Quien
me iba a decir que a mis años estaría trabajando en una granja,
además de voluntaria, ver para creer, con lo que me ha gustado
siempre la limpieza y me encargan de la parte más sucia.
Cuando
me jubilé en febrero del año pasado saltaba de alegría, era una
etapa deseada al perder de vista a jefes y compañeros envidiosos,
por fin iba a ver mundo.
Mi
primera intención viajar a Italia en primavera, Milán, Florencia,
Bolonia, Génova y por último la gran Roma con visita al Papa
incluida, soy muy católica. A Venecia no quería porque tanta agua
estaría plagada de mosquitos y les tengo alergia. Tras estudiar
detenidamente folletos, rutas y hoteles, a punto de contratarlo veo
en las televisiones que precisamente Italia estaba sufriendo graves
contagios de un nuevo virus llamado COVID. Cancelé todo quedando a
la espera de ver como transcurrían las semanas. Llegó el
confinamiento, estados de alarma y yo quietina en casa, saliendo una
vez por semana a comprar y contemplando desde mis ventanas un paisaje
desolador ya que no tengo balcón ni terraza.
Pasaron
los meses, un año y nos plantamos en este verano pasado que la
pandemia comenzó a dar un respiro aunque no me convencía lo de la
nueva normalidad. Empecé a notar agobio por tanto encierro cuando
coincidí con mi vecina de puerta al recoger la ropa en la azotea, le
pasaba algo parecido y me habló de una sociedad que hacía cumplir
sueños a personas mayores, niños con enfermedades graves o adultos
con problemas de movilidad. Uno de esos casos era llevar a una
familia de granjeros que nunca habían visto el mar durante dos
semanas, necesitaban gente para atender la granja en ese período,
unas diez personas, alojamiento en caravana individual, zona comedor
y de descanso al aire libre, con la única premisa de encargarse de
una tarea.
Me
apunté, vivir al aire libre unos días resultaría divertido, cosa
rara me escogieron y formé parte de los diez elegidos. A finales de
julio partimos rumbo a lo desconocido, un autobús cargado con todo
el material necesario más nuestras cosas tomó rumbo primero
autopista, luego carretera comarcal para terminar en un camino de
cabras todo el rato cuesta arriba, árboles, bosques, praderas,
montañas y un cielo infinito lleno de aves volando, empecé a
sentirme una Heidi urbanita.
Una
granja grande, con caballos, vacas, gallinas, perros, cabras y
cerdos, no muchos pero los suficientes para que fueran mi tortura
diaria al ser la encargada de alimentarlos y limpiar su entorno. La
caravana estaba bien, de tamaño justo para descansar, la zona de
comedor y descanso muy amplia, tanto que los compañeros apenas se me
acercaban, aún teniendo buen tiempo por las noches caíamos rendidos
en la rulot. En un par de días adquirimos una rutina y en mi cabeza
empezó a sonar una musiquita, como si fuera una canción, por el día
aún estando concentrada en mis tareas me surgía. Un atardecer vi
como los cochinillos se agolpaban mirándome en la valla del corral y
a mi memoria acudió la canción que me rondaba.
Los
cochinitos ya están en la cama, muchos besitos les dio su mamá
Y
calentitos todos en pijama, dentro de un rato los tres roncarán
Por
alguna razón empecé a sentir cierto nerviosismo, no sé qué
recuerdos me traía pero no me gustaba. Poco a poco recordando la
letra la intranquilidad me invadía, salvaba que apenas tenía
contacto con los demás excepto saludos de cortesía o algún
comentario trivial, mi capacidad de socializar había desaparecido
repentinamente.
Uno
soñaba que era rey y de momento quiso un pastel
Su
gran ministro hizo traer quinientos pasteles sólo para él
En
principio la cancioncilla no me significaba nada, solamente que los
protagonistas eran cochinillos como los que atendía, todas las
noches trataba de recordar la canción entera porque posiblemente mi
subconsciente intentaba decirme algo.
Otro
soñaba que en el mar en una lancha iba a remar
Más
de repente al embarcar se cayó de la cama y se puso a llorar
Poco
a poco fui recordando una parte de mi vida oculta en mis recuerdos,
la canción la cantaba mi madre al acostarme de niña, una mujer
dulce y cariñosa, hasta que poco después de cumplir siete años
desapareció de mi vida y fue mi abuela quien me acogió en su casa.
Ella continuó cantándomela al acostarme así tenía un nexo más
fuerte con mi madre y con ella en los instantes de soledad antes que
el sueño me alcanzara. No todo salió bien debido a la avanzada
edad falleció cuando yo tenía trece años llevándome con una
familia de acogida.
El
más pequeño de los tres, un cochinito lindo y cortés
Ése
soñaba con trabajar para ayudar a su pobre mamá
No
eran una familia al uso pues nos tenían a todos atemorizados,
obligándonos a pedir en la calle además de abusar sexualmente de
las chicas, en cuanto cumplí los dieciocho me escapé y me busqué
la vida como pude, la incertidumbre era mejor que aquella vida. A
mis sesenta y cinco tenía ya olvidada aquella parte de mi vida.
Intenté alejar de mí sentimientos de rabia, odio, ira y terminar mi
trabajo en aquella granja, los demás debían ignorar mis demonios,
volvería a casa e intentaría planear algún viaje que me permitiera
ocultar el pasado en mi memoria. Era fuerte, soy fuerte, nadie
notará nada.
Y
así soñando sin despertar, los cochinitos pueden jugar
Ronca
que ronca y vuelta a roncar, al País de los sueños se van a pasear
Nuestro
último día íbamos a encontrarnos con la familia granjera, querían
agradecer nuestra labor y contar su aventura junto al mar. Urbanitas
que éramos esperábamos el encuentro y conocer a quienes habíamos
ayudado durante dos semanas. Aparecieron morenos y sonrientes
asombrados de lo limpio y cuidado que estaba todo, lo bien que se
desenvolvían los animales y tras dejar sus cosas en la casa
acudieron a la carpa para hablar con nosotros. Padre, madre, tres
niños revoltosos y una abuela encanecida que caminaba ayudada por un
bastón nuevecito. Nos dieron las gracias y una de las pequeñas me
cogió de la mano para ayudarla a traer de la casa unos regalos para
todos. En todo ese tiempo nadie había entrado ya que cada uno tenía
su propia caravana. Subimos las escaleras agarradas y llegamos a un
pequeño distribuidor que daba paso a una cocina bastante vieja,
justo al lado un pequeño salón y un dormitorio, había observado
que el baño lo tenían en la parte de atrás separado de la casa.
Me llevó hasta el dormitorio para coger un par de bolsas llenas, la
ayudé con una y cuando cogí la otra vi un retrato colgado en la
pared, lo volví a mirar y miré otros que había allí. Me
concentré y ayudé a la niña con los regalos, todo era fiesta y
diversión hasta que el autobús nos llevase de vuelta a nuestra
rutina.
Antes
de marcharme entablé conversación con la abuela, a pesar de las
canas y arrugas aún lucía unos ojos bonitos y un habla dulce que le
daba apariencia de hada. Nos acercamos hasta la pocilga donde ya
estaban encerrados los cerdos, separados los grandes de los pequeños
porque se los podían comer. Al aproximarnos al cercado interior la
empujé y cayó dentro encima de barro, le costaba levantarse y vi en
sus ojos el miedo, sangraba por una rodilla, no era nada, pero el
olor atrajo a los cerdos mayores e intentaban morderla comenzando a
gritar, con su propio bastón la golpeé en la cabeza y se desmayó,
tiré el bastón en una esquina y me fui a la celebración.
La
vuelta en autobús fue silenciosa debido al agotamiento general, pero
en mi cabeza sonaba la cancioncilla de los tres cochinitos que
aquella mujer me cantaba de niña, no se había muerto y subido al
cielo, sino que se marchó, me abandonó formando otra familia lejos
de mí, la familia a la que yo había ayudado durante dos semanas.
¿Soy
un monstruo? Tal vez, pero ella tuvo la culpa.
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