanecieron un par de meses en aquel alojamiento provisional hasta que su padre encontró un nuevo hogar y un nuevo empleo con el que mantener a su familia.

El abuelo volvió a dejarme sin palabras, según contaba Ramiro Valtueña bisabuelo del Ramiro recién nacido era el jefe de la checa donde encarcelaron a su padre.

Se tardaron años en reconstruir la ciudad, un nuevo Gobierno muy diferente al anterior regía el país, mi abuelo y sus hermanos crecieron, estudiaron intentando ser personas de provecho y poder labrarse un futuro. La economía de su familia era modesta pero todos arrimaban el hombro estudiando y trabajando al mismo tiempo, así fue como él pudo hacer su Primera Comunión de forma más sencilla a la planeada, pero lo importante era que todos estaban bien. Terminó sus estudios en la Universidad, conoció a mi abuela y se casaron. Formó una familia en una ciudad distinta a la suya regresando siempre que podía para ver a los suyos.

En su nuevo destino prosperó, formó parte de una nueva comunidad, con muchos y buenos amigos, sus hijos nacieron y crecieron en aquel entorno, se casaron y le dieron nietos con los que pasar sus ratos de ocio de una jubilación merecida. Ni él ni su mujer jamás volvieron a mencionar la guerra, el país había logrado una Constitución pactada y la paz llevaba años instalada en el territorio. Ahora los problemas de mi abuelo eran Hacienda, los fondos de inversión, la salud, ir a la compra con mi abuela o pasar unos días de vacaciones con sus hermanos o cuñados, un modo de vida relajado. El cumplir años iba mermando su salud, algún susto que otro le tenía preocupado, pero llegar a ser octogenario era algo que muchos de sus conocidos no habían logrado.

Sin embargo ochenta años de prosperidad, felicidad y bonanza en su vida no consiguieron borrar el trauma ocasionado cuando sólo era un niño y esa historia siempre ha permanecido en su memoria dejándome sin palabras ante el sentimiento de dolor tan profundo que mostraba mientras la contaba.



 

 

 

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Sin remedio - Esperanza Tirado


                                        

 


Voy por este camino de baldosas amarillas, sin rumbo y sin prisa, buscando a Dory. O tal vez a la Teniente Ripley. ¿O era a Wally? No sé muy bien a quién buscaba. Tal vez es que estoy como una cabra después de ver tanta película.

 

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La filosofía viaja con certificado de binestar animal - Marga Pérez

                              


 

Los cerdos suben al camión y se acomodan sobre la paja dispuesta en la caja.

–Oye chancho, ¿tú eres feliz?–, le dice un cerdo a otro mientras mira un paisaje que no ve

– Y eso ¿ qué es?

–Pues es ser un buen chancho… vamos, estar satisfecho con lo que eres…

–Pues claro, soy un chancho feliz con lo que soy, ¿y tú?

–Yo también, no conozco otra cosa...

–¿Por qué me lo preguntas?

–Creo que los humanos no lo tienen tan claro como nosotros y no sé por qué.

–La verdad es que son unos animales raros. Yo estoy muy contento siendo un chancho

–Yo también…

El camión llega al matadero y los cerdos descienden sin saber el final que les espera. Han llegado al final de su existencia feliz de cerdos, no aspiraban a más.

Fin del viaje.

Y tú, lector ¿Sócrates desgraciado o cerdo feliz?



 

 

 

 

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¡Tas pasao! - Marian Muñoz


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El joyero se comió dos buenos platos colmados de lentejas y por sus flatulencias en la tienda no hubo cliente que se atreviera a entrar.


 

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Sin palabras - Marga Pérez

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Sin palabras quedé cuando me llamaste para decírmelo. Estabais tan ilusionados, eráis tan felices juntos… con ella volvía a ver aquel brillo en tus ojos que lo iluminaba todo cuando mamá cantaba aquellos boleros que tanto te gustaban. Tu le hacías la segunda voz enganchado en su mirada. Ella mantenía el tempo con sus ojos y tu la acompañabas arrobado. La seguías con el mismo entusiasmo con que seguías todas sus iniciativas. !Qué vital era¡ Le gustaba todo y disfrutaba con con todo lo que hacía. Era el alma de cualquier reunión : le gustaba estar rodeada de gente, charlar, participar de las iniciativas de otros… Contaba contigo en aquello que a ti te gustaba. ¡Qué bien te conocía!Tu siempre fuiste más tranquilo, como yo, pero os entendíais tan bien, disfrutabais tanto juntos...

Fuisteis un matrimonio modelo, en lo bueno y en lo malo, porque cuando ella enfermó tu fuiste el mejor de los compañeros...No me extrañó que no quisieras conocer a ninguna mujer a pesar de hacer más de tres años de su muerte. Pepi me pareció que podía ser una buena compañera para ti. La conocía de verla en la Iglesia y sabía por una vecina que la conocía que era soltera. Aún eras joven y tenías tanta vitalidad… No sabes todo lo que tuve que hacer para que la conocieses. Sabía que si conseguía que accedierais a comer juntos funcionaría. Necesitaba que funcionase y que volvieses a ser feliz. Todo debía volver a su sitio. Y accedisteis.

Pepi era una buena mujer y se os veía bien. No era como con mamá pero tenías una vida segura, estable, en compañía… De la noche a la mañana decidió que tenía que irse al otro lado del mundo a ocuparse de una hermana de la que nunca había dicho nada… Fue un palo después de estar juntos dos años. Es verdad que nunca hablasteis de boda, que os estabais conociendo... pero quedé perpleja. Los dos sabíamos que Pepi se iba para no volver y te animé a acompañarla. Debías de tener muy claro dónde estaba tu sitio porque ella se fue y tu te quedaste en tu casa... Y no volví a saber nada más.

Aunque ya andabas por los sesenta seguías estando muy bien y apareció Teresa y todo lo cambió. Desde mamá no te había visto tan ilusionado. Tus ojos volvían a brillar cuando la mirabas. Volvías a cantar a dúo a pesar de no ser el buen oído una de sus cualidades. No te importaba. Eras feliz a su lado y se veía. Enseguida hablaste de proyectos en común, de boda, de arreglos de casa, de cambios… Vivisteis juntos y felices desde el primer momento. Eráis la pareja ideal. La envidia de todos. Yo también te envidiaba. Después de la muerte de mamá creía que sería imposible encontrar a otra igual.

Nunca te lo dije pero cuando dejé a Jaime fue porque no podía conformarme. Os veía a vosotros tan ilusionados… Yo también quería ese brillo en los ojos de mi pareja y en Jaime sólo brillaba el reloj. La verdad es que no sé qué me animó a salir con el…

Cuando me llamaste para decirme que Teresa quería el divorcio me quedé sin saber qué decir. Me dijiste que había recogido sus cosas que se había ido...sin explicaciones sin dar oportunidades sin enfados. Sólo hacía unos meses que os casarais. Que aún comíamos de la tarta de la boda era tan real…

Que ceremonia tan bonita, que guapa estaba y que felices se os veía. El vals fue la puntilla. Lloré viendo cómo la mirabas, cómo tocabas el cielo a su lado sólo pendiente de ella, de sus ojos, de su sonrisa, de su cuerpo. Cómo volvías a sentir lo que sintieras por mamá... Sabía que tenía que ser así pero me emocioné hasta el dolor viéndote bailar con ella.

Ahora estoy sin palabras de ánimo. Tampoco me quedan de consuelo ni de comprensión… Algo se me escapa papá. Tu la quieres. Ella también a ti… No entiendo nada. ¿Será que el amor no es suficiente?

Cada día siento que eso de tener pareja se aleja de mis sueños. Me gustaría tener lo que mamá y tu tuvisteis pero siento que es complicado…

-Papá, la comida está en la mesa

-Voy

En silencio dan buena cuenta de lo guisado por Juana, a prisa y corriendo, antes de ir al trabajo.

Desde que su padre la llamase para decirle que Teresa se había ido, no hablaban de nada. En sus cabezas bullían palabras, ideas, sentimientos, dudas, recuerdos, miedos, interrogantes… también exclamaciones que no encontraban la salida. No sabían dónde estaba el problema. Las palabras no fluían entre ellos, eran así, taciturnos. Desde pequeña se veía que Juana había salido a su padre. Fue una pena que su madre los dejase solos, que se llevase con ella la llave de la comunicación cuando más la necesitaban.


 

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Tarde de calor - Esperanza Tirado


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Hace calor, las ventanas están abiertas, suena la campanilla del vendedor de helados.

Una pandilla de niños ociosos juega en las escaleras del portal, esquivando el calor de agosto.

De alguno de los pisos sale música. Una adolescente se prueba una enorme peluca de rizos oscuros soñando con bajar a la calle y bailar sin parar hasta altas horas de la noche.

Se quita la peluca y la posa sobre la cama. En el espejo se refleja su cabeza calva como una luna llena.

Se deja caer en la cama resoplando y apaga la radio.

Hace mucho calor para bailar.



  Relato inspirado en la canción Dancing in the Street, de Martha & the Vandellas

 

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Evolución frustrada - Marga Pérez

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Mis antepasados fueron agricultores, cultivaron lentejas.

Mi abuelo y mi padre joyeros. Juntos bañaron en oro, una a una, un kilo de las pardinas. Fueron el orgullo de toda la familia.

Yo no tengo lentejas ni oro ni orgullo ni familia… ¡Maldita guerra!

 

 

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